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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

El corredor de fondo (8 page)

BOOK: El corredor de fondo
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Por aquella época, estaba tan escarmentado y me mostraba tan cauto que apenas podía creer en la extraordinaria generosidad cristiana de aquella oferta.

—Soy muy duro con los chicos —dije—. No soy uno de esos profesionales permisivos que se andan con miramientos —y eso lo decía un hombre que se estaba replanteando su conservadurismo.

Joe parecía meditabundo.

—He estado hablando con algunos hombres que estaban en su equipo de Penn State. Uno de ellos expresó con bastante claridad lo que todos pensaban. Dijo: «Harlan Brown era un verdadero hijo de puta, pero los corredores que le fallaban se iban sabiendo que se habían fallado a sí mismos. No podían echarle la culpa a su severidad».

Se bebió el resto de su whisky escocés.

—Un contrato de cuatro años, Harlan. Veinte mil para empezar. Comida y alojamiento en el campus, así que te ahorras todos los gastos. Piénsalo y dime algo la semana que viene. Me bebí el resto de la leche.

—No me hace falta pensarlo —dije—. Acepto.

En Prescott encontré —por primera vez desde mi infancia— un hogar. Marian, la esposa de Joe, era tan generosa como él. Entre los dos me enseñaron el verdadero significado del liberalismo…, un liberalismo tenaz y riguroso. Los dos se mostraron pacientes conmigo durante los primeros meses, mientras yo lamía mis heridas y esperaba a que cicatrizaran.

Prescott estaba organizado como una familia. Era, si se prefiere, una especie de comuna y funcionaba. El profesorado y los estudiantes vivían juntos, mezclados, sin que existiera una diferencia visible de estatus. Los estudiantes dirigían el campus, trabajaban en la administración y hasta apartaban la nieve con las palas. Joe casi nunca estaba en su despacho revestido de paneles de nogal, en el edificio principal (que, en otros tiempos, había sido su casa), a menos que tuviera algo que hacer allí. Normalmente, estaba en el campus con su bloc de notas, pensando, escuchando, hablando, o se iba de viaje en busca de gente e ideas nuevas. En Prescott no se llevaban a cabo intentos por regular la moral de nadie. Tanto los profesores como los estudiantes eran libres de organizar su estancia allí como mejor les pareciera. Las habitaciones eran mixtas. Descubrí que ya había otros homosexuales en el campus: había un grupo reducido, cuatro o cinco personas, de liberación homosexual y luego estaban los dos gays, miembros del profesorado, que Joe había mencionado y que vivían juntos. Nadie les prestaba demasiada atención, puesto que tanto el profesorado como el alumnado estaban plagados de pintorescos y extravagantes heterosexuales. Prescott no era un sitio lujoso. Los edificios eran estrictamente funcionales y, en cuanto al equipamiento, existía sólo el necesario. Joe quería algo que funcionara de verdad, no un escaparate fastuoso con un montón de problemas y un montón de gastos. En consecuencia, se había convertido en una de las pocas universidades privadas de Estados Unidos que no tenía problemas económicos y cuya cifra de alumnos matriculados aumentaba cada año. Cuando yo llegué, la universidad tenía 1.500 alumnos, más o menos los mismos que la universidad de Oberlin.

El hecho de que un ex marine como yo pudiera sentirse tan a gusto en Prescott era debido a que muchas de mis ideas habían cambiado. El caparazón de mi conservadurismo había recibido un golpe mortal: ya no podía juzgar a las personas, ni a mí mismo, según los mismos criterios de antes. Seguía siendo profundamente patriota, amaba la bandera y creía en la misión de América, pero mi patriotismo estaba ahora teñido de una profunda preocupación por los defectos humanos de mi país y empezaba a pensar que había que pulir aquellos defectos.

