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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

El corredor de fondo (9 page)

BOOK: El corredor de fondo
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Una vez estuvo perfectamente controlada aquella oleada de sentimientos, me giré de nuevo hacia él con mi expresión de marine y mi cara de póquer. Y entonces vi algo que me hizo olvidar el sexo: estaba tan cansado que aquellas hermosas piernas suyas temblaban ahora a causa de los calambres musculares.

—¿Tienes problemas con los calambres? —le pregunté.

—A veces —estaba inclinado, muy atareado. No me miraba.

—¿Por la noche?

—Sí, a veces también por la noche.

—Seguramente te falta calcio y magnesio —dije. Cada vez me gustaba menos lo que veía. Su magnífico cuerpo estaba al borde del agotamiento—. Además, has sufrido muchas lesiones.

—Fracturas de fatiga —dijo—. La temporada pasada no participé en ninguna competición oficial. Una lesión en la espinilla, otra en el metatarso… Procuraba beber mucha leche, pero parece que tengo unos huesos muy frágiles —se había incorporado y estaba temblando. En su mirada había algo parecido a una súplica.

—Ponte el chándal —le dije.

—Sí, claro —dijo, y se lo puso—. Bueno —prosiguió—, no sé qué pensará usted de mi programa. He estado haciendo lo que Lindquist me dijo que hiciera pero, evidentemente, hacíamos algo mal.

—¿Por qué?

—Porque debería mejorar y no mejoro. Quiero decir que me he estado empleando a fondo, pero no veo resultados. Mis mejores pruebas son los 5.000 y los 10.000. Sé que puedo bajar de los veintiocho minutos en los 10.000, pero no lo consigo.

Lo observé pensativamente: me había olvidado del sexo por completo. Aquello era ambición pura y dura. Bajar de los veintiocho minutos en los 10.000 metros era fabuloso, lo mismo que bajar de los cuatro minutos en la milla. Sólo lo habían conseguido unos quince corredores.

—Bueno, estudiaremos atentamente tu programa —dije, muy despacio.

—Ése es uno de los principales motivos de que viniera aquí. Tenía la sensación de que necesitaba un buen entrenador. Supongo que podría haberlo intentado en solitario, ser mi propio entrenador. Podría haberme olvidado del atletismo universitario, supongo, y lanzarme a la aventura, pero aún no sé lo suficiente sobre entrenamientos como para encontrar el buen camino. Me siento muy confuso y muy frustrado. Supongo que lo entiende.

Se estaba subiendo la cremallera de la chaqueta del chándal. Luego limpió las gafas, en las cuales se había condensado la humedad. Durante un segundo, aquellos ojos sorprendentemente claros se encontraron con los míos. Me fijé en sus espesas pestañas, de color castaño.

—Me estoy planteando ir a los Juegos Olímpicos —dijo.

Yo tenía mis reservas. Vince y Jacques tenían un claro porvenir olímpico, pero no quería que Billy se hiciera demasiadas ilusiones.

—Quiero hacer el doblete de 5.000 y 10.000 en Montreal.

Los 5.000 y los 10.000 metros son las pruebas clásicas del atletismo de fondo.

—Es un objetivo muy ambicioso —repuse—. Tendrás que estar por debajo de los veintiocho en los 10.000 y de los 13'35" en los 5.000 para el próximo otoño. Para ganar, probablemente tendrías que estar entre los 27'3O" y los 27'35" en los 10.000, y entre los 13'10" y los 13'15" en los 5.000. Tampoco tienes experiencia internacional, así que antes tendrías que salir del país un par de veces. Por eso perdió Steve Prefontaine los 5.000 en Múnich… No tenía ni idea de lo luchadores que son los europeos.

No añadí que, en toda la historia, los estadounidenses sólo habían ganado dos veces los 5.000 y una los 10.000 en unos Juegos Olímpicos y que sólo ahora los fondistas estadounidenses empezaban a amenazar seriamente el dominio europeo en esas dos pruebas. Billy ya lo sabía.

—Lo que me preocupa es que quizá soy demasiado joven para los Juegos Olímpicos —dijo Billy.

—No se trata de lo joven que seas, sino de lo bueno que seas.

—Bien —replicó Billy—, le tomo la palabra.

—Mueve el culo hacia la ducha —le dije—. Os quiero ver a los tres en mi casa esta tarde, a las siete en punto. Los martes y jueves, el equipo tiene jornada de puertas abiertas. Películas de entrenamientos, concienciación y todo eso.

—Bien, señor Brown —dijo.

—Sin sarcasmos —le ladré— y va en serio.

Me miró de una forma extraña.

—Claro, señor Brown —musitó, en voz baja, y se alejo.

Aquella tarde, a las siete, mi casa se fue llenando poco a poco de corredores. Yo vivía en lo que antiguamente había sido la casita del jardinero jefe. Era una encantadora construcción de estuco, llena de recovecos, con una galería en la parte delantera cubierta de glicinias. Estaba situada en un lugar resguardado, al sur de varios abetos y pinos enormes, cerca de los invernaderos. Éstos habían acogido en otros tiempos la célebre colección de orquídeas de Joe, pero ahora daban cobijo a un revoltillo de flora exótica y experimentos ecológicos. Desde la ventana delantera, veía todo el campo, la pista y las gradas. Probablemente, Joe Prescott sabía lo balsámica que resultaría aquella casita, y aquella vista, para mi maltrecho espíritu.

