El corredor de fondo (11 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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Acabaría convirtiéndose en uno de esos corredores con una estantería llena de trofeos y una úlcera. Sus nervios no sólo se debían al hecho de ser gay, sino también a la competición. Antes de las carreras sufría verdaderos calvarios, temblores y vómitos. Se adaptó rápidamente a sus estudios y pasaba largas horas en el laboratorio de biología, puesto que era un apasionado de la ornitología. También tocaba la flauta dulce y muy pronto se unió al reducido grupo profesional de música del campus. Hizo unos cuantos amigos y era simpático a más no poder con todo el mundo, pero pasaba la mayor parte del tiempo con el equipo y conmigo.

El mayor problema de Vince, que llegó lesionado a causa de los durísimos métodos de entrenamiento de Lindquist, era la fragilidad de sus piernas. Me desesperaba al tratar de combatir la inflamación de sus tendones, porque sabía que podría haberse evitado con un poco de sentido común. Por muy negrero que yo sea, también sé que hay algo llamado tensión límite, más allá de la cual el organismo de un deportista determinado se viene abajo. Conseguí un fármaco experimental, el sulfóxido de dimetilo, que resultaba muy eficaz a la hora de reducir el dolor y la inflamación de los tendones, y empecé a administrárselo.

A pesar de todo lo que había oído sobre el temperamento de Vince en la pista, conmigo se mostró muy dócil. Me limité a decirle lo que yo creía que debía hacer: él lo hacía y yo lo controlaba día sí, día no. Era buen estudiante, como Jacques, y se aplicó. También era alegremente promiscuo: aunque no se acostaba con cualquiera, porque estaba demasiado ocupado, se follaba todo lo que le interesaba, chicas incluidas. Jacques lo soportaba estoicamente. Vince no llevaba ni una semana en Prescott cuando intentó follar conmigo.

—¿Qué tal si lo hacemos, señor Brown?

Si él hubiera sido Denny Falks y aquello hubiera sucedido seis años atrás, yo habría saltado por la ventana. En esta ocasión, sin embargo, me lo tomé con mucha tranquilidad.

—Escúchame bien, pequeño ninfómano —le dije—. Eres un chico muy atractivo, pero yo tengo una norma: no me acuesto con mis corredores. Y nunca la rompo, porque es la única manera de conservar mi empleo y ganarme la vida. ¿Entendido?

—Mierda —exclamó, decepcionado—. Tenía muchas ganas de saber cómo es usted. Hemos oído tantas historias…

—¿Historias? —dije.

—John Sive nos contó que usted era el mayor semental de Nueva York.

—Informa a los demás sobre mi norma, para que no se hagan ilusiones —dije resueltamente.

Billy Sive tenía tres problemas y muy pronto consiguió que me subiera por las paredes. Su primero y principal problema era que siempre se excedía. Era el corredor más motivado y con más capacidad de trabajo que yo había conocido en mi vida, pero carecía por completo de sentido común. Tuve la certeza de que, si no lo ataba corto, entrenaría y correría hasta morir de agotamiento. En segundo lugar, era un lanzador. Existen dos clases de corredores: los lanzadores y los llegadores. Tanto Vince como Jacques eran llegadores. Al llegador le gusta entretenerse en la cola del pelotón, deja que los otros carguen con el peso de marcar el ritmo y se reserva para hacer un sprint final en la última vuelta. El lanzador, en cambio, va siempre a la cabeza, intenta permanecer allí y sacar ventaja al resto de los participantes. Si sale demasiado lento o comete un error táctico, estará perdido cuando el llegador lance su ataque final. Más de un lanzador le ha regalado un récord mundial a un llegador. Con el tiempo, las revistas de deportes empezaron a comparar Billy con Ron Clarke, el gran lanzador australiano. Como ex periodista especializado en atletismo, a mí siempre me irritaban aquellas comparaciones simplistas. Si yo tuviera que comparar a Billy con alguien, sería Emiel Puttemans. Había dos cosas que diferenciaban a Ron Clarke y a Billy. En primer lugar, Ron Clarke un lanzador por principios: le parecía inmoral quedarse en la cola haciendo el bobo. Billy era un lanzador porque sencillamente, le aterrorizaba correr entre el pelotón.

—Me ahogo ahí atrás —me dijo—, con tantos codos y pies. Necesito tener un espacio abierto frente a mí, necesito correr en libertad.

Para él, las carreras se convertían normalmente en una lucha animal para conservar esa libertad. Sin embargo, aún no poseía la fuerza, ni la velocidad, ni los conocimientos tácticos, ni la llegada potente para machacar a los mejores llegadores. Mi tarea consistiría en ofrecerle lo que le faltaba, si podía. En segundo lugar, Clarke era un tipo inquieto y poco competitivo que se ponía muy nervioso antes de las carreras importantes. Billy jamás tuvo ese problema. Cuando había una carrera importante era cuando se mostraba más frío y salvajemente competitivo. Sería capaz de matar, como decía yo, por mantenerse en primera posición. De una forma que a mí me parecía conmovedora, demostraba sobre la pista su desesperada necesidad de ser él mismo y de probar que era valioso como hombre y como ser humano.

