El corredor de fondo (12 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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Una noche, justo antes de Navidad, cuando pasaba frente a la cantina después de una reunión del profesorado, lo vi. Eché un vistazo al interior: por la cantidad de gente que había allí, ora obvio que ocurría algo fuera de lo normal. Un ritmo atronador llenaba la sala y había un cantante negro que gritaba y berreaba. En las mesas, se amontonaban estudiantes y profesores que comían hamburguesas saludables y tomaban bebidas saludables, otros se apoyaban en las paredes y otros entraban y estiraban el cuello para mirar. Justo en el centro de la pista, estaban Vince, Billy y dos chicas, mientras las otras parejas permanecían inmóviles y observaban. Las dos chicas bailaban una versión heterosexual y bastante desenfrenada del
flop
, pero Vince y Billy no. Ellos bailaban el
boogie
gay, y lo bailaban como yo sólo lo he visto bailar en películas y en las fiestas de Nueva York.

Si un gay es buen bailarín, es capaz de transformar incluso el fox-trot en una desinhibida celebración de la sexualidad masculina. Billy y Vince bailaban el
boogie
a un par de metros de distancia de sus compañeras, pero no las miraban, ni se miraban entre ellos. Bailaban como los negros: sueltos, impasibles, pisando con energía, chasqueando los dedos… Sus hombros y sus torsos apenas se movían. Toda la acción se centraba en el balanceo de las caderas, en las sacudidas frenéticas de las ingles, en el contoneo del trasero, en el movimiento de los muslos…

Vince estaba pendiente de la multitud y se pavoneaba un poco. Billy, sin embargo, se mostraba algo más comedido, más centrado en sí mismo, como si bailara para ese amante que todo, gay ve en sus fantasías. Los observé desde la puerta, completamente aturdido. Por primera vez, veía lo intensamente sexual que era Billy y lo profunda que era su sensación de vacío. Allí estaba, frente a mí, bailando con aquella sensación de vacío.

Decidí que quería ver todo aquello más de cerca. Así que entré con naturalidad, me acerqué a un profesor que estaba; sentado a una mesa e inventé algo muy importante que debía decirle. Y entonces vi a Jacques, sentado en la primera hilera de mesas y me abrí paso hacia él entre la multitud. Jacques estaba absorto; contemplaba a Vince con adoración. Cuando le toque el brazo, dio un salto.

—Sólo os quería decir que mañana quizás llegue un poco tarde al entrenamiento —mentí—. Si llego tarde, no me esperéis.

—Claro, señor Brown —los ojos de Jacques apenas se apartaron de Vince. Me empujó hacia una silla vacía, de cuyo respaldo colgaba la chaqueta de Billy— Mire a esos dos, señor Brown. Son un escándalo.

Y allí estaba yo, justo en primera fila. Los chicos bailaban a unos cuatro metros de mí.

—Eso —repuse— es justamente lo que les dije que no hicieran.

—Oh a mí me parece bien. Mire a la gente. Les parece muy heterosexual Al fin y al cabo, están bailando con dos chicas…

Eché un vistazo a mí alrededor. A juzgar por sus expresiones, los estudiantes nunca habían visto nada como aquello.

Unos cuantos empezaron a seguir el ritmo con palmas y, muy pronto, la sala entera daba palmas y patadas en el suelo. A duras penas podía oír mis propios pensamientos. Observé con cierto nerviosismo. En alguna que otra ocasión, había visto situaciones como aquélla acabar con el bailarín bajándose los pantalones, sacándose el aparato con gran destreza y machacándosela ostentosamente. Me costaba creer que aquellos dos, especialmente Billy, tuvieran intención de hacerlo. Si lo hacían, por la mañana estarían fuera del equipo. El ritmo los hacía vibrar de verdad, los estudiantes empezaron a gritarles.

—¡Muévete, Billy!

—¡Baila, Vince!

—Eh, Vince, ¿así es como se baila en Oregón?

—Qué va —dijo Billy—, así es como se baila en California.

—¿Qué tienes ahí, Vince? —gritó alguien.

—Veinte centímetros —dijo Vince.

Mi expresión era seria, pero por dentro estaba consternado. La sala prorrumpió en gritos y silbidos.

—¡Enséñanosla! ¡Sácatela!

—No me provoquéis —dijo Vince.

En aquel preciso instante, Billy me vio. El rubor cubrió sus mejillas pecosas. Le transmití mi desaprobación con la mirada e, inmediatamente, imperceptiblemente, sus movimientos perdieron aquel aire tan provocadoramente gay y se transformaron en una imitación del
boogie
hetero. Intenté entonces llamar la atención de Vince, pero él estaba demasiado absorto en sus propios movimientos. Los chillidos, las burlas y los desafíos continuaban. De repente, Vince apoyó las manos en las caderas y las dejó resbalar tontamente hacia los muslos. Los espectadores se observaban unos a otros con regocijo y se empujaban en broma entre ellos.

