El corredor de fondo (15 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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El 15 de abril, a primera hora de la noche, yo estaba trabajando en mi despacho en el silencioso edificio donde se hallaban las instalaciones deportivas cuando de repente oí que Billy me llamaba desde el vestuario, al fondo del pasillo.

—¡Harlan! —en su voz había una nota de urgencia. Crucé el pasillo corriendo y entré en el vestuario. Billy estaba extrañamente inclinado junto a uno de los bancos. No llevaba nada encima, excepto el suspensorio; su ropa de correr, húmeda, estaba sobre el banco.

Estaba pálido, apretaba los dientes y se frotaba desesperadamente el muslo. Le había dado un calambre brutal en la pierna y me di cuenta enseguida de que había estado entrenando clandestinamente otra vez. Los temblores musculares y los calambres que sufría Billy eran siempre el resultado de la pérdida de magnesio y del entrenamiento excesivo.

—Harlan —jadeó—, ayúdame.

Mi política siempre había sido mantenerme alejado de los vestuarios y dejar que mi ayudante se encargara de los masajes, pero allí no había nadie más y un calambre como el que tenía Billy puede hacer mucho daño si no se trata bien. Así pues, me arrodillé frente a él en el suelo de cemento y le hice un masaje en la pierna. Él se inclinó sobre mí y me agarró la camisa con las manos. Poco a poco, el calambre disminuyó. Lo obligué a tenderse sobre el banco y seguí masajeándole la pierna, desde el tobillo hasta la cadera.

Estábamos solos. El edificio estaba en silencio. Era la primera vez que lo veía prácticamente desnudo y me sorprendí a mí mismo deseando que ojalá se hubiera quitado el suspensorio antes de que le diera el calambre. Billy yacía sobre el banco, como si estuviera ofreciéndome su cuerpo. Yo le sostenía la pierna derecha y la otra colgaba a un lado del banco: tenía el pie, descalzo, apoyado en el suelo de cemento y la entrepierna a la vista. Me fijé en sus ingles y en sus minúsculas nalgas, entre las cuales asomaban pequeños rizos de pelo oscuro y húmedo. Bajo el suspensorio, que sujetaba con fuerza sus genitales, asomaban más rizos oscuros. La banda elástica del suspensorio, ancha y desgastada, ofrecía un extraño contraste con la palidez de la piel de su vientre. A diferencia de Denny Falks, Billy no pretendía exhibirse, lo cual hacía que la visión de su cuerpo me resultara mucho más sugerente. Respiraba pausadamente y tenía un brazo apoyado sobre la frente, como si tratara de concentrarse y usar el yoga para relajar el músculo. Puesto que no me veía, me atreví a recorrer su cuerpo con la mirada. No era un cuerpo hermoso, excepto para un corredor de fondo. Sus músculos eran bonitos, pero de aspecto famélico. Las piernas eran demasiado largas y delgadas, venosas y con los músculos demasiado marcados para la mayoría de los gustos. Sus muslos no eran mucho más gruesos que sus pantorrillas.

Al cabo de un rato, noté su pierna flácida y flexible entre las manos, aunque el muslo aún le temblaba un poco.

—¿Qué tal? —le pregunté, sin decidirme a soltarle la pierna.

—Bien —dijo él, con voz apagada e insegura. Todavía tenía el brazo apoyado sobre los ojos—. Me duele un poco. Tengo un temblor, aquí.

Y entonces me di cuenta de que la parte delantera de su suspensorio estaba un poco más abultada de lo normal. Ahora que había pasado el susto, se le ocurría pensar que nos hallábamos en una situación con connotaciones sexuales. Tal vez yo le gustara o tal vez sólo anduviera necesitado de sexo pero, en cualquier caso, quería que lo tocara. Lo único que tenía que hacer era inclinarme sobre él, apoyar la cara en la calidez de su vientre y deslizar delicadamente por sus caderas el suspensorio húmedo. En lugar de eso, me aterroricé y, con el terror, llegó la rabia. Le solté la pierna y dije:

—Te lo mereces.