El tercer problema de Billy es que era muy testarudo. Durante los primeros meses, librábamos una batalla tras otra. El sabía que necesitaba mis instrucciones, pero —por motivos a los que me referiré en breve— también sentía la necesidad de menospreciarme. La primera batalla que tuvimos fue sobre el kilometraje. Resultó bastante irónico: Billy tenía la esperanza de que yo le dijera que lo estaba haciendo mal y, cuando se lo dije, se negó a escuchar. En Oregón vivía dominado por la euforia de probarse a sí mismo y había llegado a correr hasta trescientos veinte kilómetros por semana. Lindquist, un entusiasta del volumen de entrenamiento, lo había animado. Me pregunté si la falta de mejora en Billy se debía sencillamente a la sobrecarga. Lo delataba su historial de calambres y fracturas de fatiga. Tenía una deficiencia de calcio, pero la deficiencia de magnesio también puede ser la causa de los calambres: el magnesio regula los impulsos motores a los músculos y el elevado kilometraje consume este electrolito en el organismo del corredor. Aparte de eso, creo que Billy era sencillamente incapaz de soportar un kilometraje tan elevado. La acumulación de ácido láctico en sus músculos complicaría aún más la deficiencia de magnesio. En todo caso, descubrí que administrarle Magnesium Plus no solucionaba el problema de los calambres. En cuanto a las fracturas, lo que ocurría es que sus huesos cedían a causa de la sobrecarga. Así pues, intenté que redujera el kilometraje y que se concentrara en la fuerza y la velocidad. Hay corredores, como Puttemans, a quienes les va perfectamente con menos de ciento sesenta kilómetros por semana, pero Billy no quería escuchar.

—Estoy seguro de que no trabajo lo suficiente —se preocupaba y protestaba. Para su sorpresa, en enero se empezó a derrumbar, cogió la gripe y sufrió otra fractura de fatiga en la espinilla derecha. Tuvo que llevar la pierna escayolada durante un mes y la inactividad estuvo a punto de hacerlo enloquecer. Yo estaba furioso y la emprendí con él.

—¿Quieres ir a Montreal? —le pregunté.— Suerte tendrás si para entonces sigues vivo.

La experiencia le afectó, pero sus motivos para enfrentarse a mí seguían ahí, profundamente arraigados. Se escabullía para entrenar clandestinamente, como un niño de diez años se escabulliría para fumarse un cigarrillo a escondidas tras el granero. Otra de las batallas fue sobre su dieta. La perdí. Soy un firme defensor de la carne roja, magra, así que cuando descubrí que Billy era vegetariano me preocupé. Dijo que era budista y que no podía comer ningún animal que hubiera sido sacrificado. Ese tema me puso bastante frenético. Ya había visto a varios de mis corredores sufrir malnutrición a causa de la moda de las dietas macrobióticas, pero Billy me explicó pacientemente que no, que la macrobiótica no le interesaba. Estaba matando dos pájaros de un tiro al adoptar una extravagante dieta vegetariana que, en los últimos años, han utilizado con éxito algunos corredores europeos de fondo. Vivía de leche agria, yogures, fruta, verduras crudas, cereales integrales, frutos secos y patatas. Él mismo se preparaba las comidas en la cocina de la residencia y, por lo menos en lo que se refiere a las patatas, no era mal cocinero.

Mi preocupación disminuyó cuando hice que el departamento de ciencias analizara lo que Billy comía. Me informaron con mucha seriedad de que contenía las cantidades de proteínas, carbohidratos, potasio, etc. que yo consideraba necesarias para el volumen de trabajo que realizaba. Como no podía hacerle cambiar de opinión en cuestiones religiosas, lo dejé en paz. No sabría decir exactamente en qué medida contribuyó la dieta a su éxito posterior, pero mantenía a un 5% la materia grasa de su cuerpo, lo cual aumentaba su velocidad. En atletismo, hay algo llamado relación potencia—peso y muchos corredores creen que, cuanta menos grasa acumulen, mejor corren, puesto que los huesos y la grasa son peso muerto. Gracias a sus huesos ligeros y a la ausencia de grasa, Billy casi tenía el físico ideal para un corredor de fondo. Afortunadamente, su religión le prohibía el alcohol. Por lo menos, no tuve que preocuparme de eso.

Curiosamente, fuera de la pista Billy carecía de rumbo, aunque se suponía que estudiaba ciencias políticas. Los tres chicos habían perdido los créditos del primer semestre de su último año en Oregón, pero se habían comprometido a realizar en Prescott una cartera de trabajos con un proyecto único. Si lo completaban de manera satisfactoria para el profesorado, se graduarían en el tiempo previsto. Billy eligió un tema grandilocuente: una valoración de los efectos de la legislación sobre derechos civiles en la sociedad americana. Trabajaba en su proyecto a trancas y barrancas, excepto cuando estuvo con la pierna escayolada, época en la que estudió frenéticamente. Cuando me llegaron sus informes académicos, vi que todos sus profesores, desde el instituto, habían insistido en que era «un estudiante brillante, pero poco aplicado».