Vince subió y bajó las manos por los muslos unas cuantas veces más y luego se desabrochó el botón metálico de la cintura de sus vaqueros. Todo el mundo aullaba y saltaba de un lado para otro. El cuerpo de Vince era puro movimiento: chasqueaba los dedos, vibraba, sacudía la melena hacia atrás… Muy despacio, empezó a bajarse la cremallera. Deslizó un poco los pantalones por las caderas, lo justo para que quedara al descubierto una franja de piel, por debajo de la costura de su camiseta. Los tendones y los músculos se movían igual que en una bailarina de la danza del vientre. Desvié la mirada hacia Jacques, que ahora también seguía lo que ocurría con nerviosismo.

—Bueno, ¿y qué pasa si lo hace? —dijo, en voz baja—. ¿Ha ido alguna vez a un concierto de rock? Exhibirse es como un desafío para los músicos, a veces, y lo que hacen es…

—¡Billy! —le suplicaban.

Billy dijo que no con la cabeza y siguió bailando mecánicamente. Vince se había bajado la cremallera lo suficiente como para que se le viera un poco de vello púbico. Y entonces, justo cuando parecía que los pantalones se le iban a caer, sonrió, se los volvió a subir y se subió la cremallera. La sala entera, decepcionada, aulló, y todo el mundo empezó a animar a Billy.

—Venga, Billy, ¿qué tienes ahí?

De repente, Billy sonrió.

—Diez mil metros —dijo. Todo el mundo gruñó.

—Estos condenados corredores… —refunfuñó alguien justo detrás de mí—. Todo el rato piensan en lo mismo, joder.

Suplicaron y rogaron, pero Billy se mostró inflexible, lo cual me enorgulleció. La canción terminó y la banda finalizó su actuación con un estrépito de platillos y acordes desafinados. Vince dejó de bailar y se acercó a su compañera riendo alegremente. Ella no lo sabía, pero acababa de ser objeto de la clásica burla gay. Billy se alejó de su compañera, vaciló al ver que su chaqueta estaba justo detrás de mis hombros, pero finalmente se acercó despacio.

—Yo creo —dijo Jacques— que si Vince sale del armario algún día será capaz de cualquier cosa.

Miré a Billy y él leyó en mi mirada el típico sermón de Parris Island. Cogió su chaqueta del respaldo de mi silla.

—Lo siento, señor Brown —murmuró—, no sé qué me ha pasado —recogió sus libros, extrañamente ruborizado aún, y se marchó. Me moría de ganas de salir de allí con él, pero no lo hice. Pusieron otra canción, una lenta bastante romántica, y la pista se llenó de parejas acarameladas. Vince abrazaba estrechamente a la chica: tenía los ojos cerrados y apoyaba su mejilla en la de ella. Si me había visto, se mostraba desafiante. Jacques, triste y silencioso, observaba a la pareja. Me puse en pie y me fui. Mientras caminaba por el pasillo hacia el exterior, me sentí profundamente deprimido. Billy estaba solo y lleno de deseo. Los sentimientos que había demostrado hacia mí eran su amabilidad titubeante y su voluntad de discutir conmigo sobre sus entrenamientos. Y sin embargo, aunque hubiera demostrado amor por mí, yo no tenía derecho a ese amor. No me preocupaban las chicas que suspiraban por meterse en su cama del dormitorio de la residencia: lo que me preocupaba de verdad era que algún semental despertara su interés. Podía ser cualquiera y ocurrir en cualquier momento. Podía ser Vince e incluso Jacques. En realidad, consideraba que me había mentido y que sí se había acostado con Vince. Y si no lo había hecho aún, no tardaría en hacerlo. Había dicho que estaba solo, dando a entender que no se acostaba con nadie. Tarde o temprano, sus necesidades naturales lo empujarían a hacerlo, aunque sólo fuera para aliviarlas. Vince era muy capaz decirle: «¿Qué tal si lo hacemos, Billy?». Y, tras cuatro años de amistad, descubrirían que también podían ser amantes.

Me los imaginé a los dos bailando el
boogie
, no con chicas, si no ellos dos solos. Se abrazaban, jadeantes y sudorosos, y se iban. Se dejaban caer en una cama cualquiera y hacían el amor un desenfreno febril. Lo más inteligente era ligar con Billy mientras aún estaba disponible. Sentí unos celos espantosos e irrazonables y me alejé por el pasillo, con el maletín en la mano, hacia la noche nevada. No era mío ni lo sería jamás: lo había perdido antes incluso de tenerlo.

Cinco

El padre de Billy vino de visita durante las vacaciones de Navidad. El caso en el que estaba trabajando, cuyo objetivo era conseguir una decisión del Tribunal Supremo que revocara todas las leyes de sodomía, lo obligaba a viajar con frecuencia a Nueva York para resolver algunos asuntos con el frente de liberación gay y la ACLU
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. Cuando llegó al campus, Billy expresó cariño por él de la misma forma que expresaba todas las cosas. En cuanto John bajó del taxi, Billy salió corriendo de la residencia, sin tan siquiera ponerse la chaqueta, y lo abrazó. John le acarició el pelo y le devolvió el abrazo.

—Eh, muchacho, no sabes cuánto te he echado de menos.

