El corredor de fondo (10 page)

Read El corredor de fondo Online

Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
11.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los tres asintieron. Les pasé tres ejemplares del manual de la AAU.

—Si ya lo habéis leído, volved a leerlo. Os lo aprendéis de memoria. Algunas reglas están bien, otras son estúpidas pero, si pueden, nos machacarán con esto.

Hojearon los manuales, muy serios. Yo hablaba sin rodeos, señalando con el dedo hacia ninguna parte en concreto. Nos comportaremos en todo momento con corrección.

—No les vamos a dar ningún motivo añadido para que nos critiquen, como tú, Vince, aquella vez que te descalificaron por calentar durante el himno nacional. Estoy de acuerdo en que es una estupidez hacer que un deportista se esté quieto y se enfríe durante el himno, pero lo cierto es que pueden usar ese tipo de cosas para haceros daño. No los provoquemos innecesariamente.

—Sí, de acuerdo —dijo Vince en voz baja.

—No quiero dopajes. No quiero que aceptéis dinero bajo mano. Si vais mal de dinero, venid a verme y ya encontraremos una solución. Os quiero limpios en temas de dinero, para que no puedan usar eso en vuestra contra —hice una pausa—. ¿Alguno de vosotros ha aceptado dinero?

—A mí me ofrecieron dinero, pero no lo acepté —dijo Jacques—. No lo necesitaba, ¿por qué iba a aceptarlo?

—A mí nunca me han ofrecido —respondió Billy—. De todas maneras, yo nunca…

—¿Y tú, Vince?

Se encogió de hombros.

—Yo sí lo he aceptado. Siempre.

Suspiré.

—Eso no está bien.

—Todo el mundo lo aceptaba.

—Lo sé —dije—, pero la cuestión es que hacen la vista gorda cuando son sus preferidos los que aceptan dinero. Sin embargo, si estás en la lista negra, cualquier día descubrirán que lo has aceptado y, entonces, adiós.

—En ese caso, supongo que seré yo quien reciba el beso de la muerte —repuso Vince, con aire taciturno.

—Bueno, seamos optimistas —dije—. En cualquier caso, a partir de ahora hemos de pensar en todos los imprevistos. Hemos de prever cualquier estrategia que ellos puedan utilizar y, si es posible, bloquearla. Por lo menos uno de vosotros irá a Montreal, probablemente, y no me gustaría que os echaran del equipo olímpico sólo porque nos equivocamos en nuestras tácticas. Hay personas en el mundo del atletismo, y en general en el país, que no se sentirán precisamente satisfechas de que alguno de vosotros represente a Estados Unidos. Se lo tomarán como un insulto hacia la virilidad nacional. Tengo la sensación de que esas personas no se detendrán ante nada a la hora de evitar que piséis la pista de Montreal.

Sus miradas se clavaron en la mía. Su preocupación era evidente.

—No sabemos mucho sobre las intrigas políticas del atletismo —intervino Billy—. Seguro que lo estropearemos todo.

—Vosotros dejadme las intrigas políticas a mí —dije. Sonreí débilmente—. Para eso estoy. De lo único que tenéis que preocuparos es de correr. Y cuando yo descubra esas intrigas políticas, haréis lo que yo sugiera. Eso es todo.

—Quizá tengamos que ir a juicio antes de que todo acabe —dijo.

—Quizá —repliqué—. Y quizá tu padre tenga que ayudarnos.

—Mierda —exclamó Vince—, me encantaría llevar a la AAU a juicio.

—No va a ser divertido —dije—. Antes de que todo esto acabe, puede que haya momentos en los que deseemos no haber nacido.

—Pero vale la pena —dijo Billy suavemente.

—Sí —admití—, vale la pena.

Cuando ya se disponían a salir, señalé la desordenada cocina y dije:

—Que se quede uno de vosotros para recoger la cocina —deseé que fuera Billy quien se ofreciera voluntario y, para mi satisfacción, se ofreció. Un minuto más tarde, estábamos solos, atareados limpiando las montañas de pieles de zanahoria y cascaras de fruto secos, y lavando las tazas de té. Me sentía benévolo y capaz de controlar mis sentimientos. Y tenía ganas de saber más cosas de él, así que dije:

—Háblame de tu padre.