Me había vuelto más indulgente con mis atletas. Seguía esperando de ellos el mismo trabajo duro y el mismo sentido de la responsabilidad que antes, pero había dejado de fastidiarles por sus cortes de pelo. Pensaba que aquellas peleas por los cortes de pelo constituían una enorme pérdida de tiempo y energía: los chicos corrían con las piernas, no con el pelo. También dejé de fastidiarles con lo de la castidad. Había descubierto, gracias a mis propios errores, que cuando un atleta reprime su energía sexual, pueden aparecer tensiones destructivas. El sexo es un somnífero natural. Si uno de mis chicos se ponía nervioso la noche antes de una competición le recetaba un baño caliente, algo caliente para beber y media hora romántica con su novia. Luego dormía como un niño. Incluso me relajé un poco con el tema de la bebida. ¿Cómo se le puede decir a un chico que no se tome una cerveza, cuando se pasa el día viendo que los atletas de talla mundial beben cerveza?

—Frank Shorter se tomó una cerveza la noche antes de ganar el maratón de Múnich —me decían. Lo cierto es que tenían razón y, en cualquier caso, la cerveza repone las sales tras una carrera larga y dura. Por muy liberales que fuésemos, había una serie de cosas en las que me mantenía firme, porque sabía que eran dañinas, como el tabaco, las drogas, el alcohol de alta graduación, etc. En general, sin embargo, yo ya no era el mismo hombre de antes: el entrenador Brown se estaba humanizando rápidamente.

El campus estaba en el centro de un terreno de 900 acres de colinas boscosas y lagos, propiedad de Joe. Era perfecto para correr. Diseñé un circuito de cuarenta kilómetros de pistas: iba a correr por allí con tanta frecuencia como mis equipos, recuperando así algo de aquella alegría de mis veranos en las Poconos.

A medida que transcurrían aquellos años felices en Prescott, mis apremiantes necesidades sexuales también iban disminuyendo. «Me hago viejo», pensaba, «y tal vez sea lo mejor.» Estaba ocupado, comprometido con algo que iba más allá de mí mismo, y no me quedaba mucho tiempo para fantasías inútiles. Nadie en el campus, excepto los Prescott, sabía que yo era gay. No mantuve relaciones sexuales con ninguno de los gays del campus y me aferré a mi norma de mantener las manos alejadas de mi equipo. Cuando me acuciaba la necesidad, recorría en coche los más de noventa kilómetros que había hasta Nueva York y buscaba a alguien. Algunos padres refunfuñaron pero, por lo general, mi presencia en Prescott no provocó ningún escándalo. Nadie, excepto el núcleo de la comunidad gay, sabía nada de mí; y nadie sabía que me había prostituido excepto mis ex clientes, aunque no era muy probable que se dedicaran a contarlo. En lo que se refería al mundo, yo me había limitado a desaparecer durante un par de años.

Cuando Billy Sive llegó a Prescott, yo tenía treinta y nueve años y empezaba a pensar que mi fantasía secreta tendría una muerte digna y silenciosa, pero me equivocaba. Durante aquellos primeros días de invierno, Billy despertó mis viejas sensaciones y las llevó a un grado de intensidad que yo jamás había experimentado hasta entonces. No sólo era físicamente atractivo, también era un ser humano fascinante. Yo era un hombre maduro y solitario, pero también era un adolescente que se consumía de nostalgia. Por primera vez en mi vida, me había enamorado profundamente.

Y sabía que no me atrevería a ponerle la mano encima.

Tres

La llegada de aquellos tres célebres corredores causó bastante revuelo en nuestro campus de fanáticos del atletismo. El periódico del campus, una revistilla mimeografiada que se llamaba Daily Mantra, les dedicó titulares emborronados. Me divirtió escuchar por casualidad que un estudiante radical, cuya ideología debería dejar al margen este tipo de exclamaciones, decía:

—Vamos a machacar a Manhattan y Villanova.

Mi equipo estaba, sencillamente, revolucionado. Hasta entonces, su mejor logro había sido correr en el campeonato de cross de la NCAA en el Van Cortlandt Park del Bronx. Los corredores de Manhattan, Penn State y Villanova les habían cubierto de barro con sus zapatillas de clavos, pero habían quedado séptimos en la clasificación por equipos. Así pues, la aparición en el equipo, como caídas del cielo, de superestrellas de la talla de Vince Matti produjo en los chicos una mezcla de sentimientos. Al principio, estaban eufóricos:

—Arrasaremos en todo el país —decían. Pero luego se cohibieron—: A nosotros nos ignorarán.

