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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

El corredor de fondo (6 page)

BOOK: El corredor de fondo
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Aquellos fines de semana resultaban peligrosos. Siempre me sentía como un espía que atraviesa el Telón de Acero para llevar a cabo una arriesgada misión. Un paso en falso y estaba muerto. Quienes me daban miedo no eran los gays, aunque una vez un chapero me robó la cartera; quienes me daban miedo eran los heteros homófobos cuyas presas eran los gays esos heteros fascistas que a veces se paseaban por las calles del centro y se dedicaban a pegar a los gays por pura diversión. En dos ocasiones, establecí una especie de nuevo récord mundial al huir por la puerta de atrás de un bar gay mientras la redada policial entraba por la de delante. En otra ocasión salte por la ventana del lavabo a un callejón, provoqué un verdadero estropicio de cristales rotos y me fui a la sala de urgencias de un hospital, cubierto de sangre, a que me dieran unos puntos. Siempre había policías de paisano merodeando por los parques y los lavabos públicos. Y si te pillaban en el único acto de amor que tenía sentido para ti te mandaban a la cárcel.

No transcurrió mucho tiempo antes de que empezara a sentir esa perplejidad, esa rabia asfixiante que siente todo gay. Éramos animales perseguidos. Nos apiñábamos en oscuros reductos
underground
, como los cristianos en las catacumbas, y tratábamos de proteger la débil llama de nuestra fe sexual . ¿Qué emperador publicaría el edicto que nos permitiera salir a la luz? ¿A quién habíamos perjudicado? Los asesinos y los ladrones hacían daño a otras personas, pero nosotros no perjudicábamos a nadie, excepto tal vez —en nuestra confusión y nuestros complejos de culpabilidad no superados— a nosotros mismos.

Sólo me relajaba cuando estaba en el autobús, camino de Pensilvania, y siempre llegaba a mi cómoda casa de las afueras, al lado del campus de Villanova, con una sensación de irrealidad. Me sentaba frente al televisor con una Coca-Cola y mis dos hijos (el pequeño Mark había nacido dos años después de Kevin). Los niños jugaban bulliciosamente a mi alrededor, sobre la alfombra de la salita, y a mí me acosaba el fantasma del cuerpo de un hombre desconocido. En la cocina, se oía el lavavajillas y yo aún temblaba de miedo tras haber escapado a una nueva redada policial.

— Papi, Kevin me ha quitado el avión —se quejaba el pequeño Mark y se me acercaba llorando.

—Kevin —decía yo, con mi tono de Parris Island—, devuélvele el avión ahora mismo —y ante mis ojos, como si de una alucinación se tratase, aparecía un pene erecto que derramaba su esencia lechosa sobre la mano delgada y masculina que lo sujetaba.

—¿Te has divertido con tus colegas periodistas? —me preguntaba sarcásticamente mi mujer.

—Ah, nos lo hemos pasado muy bien —respondía yo—. Cena en Mamma Leone y espectáculo cómico en el centro.

—Eres repugnante —decía ella—. Nunca sales conmigo.

—¿Y quién iba a querer salir con una amargada como tú? Si tantas ganas tienes de salir, búscate a alguien.

Paradójicamente, trataba de disimular y me preocupaba de que ella tuviera todas las comodidades del mundo. Mis dos hijos estaban creciendo y me daba cuenta de que, a medida que mi miedo a ser descubierto se hacía más fuerte, los quería cada vez más. Algún día lo descubrirían y sería un momento muy delicado.

Tras dos años en Villanova, la universidad de Iowa me ofreció el puesto de entrenador jefe de atletismo, pero lo rechacé porque entre los campos de maíz no había
underground
gay en que perderse. Un año más tarde, mi paciencia incansable se vió recompensada: Penn State me ofreció un contrato como entrenador jefe de atletismo. Era una propuesta realmente seductora para un hombre de tan sólo 31 años y 30000 dólares anuales era más dinero del que yo había visto en toda mi vida.