—Vendrá a verme en Navidad —explicó Billy—. Ya lo conocerá. Es un gran tipo.

Yo lavaba las tazas de té en el antiguo fregadero de esmalte Billy las secaba con uno de mis raídos paños de cocina.

—Así que tu padre es gay.

—Mi madre lo dejó cuando yo tenía nueve meses. Me abandonó. Después de aquello, él se casó con otro gay y me criaron entre los dos.

—¿Cómo se las arregló tu padre para seguir con su carrera y vivir abiertamente con un gay? —pregunté.

—Bueno —dijo Billy—, a mi padre le van los travestís. Ninguno de los colegas de mi padre llegó a sospechar jamás que Frances era un hombre. Se parecía a Marilyn Monroe pero en delgado. Tenía el pelo de color rubio platino, precioso. Mi padre invitaba a sus amigos a casa y Frances iba por ahí diciendo: «¿Te apetece otro cóctel, cariño?». Su puesta en escena era increíble.

—¿Era un hermafrodita?

Billy sacudió la cabeza.

—No, tenía órganos masculinos. Lo sé porque una vez nos encontramos en el baño. Era tan pudoroso que se puso a gritar. A partir de entonces, di por sentado que todas las madres tenían polla —se echó a reír débilmente, muy atareado con las tazas de té—. Se puede imaginar lo horrorizado que me quedé cuando descubrí la verdad. Un día, cuando estaba en séptimo curso, algunos de los chicos hicieron circular por ahí fotos guarras y, por primera vez en mi vida, vi un coño era rojo y estaba todo húmedo, como una herida —con mucho cuidado, devolvió las tazas a su sitio, en el armario—. Para mí, el verdadero trauma fue descubrir el mundo heterosexual. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Así que eres la segunda generación de la nación de los gays —dije, con suavidad.

—Frances y mi padre se separaron cuando yo tenía doce años —añadió Billy con tristeza—. Desde entonces, ha tenido montones de amantes, pero nada muy estable.

—O sea, que creciste sabiéndolo todo.

—Y una mierda —dijo Billy—. Ya estaba en el instituto cuando realmente me entró en la cabeza que yo vivía en un mundo distinto al de los otros chicos. Quiero decir… yo crecí en el gueto gay de San Francisco. Era lo único que conocía.

Como veterano del secretismo y la angustia que era yo, me fascinaba la franqueza de aquel chico, lo directo que era. Muy pronto aprendería que Billy no ofrecía voluntariamente información personal si no le preguntaban, pero si alguien le preguntaba algo directamente era capaz de ofrecer la respuesta más cruda, sin dramatismos ni vacilaciones, por muy personal que fuese. Cuando terminamos de limpiar la cocina, le indiqué por señas que se acercara a la chimenea y añadí otro tronco al fuego. Se dejó caer sobre la alfombra e, inmediatamente, el setter se acercó y se acurrucó alegremente junto a él. Yo me senté en la butaca.

—¿Tu padre te enseñó el mundo gay? —le pregunté.

—No enseguida —dijo Billy—. Cuando yo era pequeño, él era muy prudente con lo que me dejaba ver. Me permitía descubrir las cosas poco a poco, cuando él me sentía preparado. Ya me entiende, igual que los padres heterosexuales.

—Los heteros dirían que te lavaron el cerebro —dije.

—Puede, pero ellos también les lavan el cerebro a sus hijos. De todas formas, yo podría haber sido hetero. Mi padre no me obligó a nada. Quiero decir que fui yo quien escogió libremente.

Sentí curiosidad por saber hasta dónde podía llegar con mi interrogatorio.

—Quizá los heteros se hacían preguntas sobre la relación que teníais tú y tu padre.

Billy sacudió la cabeza y sonrió.