A la mañana siguiente, encontré a mis chicos de primer curso formando una pequeña piña junto a la pista. Iban vestidos con sus chándales y observaban cómo entrenaban los tres de Oregón. La nieve se fundía a toda prisa y la pista de ceniza estaba despejada y húmeda. El sol calentaba con fuerza; la temperatura era de unos catorce grados. Cuando los tres de Oregón pasaron a toda velocidad y sus zapatillas de clavos rechinaron sobre la ceniza mojada, mis chicos se quedaron ligeramente boquiabiertos y luego volvieron sus miradas hacia mí.

—Qué pasada… —murmuró uno de ellos.

—Moved el culo y empezad a trabajar —les dije— y a lo mejor llegaréis a correr igual que ellos.

—Sí, señor, señor Brown, señor —dijeron, con cierto sarcasmo, pero captaron la indirecta y se fueron a calentar.

Me quedé al sol, eché hacia atrás la capucha de mi parka, saqué el cronómetro y observé a los tres ex corredores de Oregón recorrer a toda velocidad la recta opuesta. Habían dejado sus flamantes chándales de Prescott en las gradas y corrían en pantalón corto, con las piernas al aire. Se marcaban el ritmo entre ellos, hombro con hombro, y la brisa hacía ondear sus melenas. Se notaba que disfrutaban. Tomaron la curva y se acercaron a mí. Empecé a oír el chirrido de sus zapatillas de clavos. Flotaban sobre sus largas piernas, como galgos. Ya podía oír su respiración, por encima de los crujidos de sus zapatillas. Y luego pasaron como relámpagos por delante de mí. Durante un segundo, me olvidé de cosas prácticas como la capacidad pulmonar y la acumulación de ácido láctico en los músculos, y vi a aquellos tres chicos como auténticos mitos. Me invadió un agradable desasosiego, cálido e irregular, como el sol de invierno.

Las hermosas imágenes que conservaba en mi subconsciente volvían a aparecer ante mi vista, en aquella pista de ceniza, bajo aquel sol tibio.

Los tres habían finalizado la vuelta rápida de cuatrocientos metros y avanzaban despacio, en el intervalo de recuperación, para relajar el pulso. Consulté mi reloj y, cuando apenas habían transcurrido treinta segundos, empezaron a correr otra vez. Aquello era muy típico del trabajo duro al que Lindquist sometía a sus corredores. Esa primera mañana, me conformé con observar y ver qué hacían. Incluso sus estilos eran distintos: Vince Matti pasaba volando, impulsado por una fuerza salvaje; Jacques LaFont avanzaba con una especie de tensión controlada; Billy tiraba, ligero y sin esfuerzo.

Tras una serie de vueltas, Vince y Jacques se apartaron para correr dos o tres kilómetros a ritmo suave por el campo, pero Billy continuó en solitario, dando vueltas a la pista en sesenta segundos y descansando sólo treinta entre una y otra. Me dejó impresionado. Se tragaba una vuelta tras otra. Cuatro vueltas de cuatrocientos metros a sesenta segundos cada una era una milla en cuatro minutos. Sentado junto al chándal que Billy había abandonado de cualquier manera, lo cronometré con mi Harper slit y anoté los tiempos: dio quince vueltas, siguiendo su propio ritmo con tal precisión que apenas variaba más de un cuarto de segundo o medio segundo. No reparó para nada en mí y, a juzgar por su expresión absorta, creo que ni siquiera sabía que estaba allí. Lo que más me impresionó fue la aparente ausencia de esfuerzo. Su zancada larga y grácil tenía un inquietante aspecto de movimiento a cámara lenta. Se movía como un fantasma. Y su zancada era, también, ligera y elegante: ahora que estaba solo, apenas oía el crujido de sus zapatillas de clavos sobre el suelo de ceniza cuando pasaba frente a mí. Tenía la figura natural más hermosa que yo hubiera visto jamás y no hacía ningún esfuerzo inútil. Parecía casi irreal. Era esa idea de corredor que atormenta las mentes de los atletas.

