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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

El corredor de fondo (7 page)

BOOK: El corredor de fondo
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La noche de la redada en el Stonewall, yo estaba trabajando por el barrio. Alguien llamó a mi cliente y le contó lo que estaba ocurriendo: saltamos los dos de la cama y nos acercamos a verlo con nuestros propios ojos, porque no podíamos creer lo que habíamos oído. La calle estaba llena de polis y de luces rojas parpadeantes. Lo más sorprendente, sin embargo, es que había centenares de gays enfrentándose a los polis. Durante años, habían huido, habían permitido que los pusieran contra la pared, habían soportado el acoso y las detenciones porque, en sus corazones, creían que aquél era su destino, pero la noche del Stonewall tomaron la decisión instantánea y desesperada de que ya habían tenido bastante. Aquellos «mariquitas» tiraban piedras y botellas, se enfrentaban con las manos desnudas a la fuerza pública de Nueva York. Desafiaban a las porras a que les machacaran el cuerpo. Observé todo aquello con una rabia y un dolor crecientes. Yo no bebía, pero aquellos bares eran los únicos lugares públicos en los que los gays podían ser ellos mismos. Ningún hetero podría entender lo importantes que eran para nosotros. Siempre había creído en la ley y el orden, siempre había apoyado a la policía, pero ahora aquellos polis querían detenerme a mí, querían meterme entre rejas tras una vida llena de angustia. Pasaban por encima de mí con sus enormes caballos y me metían esposado en sus furgonetas.

Y entonces ocurrió algo sorprendente. Tenía una piedra en la mano y la lancé con la misma puntería mortal que un marine lanza una granada. Yo, Harlan Brown, el orgullo de los marines, les lancé una piedra a los polis y le di a uno. Se me olvidó por completo que podía ir a parar a la cárcel. De repente, me encontré contra una pared, mientras dos enormes polis me golpeaban. Y luego estaba en el suelo, mientras me pisoteaban y me pegaban patadas. Alguien pasó con su caballo por encima de mí. En plena confusión, conseguí huir, no sé muy bien cómo, sangrando y maltrecho: tenía tres costillas fracturadas, la nariz rota y unas cuantas huellas de cascos de caballo por todo el cuerpo.

Aquella noche, algo se resquebrajó en mi mente y en las mentes de los gays. Aquella noche, el gay militante salió del armario. Después de aquello, se enfrentaban contra todo y contra todos, exigían derechos humanos y leyes más justas. Yo aún no estaba preparado para el activismo radical, pero había caído en la cuenta de que ahora era ciudadano de una nación cuya bandera no ondeaba porque los heterosexuales americanos no lo permitían.

Así que seguí prostituyéndome. Podría pensarse que, si realmente hubiera deseado ahorrarme la degradación, podría habérmela ahorrado. Seguro que podría haber encontrado un trabajo más honesto o podría haber hecho lo que hacen algunos hombres rectos: morirse de hambre antes que eso. La respuesta es que yo no lo veía como una degradación. Corrupto, puede que sí, pero lo único que hacía era ganarme la vida, como todo el mundo. En toda mi existencia, la ética protestante jamás había alumbrado el camino con tanta claridad. Ganaba mucho más dinero prostituyéndome que en Penn State, mi ex esposa recibía puntualmente sus cheques y yo pagaba religiosamente mis impuestos. Muchas prostitutas no lo hacen, pero yo no quería tener problemas con el IRS
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, que podía controlar mis ingresos por medio de mi ex mujer. Por otro lado, yo aún era lo bastante patriota como para pensar que mi obligación era pagar.

En realidad, y a pesar de toda la rabia y todo el dolor que sentía, lo que hacía era regodearme en mi propia homosexualidad, tratar de llegar hasta el mismísimo fondo. Hubo una época en que me gustaba pavonearme por ahí vestido con toda mi parafernalia de macho. A veces, sin embargo, me veía a mí mismo en el espejo, con las correas negras de piel, las tachuelas y las cadenas doradas, el
cock—ring
y el látigo en la mano, azotando como un loco a algún cliente que se estremecía de placer, y algo dentro de mí gritaba—. «Ése no soy yo. Yo soy un hombre pacífico». Y entonces echaba de menos el erotismo delicado de un suspensorio.

Uno de los gays famosos a los que conocí por medio de Steve Goodnight era el director de cine Gil Harkness. Su nombre no es muy conocido para la mayoría de americanos, pero para los gays es como un Ingmar Bergman o un John Ford. Dirigió una de las primeras películas gays de arte y ensayo, La traición, que se apartaba de la pornografía afeminada de los cines nocturnos para hombres. Si alguna vez tenéis ocasión de ver este clásico del sadomasoquismo (a veces lo reponen en los cines de arte y ensayo de la parte alta), fijaos en el soldado romano que azota a un Jesús muy sexy. Soy yo. Mi anonimato quedó preservado por un casco brillante y un pseudónimo en los créditos.

