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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

El corredor de fondo (2 page)

BOOK: El corredor de fondo
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La línea que separa la responsabilidad de la culpabilidad es muy delicada y nuestra cultura vive en el lado de la culpabilidad. A menudo, la vida social de nuestra nación ha sido descrita por los observadores como una vasta y frágil tela de araña de culpabilidades entrecruzadas. «El diablo me impulsó a hacerlo» es la forma en que mucha gente justifica su culpabilidad. Otros la expresan así: «Mis padres tienen la culpa». O así: «¿Por qué no se esfuerza más el gobierno?».

Aun así, hay quienes consideran que es más digno elegir el propio destino que actuar programados por el diablo. Prefieren ser directamente responsables de sus vidas. Yo formo parte de estos últimos… Prefiero ser responsable, y no culpable, de lo que sucede en mi mundo. La responsabilidad comprende un poder renovador de cambio y curación, mientras que la culpabilidad es un cementerio helado: lo hecho, hecho está. Mi decisión de llevar una camisa de algodón podría hacerme sentir tremendamente culpable, por la forma en que la industria agropecuaria cultiva el algodón, que hace que los trabajadores enfermen en campos anegados de pesticidas. En los noventa no hay prácticamente ninguna prenda de vestir no contaminante, excepto —tal vez— una falda hecha de hierba. Paradójicamente, aunque lleve una camisa de algodón puedo hacerme responsable de ello. Puedo luchar por un planeta más limpio. En la balanza que sostiene la diosa Maat, mi lucha encontrará, en cierta manera, un equilibrio con Su pluma.

La decisión de un escritor de publicar un libro sobre la vida homosexual teje una vasta red viviente de responsabilidades entre todos los lectores de ese escritor. Muchos lectores me han contado que gracias a mí encontraron a sus amantes y perdieron a sus amantes, encontraron y perdieron sus trayectorias profesionales, perdieron y encontraron a sus familias. Ni yo ni ningún otro escritor homosexual de los años setenta podía saber entonces que un gran número de personas morirían de forma masiva a causa de una enfermedad que se dio a conocer como AIDS en inglés, sida en español o
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en Nigeria. Teníamos la obligación de saber, sin embargo, que nuestros lectores podían verse envueltos en experiencias igualmente intensas y extremas. Después de todo, los hombres y las mujeres homosexuales ya habían vivido otras experiencias extremas: cárcel, internamientos forzosos, tratamientos de electroshock, pérdida de la custodia de los hijos, ostracismo social, intentos de suicidio, alcoholismo, corazones rotos…

Se trata de una cuestión delicada. Atrapada entre los conceptos de diablo y destino, nuestra cultura agoniza sin remedio. ¿El productor de una película violenta «hace» que nos matemos unos a otros? ¿El escritor de ficción homosexual o de ficción heterosexual liberal «hace» que la gente se contagie del sida? Mientras los legisladores estadounidenses debaten estas cuestiones —algunos de ellos quieren prohibir las películas violentas, otros quieren meter entre rejas a los seropositivos—, los escritores seguimos escribiendo libros, como hemos hecho durante siglos. Un libro puede impulsar a alguien a caer tan bajo como puede caer un ser humano, pero ese mismo libro también puede inspirar el más noble de los destinos.

Así pues, ésa es una de las leyes de la Vida: que los libros, los cuadros, la música y las películas afectan las vidas de las personas. Sé que eso es cierto, y lo sé por las lecturas que me afectaron profundamente durante mi adolescencia, en la década de los cincuenta. ¿Fueron aquellos libros los que convirtieron a una ingenua chica de pueblo en una lesbiana? No. Lo único que hicieron fue ayudarme a darme cuenta de mi propia naturaleza…, ayudarme a encontrar mi propia estrella polar en el cielo nocturno del destino. La cuestión es que nadie más que yo pilotaba mi barco.

En resumen, las personas creativas tenemos un alcance enorme y una responsabilidad enorme por los símbolos que imprimimos, pintamos y grabamos en CD y en cintas de vídeo.

Algunos meses después de la muerte de Gene, su hermana creyó llegado el momento de esparcir sus cenizas. A última hora de la tarde, desde lo alto de un acantilado sobre el océano, contemplé el último resplandor del día y escuché las canciones que cantaban los pájaros en el chaparral recalentado por el sol. Lancé al aire el primer puñado de cenizas. El tacto era suave entre mis dedos, como arena del desierto y polvo. Unos cuantos fragmentos de hueso cayeron como lluvia por la pendiente, sobre unas matas de salvia en flor, pero el polvo permaneció en el aire. El cuerpo de un hombre de metro ochenta de estatura era en ese momento tan ligero como la pluma de Maat.

Incluso entonces, desde donde quiera que estuviera su espíritu entre las estrellas o desde cualquiera que fuese su nueva vida en la Tierra —un bebé indefenso que crecía para asumir nuevos desafíos, tal vez para terminar el libro que jamás terminó y que quizá se convertiría en mi salvavidas la próxima vez—, mi querido amigo se las ingenió para darme un último beso, pues su polvo desvió el rumbo y rozó mi mejilla.

