—Mira —Billy, molesto, se sentó en la cama—, ¿cuándo vas a entender que yo nunca miento? Ya te he dicho que entre Vince y yo nunca ha habido nada.
—De acuerdo —dije—. Sólo soy un viejo celoso.
—Pues no lo seas —dijo. Estaba sentado con las rodillas apoyadas en el pecho y miraba hacia los pies de la cama—. Parte de tu problema —añadió— es que todavía no has aceptado totalmente el hecho de que eres gay, todavía estás demasiado condicionado por las actitudes de los heteros.
—Soy consciente de ello —admití, con cierto sarcasmo.
—No serás feliz hasta que pongas un poco de orden en tu cabeza. No
seremos
felices.
—¿No eres feliz conmigo?
—No pretendas hacerme decir cosas que no he dicho —musitó Billy—. Lo único que he dicho es que tus traumas heterosexuales te complicarán la vida si no los solucionas.
—¿Ya te has cansado de mí? ¿Quieres seguir tu propio camino?
Billy se levantó de la cama.
—Mira —dijo—, sé que lo de Mamma Leone te ha afectado mucho, pero esto es demasiado. Me vuelvo a la residencia.
Me quedé allí, bajo la colcha, mirando cómo se vestía. Su rostro no mostraba ninguna expresión y sus movimientos eran hábiles y precisos. Se ató los cordones de sus gastadas Tiger y, al ponerse el chubasquero, el nailon rojo crujió apenas perceptiblemente.
—Hasta mañana —se despidió con voz apagada, y salió de la habitación. Oí el portazo y la llave en la cerradura de la puerta delantera.
Seguí allí tumbado durante un cuarto de hora. Me sentía triste y desamparado. La lluvia golpeaba las ventanas y, en el exterior, el viento susurraba entre las ramas de los abetos. Junto a la cama, el tic—tac del despertador me parecía casi escandaloso. Lo cogí y como de costumbre lo puse a las 5.30 de la mañana. Estaba a punto de apagar la luz de la mesita cuando oí de nuevo la llave en la puerta. Entró rápidamente en la habitación, se tumbó a mi lado sobre la colcha, sin tan siquiera quitarse el chubasquero, y apoyó la cara con fuerza en mi pecho. El chubasquero estaba mojado y su pelo olía a lluvia y hojas de otoño.
—Harlan, lo que quieren es que nos peleemos —dijo, y se echó a llorar.
Su llanto era extraño, entrecortado. Agarró la colcha con los puños, se quitó las Tiger y luego se metió bajó la colcha. Me abrazó con fuerza, desesperadamente. Su ropa húmeda me hizo temblar de frío, pero lo abracé con tanta fuerza como él a mí.
—Dime qué es lo que te pasa de verdad —dijo.
—Nos vemos siempre a escondidas, robando veinte minutos de aquí y de allí, por las noches. Nuestras vidas transcurren así.
—Por Dios, si eso es lo único que te preocupa, me trasladaré aquí esta misma noche.
—No, eso no es lo único. No hay nada que nos una. No hay garantías de que vayamos a estar juntos durante un año, o cinco años. Tienes que entender mis celos. No son sólo celos sexuales: es que tengo miedo de perderte.
—Las garantías son para los coches nuevos —dijo Billy, con la cara aún enterrada en el vello de mi pecho.
—Te lo pediré otra vez: quiero que nos casemos.
Permaneció en silencio, tendido junto a mí.
—Haré cualquier cosa que me pidas excepto eso —respondió, al cabo de un minuto—. ¿Se te ha ocurrido pensar que a mí también me da mucho miedo perderte? A lo mejor me preocupa que te ligues a cualquier otro joven semental, ¿no? Tienes mucha más experiencia que yo. ¿Cómo sé que no eres un tipo completamente voluble? ¿Eh?
Suspiré y asentí lentamente. A su manera, Billy era supersticioso. Le asustaba desafiar al destino atándose a mí formalmente, porque los matrimonios de esa clase que él conocía nunca habían durado demasiado. Cuando tenía doce años, su padre y Frances se separaron.
—Y otra cosa —dijo Billy—. ¿Crees que de verdad estás preparado para salir del armario? Te preocupan demasiado todos esos rumores. ¿Realmente estás preparado para hacer frente al escándalo que se armaría si nos casáramos?
—No, no estoy preparado —admití.
—Mira, me trasladaré aquí esta noche.
—No quiero vivir contigo sin esa declaración. No quiero tener la sensación de que sólo estoy viviendo con alguien.