Como ya he dicho, estaba interesado por el budismo y también por el yoga. En ese sentido, no era distinto a otros muchos alumnos, pero Billy tenía su propia forma de aproximarse a la religión. No era ningún místico, ni en el atletismo ni en la vida. Al contrario, era un individuo de lo más práctico: sencillamente, intentaba vivir según los ideales budistas básicos de paz, control y compasión hacia otros seres, pero no estaba interesado en los niveles más elevados de la sabiduría espiritual. Yo no sabía casi nada acerca del budismo, así que tampoco tenía forma de saber si era un auténtico budista o no. Pero hay algo de lo que sí estaba seguro: gracias a la meditación trascendental, consiguió dosis más altas de concentración, relajación y control, que luego aplicaba deliberadamente al atletismo. Era capaz de estudiar (cuando decidía estudiar) en la misma habitación en la que otros seis estudiantes discutían a voz en grito sobre ideas políticas radicales. Cuando la gente le fastidiaba, se limitaba a desconectar. Antes de un entrenamiento o de una carrera, se refugiaba en la introspección, en el estado alfa de la meditación trascendental, y no lo abandonaba hasta que ya estaba en la ducha. Mientras corría, se hallaba claramente en un trance de meditación trascendental: «solo pensaba en los movimientos de su cuerpo, en el ritmo, en la respiración, en la zancada… Se lanzaba más allá de las barreras del dolor y el esfuerzo con una expresión serena en su rostro empapado de sudor. Su expresión absorta durante las carreras provocaba comentarios sobre si iba dopado o no.

Una vez, por pura curiosidad, lo llevé al Centro Bingham de investigación deportiva, en Nueva York, donde habían realizado investigaciones con otros deportistas que también usaban la meditación trascendental. Colocaron a Billy en la cinta de andar, lo hicieron correr hasta el agotamiento y descubrieron que, mientras se hallaba en ese estado alfa, mostraba más tolerancia a la acumulación de ácido láctico que cualquier otro deportista al que hubieran examinado, además de un aumento del flujo de a los músculos.

Se ha dicho de Billy que era el clásico animal. «Animal» es el término, en cierta manera peyorativo que se utiliza para referirse a un deportista que no siente dolor. Es cierto. No creo que sintiera mucho dolor y, si lo sentía, lo aceptaba como algo tan normal como comer y respirar. Vince Matti, en cambio, era un entendido en ese aspecto y se enorgullecía de ello. Jacques tenía problemas para soportar el dolor: formaba parte de su nerviosismo. Los periodistas de deportes empezaron a llamarle Billy «el Animal» Sive y yo decidí no protestar, si el hecho de ser un animal había de servirle a Billy para llegar a Montreal. A veces, al mirarlo, me daban escalofríos. Pensaba: si alguna vez consigo que entrene correctamente y que no se lesione, tendré a un corredor increíble.

Solía bromear con él. Le decía:

—¿Cuando sales a la pista, estás en nirvana?

—Oh, no, señor Brown —decía él. Mi broma no le hacía gracia. Entre otras cosas, tenía muy poco sentido del humor—. Soy un budista muy práctico. Lo único que necesito para correr bien es un buen dharma.

Yo sabía que el dharma era la forma de vida adecuada del budista, según la cual se alcanzaba un estado de equilibrio interior. Si uno se sentía en paz y tenía control sobre sí mismo, su dharma era bueno; si a uno lo atormentaban las preocupaciones y los deseos, su dharma era malo. Se trataba de liberar a la mente de todo deseo y quedarse sólo con la paz y la compasión. Obviamente, mi dharma era más bien poca cosa, puesto que mi deseo por Billy crecía cada día.

Billy se hizo enormemente popular entre los estudiantes y el profesorado. Su alegría y su candor desarmaban a todo el mundo y apenas podía ir a ninguna parte sin que varios chicos y chicas se apresuraran a seguirle: era una especie de flautista de Hamelín gay. Muy pronto, la mitad de las chicas del campus se enamoraron perdidamente de él. Muchas de ellas iban siempre a la pista para verlo entrenar. Él se mostraba amable, las acompañaba a ver películas en el campus y hasta bailaba con ellas, pero las desconcertaba cuando se negaba a salir y/o acostarse con ellas.

—Billy, tú tienes una amante secreta —le decían.

Él se limitaba a encogerse de hombros y sonreír.

A Vince y a Billy les encantaba bailar, pero a Jacques no. Por las noches, en el centro para estudiantes y profesores, había una cantina-discoteca permanente en la que los tres chicos solían pasar algún que otro rato. Cuando yo era joven, creía que la música rock era pecaminosa y antiamericana, a pesar de que Elvis Presley ya estaba en escena cuando yo estudiaba en Villanova. En los últimos años, sin embargo, había empezado a tolerar el rock porque lo asociaba con Nueva York, con los bares gays, con Prescott, con la paz de espíritu y, ahora, con Billy. Así que algunas veces, por la noche, me dejaba caer por los alrededores de la cantina, con la esperanza de verlo en acción.

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