Con el anterior entrenador, un tipo blando e indulgente, el equipo había pasado por una grave crisis. Tanto la dirección como los ex alumnos esperaban que yo encarrilara las cosas y eso fue lo que hice, convertí aquel equipo en el Parris Island del atletismo; me convertí en el instructor militar del atletismo de fondo; me convertí en el entrenador más duro y malcarado del momento en todo el país.

Si mis chicos no me odiaban a muerte es porque los obligaba a respetarme. Yo no era uno de esos entrenadores con barriga de jugador de bolera y un puro enorme, que le dice a un chico que corra quince vueltas de 400 metros a 63 segundos por vuelta, mientras él se larga a tomarse cuatro cervezas. Yo salía a correr con mis chicos y ellos sabían que yo podía hacer casi todo lo que ellos hacían. Sabían que yo me preocupaba por el deporte y por ellos. Conseguí que estuvieran dispuestos a aceptar mi desafío. Los obligué a esforzarse y a descubrirse a sí mismos. Yo habría corrido a través del fuego por ellos, los que sobrevivieron a las primeras semanas en mi equipo acabaron corriendo a través del fuego por mí.

Por aquel entonces, la generación Acuario estaba llegando al campus y teníamos un montón de batallas con los chicos respecto al sexo, el alcohol, el pelo largo y todo lo demás. Yo soy Leo y, por tanto, no quise saber nada de todas aquellas gilipolleces de los Acuario. Gané todas y cada una de aquellas batallas. Me mantuve inflexible en cuanto a los cortes de pelo al rape y a la castidad antes de las competiciones. Si algún chico no cumplía las normas, lo expulsaba del equipo. Sabía que me estaba comportando como un hipócrita, no hace falta decirlo. Los apartaba de sus novias porque los quería para mí. Les hacía cortarse el pelo porque yo me iba a Nueva York y acariciaba con los dedos los rizos enmarañados de fantasías de veinticinco dólares.

Hacia 1968, la presión de ser entrenador jefe de un equipo de primera línea y el pánico a que me descubrieran empezaron finalmente a afectarme. Ya no tenía tanto tiempo para ir a Nueva York. Aquel año, mi equipo arrasaba en todas las competiciones universitarias y yo estaba casi para que me encerraran. Fue en 1968 —para ser exactos, en marzo de 1968— cuando la bomba atómica cayó en mi mundo. A principios de aquella primavera, Denny Falks, un mediofondista de diecinueve años que estaba en segundo curso empezó a flirtear conmigo. Ésa es la única manera que se me ocurre de describir su comportamiento. Era bastante descarado, aunque procuraba hacerlo sólo cuando estábamos solos. De todos los corredores que habían pasado por mi vida hasta entonces, sólo Denny había adivinado lo que sucedía en mi mente. No hacía más que presentarse en mi despacho para mantener charlas en privado sobre sus supuestos problemas: al parecer, Denny tenía más conflictos familiares, más achaques y más problemas psicológicos con el atletismo que cualquier otro chico del equipo. Como hasta entonces ningún corredor había intentado ligar conmigo, me acojoné y, para auto defenderme, me mostré extremadamente duro con él, lo malo es que él no se creía mi papel de marine. Una vez, durante un entrenamiento, fingió una lesión en la ingle sólo para poder mostrarme aquella parte de su cuerpo en el vestuario. Me di cuenta de que se estaba haciendo el enfermo y lo mandé a ver al médico del equipo.

Denny era atractivo. Aunque lo obligué a cortarse su larga melena rubia, habría causado furor en Sheridan Square. Yo seguí castigándolo y obligándolo a dejarse el pellejo, tratando de quebrantar su espíritu, pero después me levantaba a las cuatro y media de la madrugada para correr veinticinco kilómetros y apartar mis pensamientos de él. Durante dos meses, Denny lo intentó prácticamente todo para conseguir que yo introdujera la mano en su suspensorio. Y luego hizo lo que hacen tantos amantes despechados: se vengó. En tono alegre e informal, les dijo a dos de sus compañeros de equipo:

—Eh, ¿sabéis una cosa? Me parece que el entrenador es marica.