Los corredores dejaban huellas de barro al entrar. La enorme sala de estar tenía asientos bajo las ventanas y ventanas en tres de los lados. Las cortinas rojas de cretona estaban cerradas. El fuego de la chimenea de piedra arrojaba un cálido resplandor sobre el suelo de madera y sobre la raída alfombra que había frente al hogar. Las butacas, el sofá y la mesilla de café los había comprado yo en una tienda de artículos de segunda mano. La decoración se ajustaba perfectamente a mis necesidades: nada demasiado lujoso, para que los chicos pudieran dejarse caer en cualquier sitio; y todo fácil de limpiar, puesto que mi ex mujer seguía chupándome la sangre y yo no podía pagarme una mujer de la limpieza. En las paredes, revestidas de madera de pino, había fotos de corredores y algunos grabados de temática deportiva llenos de motas de polvo.

A cada lado de la chimenea había una puerta. La de la derecha daba a una pequeña y soleada cocina, llena de armarios pasados de moda y con tantas capas de pintura que las puertas apenas cerraban. Procuraba cocinar lo menos posible: prefería comer en el comedor universitario con los estudiantes. La puerta de la izquierda daba a un dormitorio con las paredes revestidas de madera. El espantoso conjunto Victoriano de cama y cómoda de madera de nogal procedía del almacén local del Ejército de salvación. A través de las enormes ventanas se veían los abetos, pero las cortinas estaban cerradas. Junto a la cama había otra puerta chirriante que daba a un cuarto de baño de baldosas, gélido y pasado de moda, en el que había una ducha oxidada y un váter extravagante.

Cuatro de los chicos del equipo de cross ya estaban allí, mandé a dos de ellos a buscar más leña a la pila, cubierta por una lona impermeable, que había tras la casa; a los otros dos los mandé a la cocina a cortar zanahorias.

Los tres de Oregón llegaron a las siete y cinco, sólo para dejar claro que ellos iban a su aire. Se quitaron las chaquetas y echaron un vistazo a su alrededor.

—Palitos de zanahoria —dijo Vince con cara de asco, apoyado en el marco de la puerta de la cocina. —En este campus no se sirve comida basura —dije—. Ni patatas fritas, ni perritos calientes, ni porquerías por el estilo. Un atleta es lo que come.

Jacques entró en la cocina y empezó a cortar zanahorias con una precisión asombrosa. Se había especializado en biología y probablemente había adquirido práctica diseccionando especímenes en el laboratorio.

Muy pronto llegaron los demás. Joe Prescott también apareció se instaló en una butaca. Yo lo había convertido en un fanático del atletismo y venía a las jornadas de puertas abiertas tan a menudo como podía. Tras unos primeros momentos incómodos, empezaron a hablar cordialmente unos con otros y los chicos de equipo descubrieron que los tres recién llegados eran seres humanos. Les pasé una película del último campeonato nacional cross. Tuvimos un debate, masticamos los palitos de zanahoria, partimos los frutos secos y bebimos té. Fue una tarde agradable Cuando los chicos se fueron, a eso de las ocho y media, les hice señas a los tres de Oregón para que no se marcharan. Nos quedamos los cinco solos, sentados junto al fuego: Joe y yo estábamos sentados en las butacas y los tres chicos se hallaban sentados sobre la alfombra. Dije unas cuantas cosas que me rondaban por la cabeza.

—Mirad, os acepté en el equipo en un momento de debilidad. No es que me arrepienta, pero cuanto más pienso en lo que tenemos por delante más me doy cuenta de que esto se va a convertir en un buen problema.

Los tres guardaron silencio.

—En primer lugar, tenemos que mantener en secreto durante el máximo tiempo posible que sois gay. No quiero que lo destapéis en el campus, ni que os unáis al grupo de liberación gay, ni nada por el estilo. Tarde o temprano, empezará a correr el rumor y, cuando eso ocurra, ya veremos qué hacemos. De momento, procuremos conseguir el máximo de paz y tranquilidad. ¿Os parece bien?

Los tres asintieron.

—Otro problema. Cuando empiece a circular el rumor, será inevitable que la gente se acuerde de lo que me sucedió a mí en Penn State. ¿Os habló de ello el padre de Billy?

—Sí, nos contó toda la historia —respondió Vince.

—Bien —dije—. Yo jamás toqué a aquel chico pero lo cierto es que lo sucedido sembró la sospecha en la gente. Y ahora, gracias a John Sive, vosotros tres tenéis información sobre mí que muy poca gente tiene. En este campus, por ejemplo, sólo Joe y Marian saben que soy gay. Ni siquiera los otros gays lo saben. O sea que yo guardaré vuestro secreto y vosotros guardaréis el mío, ¿de acuerdo?

Asintieron.

—De acuerdo —dijo Jacques suavemente.