Y, por fin, terminó. Mientras yo trabajaba con los otros chicos, él corrió tres kilómetros a un ritmo de tres minutos y medio, para enfriar. Para él, ni siquiera el enfriamiento era un juego. Luego se acercó trotando a paso ligero hasta donde estaba yo. Sonreía un poco, todavía con aquella expresión absorta en el rostro, pero se lo veía bastante cansado. No dije nada: me limité a tirarle una toalla y permanecí allí, fingiendo que estudiaba los tiempos que había anotado en mi bloc de notas. De cerca, Billy no era ninguna idea: era dolorosamente real. Olía a pelo húmedo y a ropa húmeda. Su autenticidad me asestó un duro golpe e incluso me pareció más atractivo que el día anterior. Con la luz del sol, su cara, sus brazos y sus piernas se cubrían de minúsculas pecas, como un huevo de pájaro. Aquella piel tan blanca había recibido demasiado sol. Fijarme en su piel me provocó una aguda sensación de ternura: quería acariciarlo, pero sabía que no lo haría nunca. Las gafas, que le hacían parecer un profesor joven y muy sexy, constituían el principal encanto de su atractivo rostro. Mientras él se secaba con la toalla, lo observé discretamente por encima de mi bloc de notas y vi que tenía un tatuaje en el hombro derecho, lo cual me sorprendió. Parecía un signo solar: el torso desnudo de una mujer con una corona de laurel.

—¿Qué significa ese tatuaje? —le pregunté.

—Es Virgo —dijo. Sonrió, con una sonrisa sensual y luminosa, y señaló con el pulgar a los otros dos, que corrían por la pista otra vez—. Ellos también llevan tatuajes. Vince es Escorpión y Jacques es Cáncer.

—Vosotros tres sois muy buenos amigos, ¿verdad? —se me encogió el corazón. Probablemente se acostaba con uno de ellos, o con los dos.

—Sí, somos amigos —respondió—. Usted es Leo, ¿verdad? Lo busqué.

—La astrología me parece una gilipollez —dije, bajando la vista hacia mi bloc de notas. Él se encogió de hombros ligeramente, apoyó la suela de clavos de una de sus zapatillas en la grada y empezó a secarse la parte interior de los muslos. Aquel gesto de Billy hizo que se me pusiera dura y me di la vuelta para ver qué hacía el resto del equipo. Busqué inútilmente a alguien a quien gritar: uno de los chicos pasó corriendo con los brazos demasiado alzados.

—¡Baja esos brazos! —le ladré.

La visión del cuerpo de Billy me impregnó por completo. Intenté recordar si alguna mujer me había producido alguna vez aquella misma sensación, tal vez alguna que otra novia en la universidad, tal vez Mary Ellen. Los gays también experimentamos esa intensa reacción erótica al ver un cuerpo, sólo que se trata de un cuerpo masculino. No era únicamente el bulto en la entrepierna de sus pantalones lo que me hacía desearlo, sino también las cosas más insignificantes: sus rizos mojados y revueltos por el viento; aquel rastro húmedo de barba que aún no se había molestado en afeitar; sus hombros y sus muslos, que desprendían vapor bajo el sol; las manchas oscuras de sus pezones y de su ombligo bajo la camiseta húmeda; la forma en que sus pantalones cortos, de un azul desvaído, se abrían un poco a los lados, dejando las caderas al descubierto (los fabricantes lo hacen para dar más movilidad a las piernas, pero también resulta muy sexy). Sus piernas largas y musculosas, surcadas de venas, me evocaban tantas cosas como le evocarían a un heterosexual las piernas de Raquel Welch. Sus zapatillas de clavos, tan ligeras, eran para mí tan fatales como el zapato de Cenicienta.

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