—Bueno, pues entonces no sé qué vamos a hacer —dijo Billy.
Le acaricié la cabeza.
—Yo sólo sé una cosa: no vale la pena que discutamos.
—A lo mejor sólo necesitamos pasar más tiempo juntos —dijo—. No estaría mal que me quedara a dormir alguna que otra noche.
—Cualquier cosa es mejor que discutir —repuse.
—Como esta noche, por ejemplo —dijo, sonriendo ligeramente.
Apartó la colcha, empujó sus Tiger debajo de la silla y empezó a desnudarse.
—Sólo una vez más —le dije—. Tienes que dormir las horas necesarias.
Todos hicimos lo posible por ignorar los rumores, pero algunos padres intentaron presionar a Joe Prescott. Dos chicos fueron obligados por sus padres a abandonar el equipo a pesar de que, con la ayuda de Joe, los chicos intentaron hacerles entender que todo aquello sólo eran imaginaciones suyas. Fue entonces cuando la NCAA empezó a formularle quejas a Joe y a decirle que, si no me despedía del puesto de entrenador, nuestra universidad dejaría de ser miembro de la NCAA. Los otros chicos del equipo se mostraron indignados en nuestro nombre, escribieron una carta a la NCAA y la firmaron todos. Joe se mantuvo firme en su postura y dijo que más le valía a la NCAA aportar pruebas sólidas de los rumores, al mismo tiempo que les recordaba la decisión del Tribunal Supremo. La NCAA comprendió finalmente que pisaba un terreno dudosamente legal y archivó el asunto. Sin embargo, nos hicieron unas cuantas jugarretas y me perjudicaron al perjudicar a mi equipo, que no tenía culpa de nada: no nos concedieron los gastos de viaje para asistir a las competiciones de la NCAA. Fue Joe quien corrió con todos los gastos.
La prueba de cross de Prescott tuvo bastante éxito, aunque la mayoría de los equipos que yo deseaba ver allí no acudieron y la prensa apenas nos dedicó espacio. Y entonces, justo una semana después de nuestra competición, el secreto que tan celosamente guardábamos Billy y yo salió a la luz de la forma más espectacular y dolorosa posible. Sucedió cuando llevamos a Billy a Nueva York para participar en los quince kilómetros del Campeonato Nacional de Cross organizado por el Road Runners Club. Se celebró en el famoso circuito del Van Cortlandt Park, cariñosamente conocido como Vannie por los corredores del este. Yo había planificado la carrera como un pequeño cambio para Billy, después de lo duro que había sido correr en las pistas europeas. La distancia era bastante buena para él y no había muchos corredores de categoría que hicieran el esfuerzo de correr una distancia tan poco habitual como aquélla, lo cual significaba que podría relajarse y disfrutar de la carrera.
Aquel día, Vince y Jacques no corrieron, puesto que ninguno de los dos sentía deseos de participar en una prueba de cross, pero acudieron en calidad de espectadores, al igual que Betsy Heden. En la zona de césped que había en los límites del parque, donde estaba situada la línea de salida, se concentraron trescientos cincuenta corredores. Todos se movían de un lado para otro, haciendo ejercicios de estiramiento y calentado. Había chándales, cintas para la cabeza y zapatillas de todos los colores posibles. Las familias de los corredores y los hijos de los corredores estaban por todas partes y la organización hacía gala de un jovial caos. El tiempo, fresco y lluvioso, era perfecto. En resumen, era una de esas carreras de larga distancia informal y muy concurrida, y nosotros cinco, muy tranquilos, disfrutábamos de una agradable jornada.
Los corredores se agruparon finalmente en la salida: Billy era uno de los cabezas de serie en la primera línea. Tras el disparo, una masa multicolor de gente cruzó el césped. Corrían todos en desorden, para adelantarse lo máximo posible antes de que el grupo se estrechara y tomara la pista que se adentraba en los bosques. Mientras se disputaba la carrera, Vince, Jacques y yo nos quedamos por allí charlando agradablemente con Aldo, un par de organizadores más y el director de la carrera. Como siempre, percibimos aquella atmósfera extraña y crítica a nuestro alrededor. Estábamos esperando a que el grupo terminara la primera de las tres vueltas que los corredores tenían que dar al circuito que serpenteaba entre las colinas. Al poco rato, los primeros corredores aparecieron a lo lejos. Bajaban de las colinas y se acercaban de nuevo a la zona de césped. Billy, que se hallaba entre ellos, ocupaba como siempre los puestos de cabeza, y cuando pasó frente a nosotros, le grité el tiempo parcial. Corría con tranquilidad: estaba cubierto de barro y, por su mirada, supe que se estaba divirtiendo.