Mi voz restalló en el silencio del vestuario. Billy sufrió una sacudida, como si yo acabara de azotar su cuerpo con un látigo.

—¿Cuánto has corrido? —le pregunté.

Seguía con el brazo apoyado sobre la cara; se le había puesto la carne de gallina y su piel había pasado de la palidez a un tono azulado con motas rosadas.

—Veinticinco kilómetros —dijo.

—¿A qué ritmo?

—Tres y medio —respondió él.

—Una semana antes del Campeonato de Drake —dije—. No eres más que un niñato irresponsable. ¿Quién coño te crees que eres para hacerme perder el tiempo con tus pataletas? Si no eres capaz de adaptarte y hacer las cosas bien, te aconsejo que te busques otro entrenador.

Se incorporó y se apartó de mí. Se sentó en el banco con la espalda muy recta, pero yo sabía que acababa de humillarlo. La parte delantera de su suspensorio había recobrado el tamaño normal. Me acosaron los remordimientos por haberle herido, pero también me sentí más seguro.

—Y encima estás muerto de frío —le dije—. Mueve el culo y date una ducha bien caliente.

Se puso en pie, en silencio, y revolvió el interior de su armario abierto en busca de la toalla. Observé su cuerpo con tristeza y me sentí como si me estuviera despidiendo de él.

—¿Has tomado magnesio? —le pregunté.

—No —replicó, en tono frío—, he estado comiendo espinacas y cosas así.

—Bueno, pues empieza a tomar Magnesium Plus —le dije—. Si se te ha acabado, te daré una botella —fingí que eso era lo único que me preocupaba: la forma física de mi atleta.

Se alejó hacia las duchas, sin mirarme.

—Y otra cosa —le ladré—. Llámame señor Brown. Que no se te vuelva a olvidar.

Aquella noche, sin embargo, mientras permanecía despierto en mi cama, el recuerdo de su cuerpo regresó como si se tratara de una alucinación. Representé en mi imaginación una escena de sexo duro con él, en aquel mismo banco del vestuario. Los dos estábamos medio enloquecidos por el deseo, como en todas las pelis porno que yo había visto. Nuestros jadeos y gemidos resonaban en el silencioso vestuario. Inventé una sorprendente cantidad de posturas para hacer el amor con él sin necesidad de movernos de aquel banco. Ensayé la escena una y otra vez, y sólo de pensar en ello tuve una eyaculación: ni siquiera llegué a tocarme. Traté de rezar, embargado por la tristeza. No tenía mucho sentido rezar después de haberme recreado en mis fantasías eróticas, pero recé.

—«Desde el abismo clamo a ti, oh Señor…»
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—y, sin embargo, en lo único que podía pensar era en El Cantar de los Cantares—. «…En mi lecho, por la noche, busqué al amado de mi alma. Lo busqué y no lo hallé. Su izquierda se desliza bajo mi cabeza y su derecha me abraza. Reanimadme con manzanas, porque estoy enfermo de amor.»

Hacia las tres y media de la madrugada, decidí que lo único que podía hacer era irme a correr, así que me puse mi ropa y mis zapatillas de entrenar y salí. Todavía era oscuro, pero la claridad empezaba a asomar por el este y ya se oía cantar a los primeros pájaros en la oscuridad del bosque. Era esa clase de mañana primaveral que yo adoraba, pero el canto de los pájaros me pareció triste y agobiante. Corrí unos cuarenta kilómetros en tres horas. La carrera me hizo entrar en un estado de trance absoluto que vació mi mente, pero estuve a punto de derrumbarme durante los últimos diez kilómetros. Tenía las piernas doloridas y entumecidas. Cuando llegué al campus, estaba agotado, mareado, tembloroso y más nervioso que nunca. Vaya uno para criticar a Billy: ahora yo también estaba físicamente al límite.