Patricia Nell Warren

Febrero de 1995

Uno

Sé con exactitud qué día empezó todo. Era el 10 de diciembre de 1974. Aquel día conocí a Billy Sive y él me pidió que lo entrenara. Una fuerte nevada había cubierto la noche anterior el estado de Nueva York. Hacia las ocho de aquella mañana, desayuné como de costumbre en el comedor de la universidad y después, silbando alegremente, me dirigí hacia el edificio de las instalaciones deportivas. El sol ya había salido y el paisaje blanco del campus me deslumbró. Pasé junto a los estudiantes que estaban apartando la nieve con palas.

—Hola —les dije, y sonreí. No tenía ni idea de lo mucho que mi vida estaba a punto de cambiar.

—Hola, señor Brown —respondieron ellos, y me devolvieron la sonrisa.

Cuando llegué a mi despacho, me encontré al presidente y fundador del Prescott College, Joseph A. Prescott, que me esperaba junto a la puerta cerrada con llave. Vestía una chaqueta de piel de borrego y llevaba su habitual y voluminoso maletín lleno de papeles, además de dos tazas humeantes, una de café y otra de té. Cuando Joe aparece a primera hora de la mañana, como aquel día, sé que ocurre algo.

—Toma, para que entres en calor —me dijo, dándome la taza de té.

Entramos en el despacho. Joe, vestido con un traje marrón, se desprendió de su abrigo de piel de borrego y acomodó su desgarbado cuerpo en el destartalado sillón de roble que había junto a mi escritorio. Yo, envuelto en una parka, acomodé mi desgarbada constitución en la chirriante silla giratoria de mi escritorio. La mesa estaba muy ordenada, pero los objetos se acumulaban sobre ella: trabajos de estudiantes, solicitudes de inscripción para competiciones atléticas, revistas de atletismo… En la pared de cemento había un enorme tablón de anuncios con horarios y algunas fotografías enmarcadas: yo veinte años atrás, vestido con el uniforme de la Marina; yo cuando era corredor de la milla en Villanova; algunos corredores a los que había entrenado… Había también una gran estantería llena de libros sobre deporte.

—¿Qué pasa, Joe? —le pregunté, entre sorbo y sorbo.

Joe encendió un cigarrillo y se enfrentó audazmente a mi entrecejo fruncido.

—Harlan —dijo—, ¿has oído lo de esos tres chicos que expulsaron de Oregón?

Asentí. La prensa especializada en atletismo había hablado mucho del tema. Hoy en día, a los chicos se les expulsa a menudo de los equipos de atletismo de las universidades.

La revolución juvenil ha llegado también al atletismo: los entrenadores estrictos y sus corredores se enfrentan en batallas eternas sobre salidas nocturnas, cortes de pelo, sexo, drogas, etc. Yo también había librado algunas de esas batallas. La Universidad de Oregón, sin embargo, el Jerusalén del atletismo estadounidense, se había deshecho de tres de sus mejores corredores de último curso, y eso era algo muy distinto. «Motivos disciplinarios», había aducido el entrenador jefe Gus Lindquist, pero no había especificado más. Todo el mundo se había quedado perplejo ante el ardor bíblico de la ira de Lindquist.

—¿Qué sabes de esos chicos? —me preguntó Joe.

—No mucho, Joe —dije—. Ni siquiera los he visto correr.

A Joe le brillaron malévolamente los ojos.

—¿Qué te parecería si te dijera que han pedido el traslado aquí?

Dejé lentamente mi taza de té. No podía creer lo que acababa de oír y, durante unos instantes, fui incapaz de hablar. No había entrenado a superestrellas como aquellos tres chicos desde que me habían despedido, hacía seis años, de mi puesto de entrenador en Penn State. En este campus contaba con un grupo de buenos chicos que no lo hacían mal pero que, en resumen, no dejaban de ser corredores normalitos de las universidades del este. Las superestrellas no irían ni en broma a una universidad como Prescott, porque todos querían correr por Oregón, Villanova, UCLA
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.

—Bueno —dije—, no estoy muy seguro de querer para mí los quebraderos de cabeza de Lindquist.

—Los chicos aseguran que se les ha tratado injustamente. Nadie se ha molestado en escuchar su versión de la historia y quieren contártela a ti. Tanto ellos como yo estamos de acuerdo en que la decisión es sólo tuya.

—¿Quieres decir que están
aquí
?

Joe estaba representando en aquel momento el número cómico del fumador: buscó automáticamente un cenicero, no lo encontró, sacudió la ceniza en la palma de la mano y finalmente la dejó caer en la papelera vacía.

—Se presentaron anoche en plena nevada y llamaron a mi puerta —dijo—. Marian los instaló en el estudio. Han venido en autostop desde Oregón y se han comido todo lo que teníamos en casa.

Cada vez estaba más sorprendido. Parecía un acto bastante desesperado. Los imaginé a los tres, medio congelados en la autopista, perdidos en alguna parte de Dakota, con los pulgares extendidos y un cartel escrito a mano que decía «Nueva York».