—Porque en cuanto se descubra que vosotros sois gay, lo más probable es que se descubra que yo también lo soy. Será un momento muy delicado, porque puede significar el fin de mi carrera para siempre.

En sus jóvenes miradas había una comprensión absoluta. Joe encendió un cigarrillo y en su mirada también había comprensión.

—Ése es tan sólo el enfoque humano del problema —proseguí—. En segundo lugar, está el enfoque deportivo. Supongo que, a estas alturas, ya sabéis que en el mundo del atletismo hay gente muy conservadora que odia a los corredores y a los entrenadores que se rebelan. No importa en qué sentido se rebelen. Un paso en falso y adiós.

Los miré uno a uno y ellos me miraron a mí fijamente. Sabían de qué hablaba, pero yo sabía más que ellos. En el deporte amateur, los círculos oficiales ejercen un poder casi medieval sobre los deportistas. Cuando digo «círculos oficiales» me refiero a los diversos organismos que gobiernan el deporte en Estados Unidos. Mis tres chicos estaban en aquel momento bajo el control de la National Collegiate Athletics Association (NCAA), que dirige el deporte universitario. Cuando se graduaran, pasarían a estar bajo el control de la Amateur Athletic Union (AAU), que dirige la mayoría de las competiciones no universitarias. Existen otros organismos más pequeños, pero la AAU es el gigante que regula el acceso a las competiciones internacionales. Finalmente, está el Comité Olímpico de Estados Unidos, que consta de 300 miembros y coopera con la AAU en la selección y preparación cada cuatro anos del equipo olímpico estadounidense. Estas tres poderosas organizaciones constituirían el centro de nuestra batalla.

Los círculos oficiales no dudan en ejercer su poder si consideran que un deportista o un entrenador no es lo bastante obediente. El ejemplo de siempre es la forma en que la AAU trató a Jesse Owens después de que éste ganara cuatro medallas de oro para Estados Unidos en los Juegos Olímpicos de 1936. La AAU quería lucir a Owens en las competiciones europeas posteriores a los Juegos Olímpicos, pero Owens dijo que quería irse a su casa a ver a su esposa e hijos. Había entrenado en exceso y estaba agotado. Ante una respuesta tan humana, la AAU reaccionó castigando al atleta con la revocación de su categoría de amateur, impidiendo así que pudiera volver a competir.

Hoy, cuarenta años después del caso Owens, los círculos oficiales siguen teniendo el mismo poder. En los últimos años, muchos deportistas amateurs han empezado a luchar contra ese poder y a hablar de lo que ellos llaman «derechos de los deportistas». Creen que hay demasiados dirigentes interesados en controlar y castigar a los deportistas y muy poco preocupados por beneficiarlos y por reconocer sus verdaderas necesidades personales. Están obligando a los dirigentes a reconsiderar viejas actitudes y a liberalizar reglas antiguas y fastidiosas.

Como ex corredor y liberal en ciernes, yo me sentía fuertemente inclinado a ponerme del lado de los deportistas. Por supuesto, en esas tres organizaciones también hay personas justas que dedican incansablemente su tiempo y su energía al deporte, personas que se unen a los deportistas en su lucha por el cambio. Las tres organizaciones, sin embargo, aún albergan a demasiados fundamentalistas y/o viejos chochos, hombres y mujeres, que forman un peligroso bloque de poder. Igual que en los tiempos de Owens, consideran que los deportistas tendrían que ser muñecos de cuerda que consiguen récords y no protestan. Son ellos los que se enfrentan en todo momento al movimiento por los derechos de los deportistas.

—Por ejemplo —dije—, cuando la gente acosaba a Marty Liquori porque se había ido de juerga y se había tomado una o dos cervezas. No les importaba que Marty fuera capaz de vencer a Jim Ryun cada vez que ambos se encontraban. Estaban dispuestos a arrojar por la borda todos los logros de Marty sólo porque no se ajustaba a su anticuada idea de lo que es un corredor.

Los tres chicos asentían.

—Para todos esos viejos —continué—, la idea de la degeneración absoluta de la moral de un atleta es lo que hicieron aquellos dos tipos de los New York Yankees, los que decidieron intercambiar a sus mujeres —todos nos echamos a reír, aunque de manera un poco forzada—. Ahora se van a encontrar con un entrenador gay y tres corredores gay. Estaremos a la vista de todo el mundo, con las palabras 'orgulloso de ser gay' escritas en nuestras frentes con letras de fuego, cosa que no le va a gustar nada al sector más conservador del atletismo.

Guardaron silencio de nuevo. Joe fumaba un cigarrillo y contemplaba el fuego. Joe y yo ya habíamos tenido aquella charla y yo sabía que él no tenía miedo. Mi setter irlandés, Jim, entro en la habitación meneando la cola. Se acurrucó entre los chicos y le lamió la mano a Vince.

—Pienso también que, si pueden, evitarán hablar de homosexualidad —dije—. Les asusta demasiado. Lo que harán es tratar de ponernos zancadillas con el reglamento. Si tus zapatillas tienen un clavo de más y te pillan, quedas descalificado, seas homosexual o heterosexual. ¿Me seguís?

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