Ambos eran muy espontáneos. Mi padre, en cambio, habría preferido la muerte a abrazarme, igual que yo. John Sive despertó mis simpatías de inmediato y muy pronto se convirtió en uno de mis pocos amigos de verdad. Se parecía mucho a Billy en la tranquilidad y el candor, pero físicamente el parecido era mínimo. John era más bajo, más moreno y más musculoso; tenía el pelo liso, del color del ébano, y lo llevaba teñido en un vano intento de aferrarse a su juventud, como hacían muchos otros gays. La mata de rizos castaños de Billy y sus ojos azules debían de ser herencia de la madre, Leida, de quien ninguno de los dos hablaba nunca.

Durante muchos años, John había desempeñado una distinguida carrera como abogado de empresa en San Francisco, sin que nadie sospechara jamás que era gay. Reconoció que había hecho falta mucho esfuerzo y bastante desgaste mental.

—Siempre cabía la posibilidad de que a Frances se le cayera uno de los rellenos durante una fiesta —dijo. Finalmente, cuando Billy ya estaba a salvo en la universidad, decidió que había llegado el momento de salir del armario. Dejó su trabajo y salió adelante gracias a los buenos ingresos que le proporcionaban sus inversiones. Afortunadamente, cuando la bolsa sube o baja no tiene en cuenta las preferencias sexuales de los inversores. John se convirtió en abogado de los derechos civiles y ahora, a sus 51 años, había puesto su larga experiencia y su habilidad al servicio de la comunidad gay.

Joe y Marian Prescott invitaron a John a quedarse en su casa durante un par de días y cenamos todos juntos el día de Navidad Fue una noche maravillosa: el aroma del pavo, el árbol de Navidad, las nueces que partíamos junto a la enorme chimenea Me sirvió para darme cuenta, de nuevo, de que no tenía un hogar y de lo mucho que deseaba sentir que tenia una familia Nos apiñamos alrededor de la mesa, adornada con velas, y charlamos agradablemente. Billy estaba muy callado y apenas dijo nada: se limitó a masticar distraídamente la ensalada especial que le había preparado Marian.

El campus estaba vacío y el tiempo se había vuelto intensamente frío. Casi todo el mundo había emigrado para reunirse con la familia. Vince y Jacques se habían ido a sus casas y tenían pensado contar a sus familias que eran gay. Cada mañana, John se levantaba temprano para ver cómo entrenaba Billy. Se sentaba, solitario, en las gradas, temblando dentro de su abrigo de Cardin, y no apartaba la mirada de Billy mientras el chico corría una vuelta tras otra a un ritmo de 57 segundos.

—Hace falta mucha voluntad, ¿verdad? —me preguntó. Jamás había corrido ni medio metro pero, de forma instintiva, lo comprendió.

—La voluntad es lo principal —respondí—, pero también hacen falta otras cosas. Si no tienes un don natural, el trabajo duro no te lleva a ninguna parte. La capacidad pulmonar; la habilidad, en parte hereditaria, según se ha comprobado, para soportar una presión fuerte… Los genes de Billy no están nada mil. Le he hecho pasar las pruebas del laboratorio y no hay duda de que, físicamente, tiene categoría internacional. Puede que sean tus genes —añadí, en broma.

—¿Quién sabe? —dijo John—. Quizá sean los genes de su madre.

—No creo —repuse—. Ella fracasó.

John sonrió.

—Bueno, me gustaría pensar que son mis genes. Billy pasó por delante de nosotros y los dos lo seguimos con mirada.

—Billy tiene las cosas muy claras —dije—. Ojalá todos los padres americanos fueran capaces de enseñar a sus hijos esa misma fortaleza mental. Te felicito.

—Bueno, yo le he enseñado algunas cosas —admitió John—. otras las ha aprendido él solo.

¿Por qué empezó a correr?

Bueno, era un chico débil. Cuando nació era muy pequeño y enfermaba muy a menudo. Lo animé a practicar deporte porque esperaba que eso lo fortaleciera un poco. En la escuela primaria jugaba mucho a baloncesto y al final empezó a tener un aspecto saludable. Y luego, en el instituto, tenían un programa de cross por grupos de edad. Lo probó y ya ves, jamás volvió a acercarse a una cancha de baloncesto. A veces volvía a casa radiante y eufórico y yo pensaba: está enamorado, pero no, era porque había hecho una buena carrera.

Los dos nos echamos a reír.

—Después lo cambié de escuela, porque el entrenador lo presionaba demasiado y él aún no estaba preparado para soportar la presión. Pinchaba en la tercera vuelta —John no había corrido nunca ni medio metro, pero entendía la importancia de la tercera vuelta. Sentí admiración por él—. Durante el primer curso, lo llevé con Lou Rambo y Rambo lo dejó ir a su aire y descubrir por sí mismo la autodisciplina. Por eso llegó a correr tan bien durante el último curso.

Los dos contemplamos la figura esbelta de Billy pasar ante nosotros una y otra vez. Sus zapatillas Tiger de clavos apenas hacían ruido sobre la pista helada.

—Quiero que sea feliz —dijo John quedamente—. No quiero que pase por todo lo que he pasado yo.

—Te entiendo.

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