—Pero… ¿por qué aquí? Quiero decir… hay equipos de primera línea con entrenadores tolerantes que no los dejarían escapar.

—En Prescott te tenemos a ti, ¿no?

—Pero yo he estado fuera de circulación durante años. Esos chicos ni siquiera deben de saber quién soy.

—Estoy seguro de que a ellos les encantará contártelo —dijo Joe, poniéndose en pie.

—De acuerdo —acepté—. Tengo clases a las nueve y a las diez, pero estoy libre desde las once hasta la hora de la comida. ¿Por qué no me los mandas a las once?

Cuando Joe se hubo marchado, permanecí allí sentado durante un minuto, antes de dirigirme a los entrenamientos de atletismo de las nueve en punto. Mi sueño más preciado, desde que abandonara Penn State, había sido tener corredores como aquéllos en mi modesto equipo y, de repente, me invadieron los recuerdos y la tristeza.

En cuanto vi a los tres de Oregón, percibí un vago malestar. Estaban sentados, o más bien despatarrados, en mi despacho. Yo había cerrado la puerta y había colgado el cartel de: «Entrenador reunido. No molestar». Me miraron en silencio y yo les devolví la mirada. Conocía bien sus caras por las fotos que había visto en
Trac & Fiel News, Runner's World
y
Sports Illustrated.
Ofrecían el mismo aspecto que tres músicos de rock, cubiertos de polvo tras un largo viaje, que se hubieran quedado sin blanca en Memphis. Tenían los ojos hundidos y llevaban barba. Con una punzada de nostalgia, recordé la década de los cincuenta, cuando todos los corredores llevaban el pelo cortado al rape e iban perfectamente afeitados. Ya nadie insistía en que se cortaran el pelo al rape, ni siquiera yo.

De los tres, la superestrella era Vince Matti, corredor de la milla. También era el más atractivo: veintidós años, de Los Ángeles, alto y delgado como debe ser un corredor de la milla. Tenía el pelo ondulado, negro como el carbón, y le llegaba hasta el cuello. En sus ojos marrones había una mirada insolente y tenía una pequeña cicatriz bajo el ojo derecho. Vestía unos Levi's desteñidos, una chaqueta de las Fuerzas Aéreas muy gastada y botas de montaña. Poseía una marca de 3'52"19, la tercera milla más rápida en la historia de Estados Unidos. También poseía un par de piernas propensas a las lesiones que, la mitad de las veces, le impedían correr a ese ritmo. En las carreras, según tenía entendido, soltaba bastante los codos y hacía gala de un temperamento fuerte.

Desvié la mirada hacia Jacques LaFont. Veintiún años, de Cantón, Illinois. No estaba a la altura de Vince, pero era fondista y mediofondista. Las revistas de atletismo lo definían como excéntrico y follonero, y también decían de él que era susceptible y nervioso. Tenía más tono muscular que Vince, como debe ser en un mediofondista. Tanto su exuberante y encrespada melena como su barba eran de color castaño rojizo, y llevaba una cinta a cuadros en la cabeza y una chaqueta de motorista. Su mirada azul brillante se debatía entre la alegría y la preocupación.

Mis ojos se detuvieron por fin en Billy Sive. Veintidós años, de San Francisco. Había sido uno de aquellos increíbles corredores de fondo de los institutos californianos. Cuando llegó a Oregón, corría los 10.000 metros en 28'49", pero parecía haber dejado de mejorar y yo me preguntaba por qué no habría cumplido lo que se esperaba de él: tal vez se hubiera quemado. Billy estaba cómodamente sentado en el sillón de roble que Joe había ocupado antes. Me devolvía tranquilamente la mirada a través de sus gafas de montura dorada. Tras aquellas gafas se encontraban los ojos más hermosos que yo haya visto jamás en un hombre. Eran de un gris—azulado muy claro. Su hermosura, sin embargo, procedía de su expresión orgullosa, aterradoramente sincera.

La forma en que Vince Matti mascaba su chicle ya me resultaba irritante. Le señalé la papelera.

—El chicle, ahí —le dije.

Vince vaciló. Después, posiblemente porque pensó que lo más importante en aquel momento era entrar en mi equipo, obedeció. Mi mirada regresó a Billy Sive. Seguía allí sentado, observándome sin verme. Llevaba una desteñida y andrajosa chaqueta acolchada de color azul, estilo Mao. Sus pantalones marrones de cuero debían de haberle costado muy caros: ahora estaban muy usados, pero aún hacían resaltar sus largas piernas de caballo de carreras. Mis ojos de entrenador calcularon que medía metro ochenta y pesaba unos sesenta y dos kilos. En los pies, llevaba unas zapatillas Tiger de atletismo, muy gastadas. Lo imaginé junto a la autopista cubierta de hielo con aquel calzado de suela tan fina.

—Bueno —les dije—, Lindquist os dio una patada en el culo por «motivos disciplinarios». ¿Qué se supone que debo hacer con vosotros? Si sabéis algo de mí, sabréis que soy tan autoritario como Lindquist.

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