—Ni hablar. A él siempre le preocupó mucho todo eso, quería que nuestra relación fuera lo más sana posible. Jamás flirteaba con hombres delante de mí. Él y Frances eran muy pudorosos. Mi padre sabía que era así como tenía que ser, si quería que yo creciera equilibrado.

Sacudí la cabeza lentamente, incrédulo. John Sive debía de ser una especie de Dr. Spock gay. —¿Cuándo tuviste tu primera relación?

—A los quince años —Billy contemplaba el fuego y acariciaba lentamente al perro—. Fue una historia bastante triste. Quiero decir… a mí me hizo muy feliz, pero a él no. Ricky estaba hecho un lío, era incapaz de aceptarse a sí mismo y acabamos por romper. Más tarde me enteré de lo que le había pasado. Cuando estaba en la universidad, lo detuvieron por posesión de drogas y lo condenaron a veinte años. En la cárcel lo violaron varios tíos y se suicidó.

Durante un segundo, se me apareció la imagen de Billy violado por cinco o seis viriles presidiarios.

—¿Alguna vez te ha sucedido algo así?

Sacudió la cabeza.

—Los heteros me han dado alguna que otra paliza, pero eso es todo.

—Supongo —dije— que no tienes líos de drogas.

—No —respondió—, nunca he tomado drogas. Mi padre es muy estricto con eso. Ni siquiera uso poppers. Siempre pienso que las drogas me dejarán sin fuerzas en plena carrera o algo así.

—¿Hubo alguien después de Ricky?

—Tres historias más, todas muy desgraciadas. Parece que no he tenido demasiada suerte. Mi padre siempre me decía: «Yo te crié para que fueras un chico muy equilibrado. ¿Qué es lo que pasa?».

Seguía mirando el fuego, pero su mano había dejado de acariciar al perro. Parecía triste y, en cierta forma, más viejo. En aquel momento, vi el primer destello del terrible vacío con el que vivía Billy. Sólo tenía veintidós años, pero ya había perdido a dos madres y a cuatro amantes formales.

—Y en la universidad, no ibas proclamando que eras gay —dije.

—No, no lo proclamaba. Era bastante discreto. No es que me sintiera culpable ni nada de eso, pero… cuanto más aprendía sobre las actitudes de los heteros, más me cohibían. A lo mejor es que no soy una persona demasiado valiente. Cuando me sentía mal, siempre podía ir a charlar con mi padre. Cuando llegué a mi primer año en Oregón, la verdad es que ya no me preocupaba. Por eso, cuando Lindquist me desenmascaró, pensé: a la mierda, ahora voy a salir del armario.

Se me hizo un nudo en la garganta al escuchar su confesión, informal y discreta. Permanecimos allí sentados durante unos segundos, en silencio, escuchando el suave crujido del tronco en la chimenea. Se estaba haciendo tarde, pero yo quería alargar aquel momento.

—¿Te has acostado alguna vez con una chica? —le pregunté, en un tono medio burlón.

Sacudió la cabeza y se echó a reír.

—¿Odias a las chicas?

Volvió a reírse.

—No, ¿por qué? Sencillamente, no me interesan. Quiero decir, no es que me sean totalmente indiferentes. Puedo sentir cierto cariño hacia una chica, podemos ser amigos. En Oregón tenía una amiga, Janet Huss. Mucha gente pensaba que íbamos en serio. De vez en cuando, pensaba en contarle que yo era gay, pero no se lo conté. Lo descubrió cuando Lindquist me echó del equipo —hizo una pausa y siguió contemplando el fuego—. Se puso rabiosa y yo le dije: «Es tu propia rabia lo que te hace estar rabiosa», pero no me creyó.

—Bueno, ahora ya lo sabes —le dije—. Los hombres dan, las mujeres toman —me miró, interrogante, pero no dijo nada Más. Me di cuenta de que quería hacerme preguntas sobre mi vida. Puesto que mi política siempre había sido no discutir mi vida privada con mis atletas, no estaba dispuesto a contestar a sus preguntas—. Bueno, son las nueve y media, ya es hora de que vuelvas a la residencia. ¿Con quién compartes habitación?

Me puse en pie y él también.