Aquella tarde, dirigí la clase de yoga de los equipos masculino y femenino. Como siempre que el tiempo era agradable, hicimos la clase sobre el césped del área interior de la pista. Billy no era el promotor de esa clase: empezamos el año anterior, cuando nos dimos cuenta de que algunos corredores de otras universidades utilizaban el yoga como ejercicios de estiramiento. La flexibilidad es básica para los corredores, especialmente a la hora de evitar lesiones. Mis chicos y yo estábamos satisfechos con la clase: yo los volvía flexibles y ellos se imaginaban a sí mismos como Siddarthas vestidos con chándal. Me dediqué a pasear entre las filas de chicos. Las chicas estaban a mi izquierda, con sus trajes rojos de gimnasia, y los chicos, con sus trajes azules, a mi derecha. Formaban ordenadas hileras de cuerpos jóvenes y flexibles, que obedecían mis órdenes y adoptaban primero una postura de yoga, luego otra.

—Postura del arado —dije. Estaban arrodillados y se inclinaron lentamente hacia atrás, hasta que sus cabezas rozaron el césped. Todos excepto Billy Sive, que estaba en la posición del loto, en la segunda fila del equipo masculino. Permanecía sentado, un poco encogido, y arrancaba lentamente los dientes de león del césped. Su expresión parecía extrañamente vacía. Claro, me dije, lo has rechazado sexualmente y lo has humillado. Seguramente te odia. Sin embargo, aquella pasividad suya me enfureció. Estaba agotado y tenso, y perdí el control por completo.

—¡Billy Sive! —le ladré.

Alzó la mirada hacia mí, despacio.

—¡Postura del arado, rápido! —dije.

Bajó la mirada y siguió recogiendo dientes de león. Hizo un pequeño ramillete y se lo puso en la boca. Seguí caminando entre las hileras. Tenía por costumbre no demostrar ante nadie ningún favoritismo hacia mis tres mejores corredores y aquel era un buen momento para mantenerme firme en mi postura.

—Billy Sive —dije entre dientes, temblando de rabia. Estaba furioso con él porque estaba convirtiendo mi pacífica existencia en un caos. En lugar de adoptar la postura del arado, se puso en pie muy despacio y me miró directamente a los ojos, con aquella mirada vacía e inocente. Tenía los labios cubiertos de polen. Los chicos abandonaron sus expresiones meditativas y dirigieron las miradas hacia nosotros. Esperaron, arrodillados.

—Tú eres el que quiere ir a Montreal —dije.

Dejó caer los dientes de león, dio media vuelta y se alejó. En sus gestos había algo del soldado horrorizado por la batalla. Indignado, decidí que un poco de disciplina militar lo haría volver en sí. Me alejé de las hileras de chicos y fui tras él.

—Billy —ladré.

Se volvió. Le abofeteé la cara con fuerza, procurando no darle en las gafas. Mi bofetada era como aquella tan famosa que Patton le propinó a un soldado en el hospital: sólo pretendía ser terapéutica. Hasta los budistas zen utilizan la bofetada. Dicen que causa un «shock psíquico» que abre la mente a la revelación. El chasquido de mi mano en su mejilla sonó como un disparo en mitad de la pista y los chicos, que guardaban silencio, ahogaron un grito. Billy palideció y sus labios se torcieron en un gesto de rabia. Un segundo después, alargó el brazo y me devolvió la bofetada. Era una bofetada en la mejor tradición de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, y también en la mejor tradición de los maestros zen. Yo le había obligado a entrenar con pesas y ahora era casi tan fuerte como yo. La cara y la nariz me escocían. Furioso, lo agarré por los brazos y él me cogió a mí por la parte delantera de la chaqueta. Sus ojos estaban a pocos centímetros de los míos y desprendían chispas de rabia.