—No fastidies —dijeron ellos, bastante sorprendidos.

—Sí —repuso Denny jovialmente— digamos que flirtea conmigo cuando voy a su despacho para hablar.

El rumor se extendió como un reguero de pólvora y no pasó mucho tiempo antes de que llegara a oídos del decano, Marvin Federman. Federman me llamó y me contó lo del rumor. Me quedé atónito. Federman se mostró frío y brusco.

—El chico dice que usted ha demostrado interés sexual por él.

Aunque la sorpresa y el miedo me consumían, conseguí mantener un aspecto sereno.

—Eso no es cierto.

—El rumor ha llegado hasta algunos miembros del consejo de administración y algunos ex alumnos —dijo Federman—. Me están presionando mucho. No podemos tolerar esa clase de escándalos y espero que entienda mi postura.

—Pero esto es ridículo —dije.

—¿Está dispuesto a enfrentarse legalmente a las declaraciones del chico?

¿Cómo iba a enfrentarme a sus declaraciones? Me daba miedo que descubrieran la verdad sobre mí. Permanecí en silencio.

—Lo mejor que puede hacer es dimitir. Me he dado cuenta de que últimamente parece cansado y tenso. Puede decir que es por motivos de salud.

Mi carrera de entrenador en Penn State terminó tras aquel rumor y aquella breve y gélida conversación con el decano. Ese mismo día presenté mi dimisión. Cuando salía de mi despacho por última vez, vi a Denny, al hermoso Denny, que salía del edificio vestido con su chándal. Iba hacia la pista a entrenar, silbando.

El rumor, sin embargo, no desapareció y siguió envenenando mi vida. Llegó hasta mi mujer, que estaba buscando una excusa para divorciarse de mí y por fin la había encontrado. Organizó un monumental escándalo farisaico, consiguió el divorcio, la casa, los niños y un acuerdo realmente severo de 12.000 dólares anuales en concepto de pensión alimenticia y manutención de los niños. Le contó el rumor a mi madre y al resto de mi familia, que me volvió la espalda y me dejó de lado. Por lo menos, no tuve que soportar la desaprobación de mi padre, que había muerto un año antes. No hubo titulares, excepto uno que decía: «El entrenador de atletismo de Penn State dimite por motivos de salud», y una cita mía sin trascendencia en la que afirmaba que me estaba planteando volver al periodismo. El rumor se fue apagando lentamente en el mundo del atletismo y finalmente desapareció. Algunas personas no se lo creyeron:

—Al fin y al cabo, estaba casado y actuaba de forma muy masculina —dijeron. La idea, sin embargo, permaneció allí, oculta en la memoria de la gente.

Agotado y enfadado, huí a Nueva York y alquilé un pequeño apartamento en el gueto gay. Se me fueron los ahorros en pagar al abogado y en los pagos iníciales de la pensión alimenticia y me vi forzado a conseguir dinero para no tener que ir a la cárcel por no pagar la manutención.

—Si dejas de pasarme un solo cheque —había jurado mi mujer— haré que te detengan.