—Pedí una habitación para mí solo. Vince y Jacques duermen en la misma.

—¿Qué relación tenéis vosotros tres? Lo digo para no meter la pata.

Billy recogió su andrajosa chaqueta Mao del asiento de la ventana.

—Vince y Jacques son amantes. Yo estoy solo.

—Dime una cosa más —dije—. Me cuesta creer que fuerais tres en aquel equipo. Uno puede, pero tres…

Billy se echó a reír, mientras se ponía la chaqueta.

—¿Por qué no? Es un equipo grande, de sesenta tíos. Y una universidad grande.

—¿Cómo es que los tres fuisteis a parar allí?

—Oh, bueno, digamos que nos fuimos encontrando. Conocí a Vince en el último año del instituto, cuando corrimos en una competición por invitación de Golden West. Aquello sí que fue una carrera, tío. Lo tuve pegado todo el rato y luego trató de atacar. Afortunadamente para mí, no era su distancia. Lo gané en la meta por apenas unos centímetros. Después de la carrera nos pusimos a hablar y enseguida nos hicimos amigos.

—¿Amantes?

—No —dijo Billy, apoyado en la puerta. Me contestó igual que me contestaría si le hubiera preguntado la hora—. ¿Por qué siempre tenemos que ser amantes? No, sólo éramos buenos amigos. Nos pasamos el verano corriendo juntos. Fuimos a todos los abiertos que pudimos y nos lo pasamos en grande. Luego decidimos que queríamos estar en el mismo equipo universitario y como Oregón nos quería fichar a los dos… Así es como sucedió.

—Y en Oregón conocisteis a Jacques.

—Eso es. Por entonces, Jacques aún era hetero, pero ya empezaba a sospechar lo que le ocurría. Cuando vio a Vince…, aquello sí que fue amor a primera vista. Pobre Jacques, lo pasó mal de verdad. Lo ayudamos mucho entre los dos. Jacques adora a Vince, pero está muy angustiado. Jamás olvidaré sus lágrimas cuando Lindquist lo echó. Vince y yo estábamos dispuestos a matar a Lindquist sólo por lo que le había hecho a Jacques.

—Me he dado cuenta de que tiene una actitud muy protectora con Jacques.

—Sí, mucha gente que no conoce a Vince cree que es un ave del paraíso, que es muy voluble. Pero es más bien una madraza.

Billy seguía apoyado en la puerta. Me pareció tan atractivo y tan sensato que el pánico apareció de nuevo.

—Bueno —dije, tratando de parecer cordial—, si alguno de vosotros tres está preocupado alguna vez, no dudéis en pedir hora para verme en mi despacho.

Billy abrió la puerta y el aire fresco de la noche se coló en la habitación.

—Lo haremos, señor Brown. Ha sido usted muy amable. Muchas gracias.

Cerró la puerta y se alejó bajo la nieve. Me quedé solo.

Cuatro

La llegada de los tres chicos a mi equipo también causó bastante revuelo en el mundo del atletismo. Cuando los corredores de ese calibre cambian de equipo, siempre se produce revuelo, Normalmente, sin embargo, este tipo de corredores van a un equipo o universidad de igual o mejor categoría.

—¿Prescott? —quería saber la gente—. ¿Y eso dónde está?

Pronto aparecieron unos cuantos reporteros que se dedicaron husmear por el campus. Los tres chicos argumentaron, muy diplomáticamente, que habían venido a Prescott porque les gustaban mis métodos de entrenamiento y porque estaban cansados de lo impersonales que eran las grandes universidades. A medida que avanzaba el mes de diciembre, pude evaluar mejor a los tres nuevos miembros de mi equipo. El mayor problema de Jacques, según advertí, era su nerviosismo.

Other books

The Ruin Of A Rogue by Miranda Neville
Frostbitten by Kelley Armstrong
Cold Hearts by Sharon Sala
The Best Kind of Trouble by Jones, Courtney B.
Rescue Party by Cheryl Dragon
Out of Step by Maggie Makepeace
Love Left Behind by S. H. Kolee
El valle de los caballos by Jean M. Auel