La prostitución es lo que es, así que aprendí muy pronto a reservar mis sentimientos para mi tiempo libre. Hubo varios hombres —dos de ellos de mi edad; el resto, más jóvenes— con los que me encariñé. Con ellos pude explorar por primera vez el lado más tierno y más apasionado de mi sexualidad, pero seguí viviendo solo y jamás me enamoré. En realidad, siempre acababa frenándome, como si esperara que apareciera alguien mejor. Ninguno de ellos era el fantasma de Chris.

Corría doce o trece kilómetros diarios para mantenerme en forma, alrededor de Washington Square o por Battery Park. A veces iba a correr por la tarde, después de haberme pasado toda la noche trabajando. Vestido con mi chándal gris, me sentía como una figura solitaria que corría entre los estudiantes, los drogadictos, los hippies y los marginados que abarrotaban Washington Square. En ocasiones alzaba la vista hacia la estatua de George Washington, sobre el arco de triunfo, y pensaba: «¿Serás hijo de puta? No tienes ni idea de lo que es capaz de hacer la gente por el deber, el honor y el país». A veces, para darme un capricho, cogía el metro y me iba a correr a Central Park, donde los árboles y la hierba casi podían pasar por un bosque, o me iba hasta el Van Cortlandt Park, en el Bronx, cuyos empinados caminos pedregosos son el escenario de muchos campeonatos de las universidades del área metropolitana y de muchos abiertos de Cross. Aquellos caminos siempre estaban abarrotados de corredores, pero no iba muy a menudo porque allí me sentía demasiado solo. Cómo echaba de menos, a veces, la libertad y la inocencia de aquellas carreras de mis veranos en las Poconos, tantos años atrás.

Durante los dos años que pasé en Manhattan, me aferré a los restos de mi religión. Otros gays sentían la misma indignación que yo al verse apartados de Dios por protagonizar actos sexuales que tampoco eran tan distintos a aquellos que la sociedad aprobaba en el sacramento del matrimonio. En el área metropolitana proliferaban pequeñas iglesias gays, cuyos sacerdotes y pastores eran lo bastante valientes como para preocuparse por nosotros. Cada domingo, iba a la pequeña Iglesia del Amado Discípulo, en la Calle 14, y rezaba desesperadamente. No esperaba para que un milagro volviera a convertirme en heterosexual, sino para encontrar la sabiduría que me permitiera conocerme a mí mismo y aceptarme totalmente. Me di cuenta de que ser gay no era únicamente una cuestión de sexo: era un estado de ánimo. La sociedad me había dicho que yo sufría una enfermad, pero yo estaba seguro de que había llegado a la homosexualidad por inclinación natural. Rezaba para encontrar a alguien a quien amar, rezaba para encontrar una forma menos corrupta de ganarme la vida. El Evangelio de San Juan me confortaba: amó al Señor y apoyó la cabeza en Su pecho. Me resultaba difícil creer que Jesús sintiera menos compasión por gays que por aquellos ladrones con los que había sido tan cariñoso.

También reflexioné mucho sobre la intolerancia y el odio a que estábamos sometidos. Yo había vivido en la sofisticada cresta de América, en la cresta ornada de estrellas de la ola. Yo también había sido intolerante, aunque lo llamaba de otra forma, inflexible, recto, decente… Había llegado a pensar que aquella eran las cualidades que hacían de América algo grande. Por primera vez en mi vida, me había convertido en el blanco de aquellas virtudes. Las habían arrojado sobre mi cuerpo desnudo como si fueran ácido. A veces me preguntaba si aquel característico odio americano hacia la homosexualidad no sería el resultado de que la homosexualidad estuviera tan arraigada en nuestra historia, aunque fuera de una forma silenciosa, anónima sin embargo omnipresente. En la escuela nos enseñan las convecciones victorianas de dicha historia, pero esa historia temprana la forman hombres a solas con otros hombres en todos los rincones del continente. Hombres fueres y jóvenes con impulsos sexuales, como mis atletas armando jaleo en las duchas. Exploradores, montañeros, tramperos, guerreros indios, cowboys, buscadores de oro, pioneros… Hombres que dejaron a sus mujeres a miles de kilómetros de distancia, hombres que ni siquiera tenían mujeres.

Llegaron a la frontera con el puritanismo occidental en sus conciencias, pero no resistieron sus necesidades sexuales y se vieron obligados a renunciar a ese puritanismo y a buscarse unos a otros. Y una vez satisfecha la necesidad… ¿quién sabe cuántas historias de amor entre hombres hubo en las tierras inexploradas de Kentucky, o en las grandes llanuras, o en los áridos cañones del desierto? Aquellos hombres formaban la avanzadilla que forjó Columbia, la joya del Océano
[13]
, pero solo hace falta echar un vistazo a sus circunstancias para darse cuenta de que muchos de ellos eran gays. A veces pienso que fueron aquellos hombres tan viriles, vestidos con sus pantalones de gamuza o de pana, o con sus pantalones militares, quienes construyeron este país de punta a punta. Por entonces, no había ningún gueto gay, ningún lugar en el que refugiarse si uno se veía obligado a salir del armario. En aquellos tiempos, el castigo por ser descubierto era mucho más severo que ahora. Acosados por el miedo y los inevitables sentimientos de culpabilidad, negaban lo que sentían, lo reprimían, le daban otros nombres, lo llamaban tener un socio o un compañero. Cuando llegaban a la ciudad, dejaban a las putas agotadas y, en cuanto podían, llevaban a sus sumisas y perfumadas esposas a la frontera. Y nosotros hemos insistido en negarlo todo hasta el día de hoy.