—¡Marine imbécil! —me gritó, con una voz extrañamente quebrada. Se retorció, se soltó de mí y se alejó. Luego empezó a correr y cruzó el césped.

Me volví hacia los chicos, con la cara roja de rabia y dolor. Por la expresión de sus miradas, supe que su aprecio por mí había caído en picado. Vince Matti estaba de pie, furioso. Por la expresión de su mirada, adiviné que estaba dispuesto a matarme.

—¿Qué le pasa a Billy? —preguntó lastimeramente una de las chicas.

—Tiene la regla —dijo uno de los heteros del equipo masculino.

Todo el mundo se echó a reír. De inmediato, Vince Matti se dirigió hacia su compañero hetero de equipo, dispuesto a matarlo. Cuando por fin conseguí separarlos, Billy ya había desaparecido tras el edificio que albergaba las instalaciones deportivas. Al terminar la clase, Vince se quedó atrás, observándome.

—Mire, señor Brown —dijo—, hay algo que debería saber.

—¿Desde cuándo esto es asunto tuyo? —le espeté.

—Billy se comporta así porque está enamorado de usted.

Noté un puñetazo en el estómago y me zumbaron los oídos.

—Ya sabe cuál es mi norma —conseguí decir.

—Pero es que usted es tan duro con él… —dijo Vince, que apenas podía controlarse—. Al principio, usted se mostraba amable con él, a veces, pero ahora está convencido de que le guarda rencor por algo. Billy sabe que no puede esperar mantener una relación con usted, pero si no se muestra un poco más humano con él, tío, Billy acabará largándose del equipo.

Tuve que volverme. Me pregunté si Billy le habría hablado de la escena en el vestuario, el día anterior.

—¿Te ha pedido él que hables conmigo? —pregunté, con voz ronca.

—Por Dios, claro que no. Si se entera, me mata. Su padre también lo sabe, pero Billy le ha prohibido que diga una sola palabra.

Me pasé el resto del día aturdido. Temblaba de agotamiento y de emoción. El campus entero comentaba que Billy y yo nos habíamos pegado en clase de yoga y todo el mundo parecía estar de acuerdo en que el entrenador Brown era un monstruo, pero lo único que yo podía pensar era: «Me quiere». ¿Cómo se las había apañado para disimular tan bien?

Aquella noche fui a la residencia. Estaban los tres sentados, en silencio, en la habitación de Billy. Jacques se hallaba sentado en el centro de la cama deshecha de Billy y tocaba una melodía triste con su flauta dulce. Vince estaba sentado a los pies de la cama, con los codos apoyados en las rodillas. Billy estaba encorvado sobre el escritorio, frente a su máquina de escribir. Cuando aparecí junto a la puerta, Vince y Jacques me miraron, luego se pusieron en pie y pasaron junto a mí sin decirme ni una palabra. Cerré la puerta para silenciar las voces y las risas y la música rock que retumbaban en el pasillo. Me senté a los pies de la cama, junto al escritorio, donde había estado Vince un momento antes, y lo miré. Sus trabajos de investigación estaban por todas partes: había libros, notas escritas con su caligrafía inclinada… Había estado intentando trabajar. Permaneció allí sentado, con su orgullo herido, contemplando la máquina de escribir. Una mano descansaba sobre las teclas. La luz de la lámpara del escritorio hacía resaltar sus rizos dorados y la montura dorada de sus gafas. Me quiere.

Al contemplar su perfil inexpresivo, pensé que lo mejor era arreglar aquel asunto de una forma satisfactoria para ambos. Sin incumplir mi norma, claro.

—Billy, te pido disculpas —dije.

—¿Por qué lo hizo delante de todo el mundo? —inquirió él, todavía sin mirarme.

—Fue imperdonable y tú me diste exactamente lo que me merecía. El próximo día, te pediré disculpas delante de la clase.

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