Bruce Cayton, un viejo colega del Post de Nueva York, se ofreció a ayudarme a encontrar trabajo de periodista en la ciudad, pero yo estaba aterrorizado: estaba seguro de que el mundo entero se había enterado del rumor y de que me rechazarían por ser homosexual. Además, lo último que quería en aquel momento era entrar otra vez a formar parte de una gran Institución, donde todo el mundo pudiera analizarme y presionarme. Lo mejor sería trabajar por cuenta propia, porque eso me permitiría desaparecer y sumergirme de vez en cuando en el mundo gay para encontrar alivio. En otras palabras, que le di las gracias a Bruce y decidí salir adelante yo solo. Lo malo es que sabía que me resultaría difícil empezar a ganarme la vida por mi cuenta de forma inmediata, puesto que no sabía hacer gran cosa. Empecé a trabajar como periodista
freelance
, pero hacerse un hueco en el mercado se había convertido en algo muy complicado. Puse un anuncio en el que me ofrecía como corrector y editor
freelance
, pero me pagaban una miseria, cuatro o cinco dólares por hora, y ese mercado también se estaba reduciendo debido a la recesión económica. Como entrenador, había aprendido a hacer masajes, así que intenté establecerme como masajista autorizado. Mi anuncio, bastante típico, salía en el Village Voice y en otros periódicos: «Masajes. Chris, masajista deportivo». No quise usar mi verdadero nombre. Nueva York, sin embargo, estaba lleno de masajistas que iban a dar masajes a mujeres insomnes de mediana edad, a cualquier hora del día o de la noche. La clientela no era muy abundante. Después intenté trabajar de modelo. Mi anuncio decía así: «Atractivo ex marine, atleta, físico de corredor de la milla, 1,85, 72 kilos, 63 cm de cintura, 107 cm de pecho». Recibí algunas llamadas, pero a duras penas conseguía reunir los dólares semanales que tenía que pasarle a mi ex mujer. Sólo tenía unas pocas semanas para decidir qué quería hacer y acabé por decidirme.

Una noche, en un bar, conocí a un gay muy agradable llamado Steve Goodnight. Era un escritor serio que pasaba apuros y conseguía sobrevivir gracias a los libros pornográficos que escribía. Steve y yo nos hicimos amigos, no amantes. A través de él, conocí a otros muchos gays que formaban parte de un estrecho círculo artístico, de una especie de alta sociedad oculta. Les revelé a todos ellos mi verdadera identidad y descubrí que mi despido de Penn State me convertía, de forma modesta, en una especie de mártir/celebridad. Y una noche sucedió que cierto acomodado y lascivo gay, que conocía a aquel círculo de gente, decidió que yo tenía que acostarme con él. Como necesitaba dinero, le dije:

—Creo que te costará 200 dólares.

Así fue como me convertí en chapero. Era un chapero muy caro y muy exclusivo, nada de sodomías de veinticinco dólares en habitaciones de hotel, nada de vender el cuerpo en la calle. No podía arriesgarme. Nadie podía llegar hasta mí sin pasar por una pantalla de llamadas telefónicas. Normalmente, cobraba entre 200 y 250 dólares, y a veces más. Cada penique gastado en mí valía la pena y muy pronto tuve más trabajo del que podía hacer, pero no me hizo falta emplearme a fondo: a 200 dólares por cliente, con un par de veces a la semana tenía suficiente para satisfacer la sentencia de divorcio y pagar mis gastos.

Dicen que la carrera de los chaperos se acaba a los treinta, cuando su juventud se empieza a marchitar. Yo empecé a los treinta y cuatro y descubrí que existía un mercado pequeño pero consistente para cuerpos como el mío. Los tíos con los que yo iba no buscaban faunos, sino belleza madura, ruda, furiosa y amarga. A veces también querían que les pegara. En el fondo, no soy un sádico, pero estaba lo suficientemente furioso como para parecerlo… Por doscientos dólares, le di a uno una buena paliza. Mis ganancias eran netas, porque no trabajaba para ningún chulo.

Había algo en la brutalidad de la prostitución que me recordaba que lo que estaba haciendo era sobrevivir, que los heteros acabarían conmigo. Cuando decía «veinte centímetros» era como plantar la bandera en Iwo Jima
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. Era, en cierta manera, mi primer gesto de orgullo gay. Uno de los motivos por los que me mantuve alejado de las calles es que, por aquel entonces, era más peligroso que nunca, y yo no quería ir a la cárcel. El 28 de junio de 1969, justo después de que yo llegara a Nueva York, la policía empezó su ahora famosa ofensiva contra los bares gays. El primero en ser bombardeado fue el Stonewall. A lo largo de los meses siguientes, asaltaron y cerraron el Zoo, el Zodiac y veinte bares más, la mayoría de ellos en Barrow Street. Fue un año decisivo en la historia gay y —en cierta manera— también fue un año decisivo para mí.

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