Aunque no pretendo exagerar mis reflexiones de la época que pasé en Nueva York, aquella experiencia cambió radicalmente la imagen que yo tenía de la sociedad americana. Steve Goodnight me hizo darme cuenta de lo inculto que era y empecé a leer mucho. Por primera vez en mi vida, leía con entusiasmo algo que no fuera
Track & Field News
. Sobre todo, empecé a odiar la violencia. Yo también era violento, pero sólo porque estaba furioso. Me pregunté por qué había deseado tanto ir a Corea a matar asiáticos e incluso empecé a tener mis dudas sobre Vietnam. Lo que más me entristecía, sin embargo, era estar apartado de la pista. Cuando en el Madison Square Garden se celebraban las grandes competiciones en pista cubierta, me moría de ganas de ir, pero no iba nunca. Mi única relación con las pruebas era por medio de las revistas de deportes y de unas cuantas personas a las que aún veía. Bruce Cayton, del
Post,
me invitaba a comer de vez en cuando. Otra de esas personas era Aldo Franconi, un liberal irascible, entrenador en Long Island dirigente local de la AAU. El mundo exterior sólo sabía de mí que era un respetable masajista y que, de vez en cuando, salía en anuncios de moda masculina. Bruce y Aldo tenían sospechas, pero nunca me las mencionaron. Jamás lloré, porque en mi educación no había espacio para las lágrimas, si Joe Prescott no hubiera aparecido un día con aquella increíble oferta para ir a Prescott, supongo que yo aún seguiría en Manhattan. Tarde o temprano, la rabia creciente que me producía el sufrimiento de los gays me habría conducido —a regañadientes, pero de forma inevitable— al activismo gay violento. Posiblemente habría acabado en la cárcel, quién sabe. En los últimos años, mucha gente temerosa de Dios ha acabado en la cárcel. Y si no, que se lo digan a los Berrigan
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. Así pues, cuando Joe se puso en contacto conmigo, pensé que Dios había respondido a mi plegaria.

Joe estaba muy ocupado construyendo Prescott. Había perdido a su director de deportes y quería un sustituto de alta calidad, pero no había conseguido apartar de las grandes universidades a la clase de hombre que él quería. Y se acordó de mi caso. También le encantaba salvar a la gente, así que aplicaba su frugalidad
yankee
tanto a las personas como al dinero: «No malgastes a las personas, no codicies a las personas», solía decir. Su profesorado se componía de brillantes desechos humanos: ex alcohólicos, ex presidiarios, ex drogadictos, veteranos de Vietnam discapacitados…

Me siguió la pista por medio de Bruce Cayton y vino a verme. Jamás olvidaré aquella noche. Estábamos sentados en mi pequeño apartamento de la Calle 9 Oeste y Joe me hizo una oferta. Yo vacilé, pero él siguió hablando. Permanecí allí sentado, contemplando a aquel viejo cascarrabias, alto e imponente, con su mata de pelo prematuramente blanco y su amplio traje gris. Él bebía whisky solo y yo bebía un vaso de leche. Pensé en la idea de volver a encontrarme en los vestuarios con un montón de atletas desnudos y en el martirio que eso supondría para mí. Yo ya era un gay veterano avezado a la lucha y acostumbrado a satisfacer mis necesidades sexuales, lo cual significa que podía llegar a perder el control de mí mismo ante un corredor realmente atractivo.

—Mire —le dije—, voy a ser honesto con usted. Es mejor que sepa esto ahora y no que lo descubra más tarde. En Penn State me obligaron a dimitir porque corrió el rumor de que yo era homosexual.

—Lo sé, oí el rumor —dijo Joe— cuando estaba tratando de dar con usted.

—Fue el chico quien lo hizo correr. Ni siquiera lo toqué, eso se lo puedo asegurar. Él era gay y sabía que yo también lo era. Yo no tenía ningún interés en él y por eso hizo correr el rumor, por puro despecho.

Joe permaneció allí sentado, pensando.

—Nadie lo sabe con certeza —proseguí. La voz me temblaba ligeramente—, pero si alguna vez se llega a saber su universidad puede resultar perjudicada. Y los ex alumnos, y los padres…

—La mayoría de los ex alumnos tienen menos de treinta años —dijo Joe—. Y a mí nadie me presiona.

Siguió pensando durante unos segundos más.

—Bueno —repuso—, hay un par de gays entre el profesorado y nunca me han causado problemas. Le ofrezco el puesto con una condición. Si le apetece liarse con alguno de los estudiantes o profesores, bueno, eso es asunto suyo… mientras no se trate de un menor. No quiero problemas con la justicia. Por lo demás, lo que usted haga no es asunto mío, ni de la universidad ni de la sociedad. Y, sinceramente, nadie va a estar pendiente de usted en el campus. Allí se vive y se deja vivir, que es lo que yo pretendía.

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