Había muchos más periodistas de lo normal, además de un equipo de televisión de la NBC. Por lo general, la prensa de la ciudad no demuestra demasiado interés por los abiertos de esa distancia en el Vannie, así que lo único que se me ocurrió es que estaban allí por Billy. Se habían acercado a él antes de la carrera pero Billy, concentrado, no había querido hablar con ellos y ahora tenían que esperar a que terminara la prueba.
Cuando los primeros corredores aparecieron por segunda vez, Billy seguía en cabeza. Había ampliado su ventaja en unos veinte metros. Se acercó a toda velocidad por el sendero de ceniza, a través del césped, mientras los espectadores lo animaban alegremente desde ambos lados. Sus piernas, más manchadas de barro que antes, eran casi negras, y tenía el pelo empapado. Sus zapatillas crujieron levemente y pasó frente a nosotros como una flecha. Comparados con él, los demás parecíamos inmóviles, pegados al suelo. Tras él, llegó la larga hilera de corredores del grupo; todos parecían muy tensos. Seguí a Billy con la mirada y lo vi desaparecer de la zona de césped e iniciar la tercera y última vuelta.
—Parece un caballo de carreras —dijo un tipo, justo detrás de mí.
—Qué va —dijo otro tipo—, el caballo se moriría de vergüenza.
Vince, Jacques y yo intercambiamos una mirada. Esperamos un poco más. Había empezado a lloviznar y tanto los espectadores como los organizadores de la carrera se apiñaban bajo sus paraguas. Las hojas de control de tiempos de los jueces estaban tan empapadas que apenas podían escribir en ellas. Al cabo de unos minutos, vimos a lo lejos una figura blanca y solitaria que surgía de los bosques. Recordé las palabras de El Cantar de los Cantares: «Miren cómo viene saltando por los montes (…) Mi amado, como una gacela». Billy se había alejado mucho y había aumentado su ventaja en varios centenares de metros. A medida que se acercaba como un relámpago por el sendero de ceniza, en dirección a la meta, la multitud que se había concentrado a los lados empezó a aplaudir y animarlo. Los fotógrafos se precipitaron hacia el sendero y se inclinaron para tomar fotos justo cuando él pasaba. Partió la cinta con el pecho y en su rostro se dibujó una pequeña sonrisa. La gente se arremolinó a su alrededor para palmearle la espalda y estrecharle la mano. Estaba cubierto de barro de los pies a la cabeza y, a pesar de ello, se lo veía descansado. Aquélla había sido una de sus victorias más fáciles. Billy dejó a los periodistas esperando. Hizo los ejercicios de enfriamiento habituales, trotó y corrió vestido con su chándal y luego se escabulló hacia los vestuarios de la pista de atletismo que había allí cerca, para meterse en la ducha y quitarse todo el barro.
La gente empezó a dispersarse para la entrega de premios. En principio, tenían pensado celebrarla allí mismo, en el césped, pero la lluvia había obligado a los organizadores de la carrera a trasladar la ceremonia a un bar cercano, en Broadway, así que todo el mundo se congregó en el bar. Los corredores aparecieron limpios y secos, abrigados con sus chándales o sus ropas de calle, con el pelo mojado y los rostros resplandecientes. El comité de la carrera sirvió café y té caliente. Había un par de cajas de cartón llenas de bocadillos de jamón y salchichas ahumadas, sobre las que se abalanzaron los corredores, hambrientos. Todos estaban muy relajados, todos se reían, comentaban sus lesiones y sus enfermedades, lo poco en forma que estaban…, la habitual sarta de mentiras. Finalmente llegó Billy, con sus acostumbrados pantalones de pata de elefante y su chaqueta de Prescott, el pelo limpio, húmedo y más o menos peinado. Los periodistas ni siquiera le dejaron acercarse a la jarra de té. Lo acorralaron en un rincón y le hicieron preguntas; él se mostró amable y relajado en su presencia.
El director de la carrera se puso en pie, por fin. La gente guardó silencio y el director soltó un discurso breve y simpático. Los tres primeros clasificados se acercaron, él les entregó sus respectivos trofeos y todo el mundo aplaudió. Billy recogió, entre los flashes de las cámaras, una copa grande y preciosa de plata de ley; los otros dos chicos recibieron copas más pequeñas. Billy regresó junto a nosotros con la copa a cuestas y por el camino se detuvo a hablar con un par de personas. La expresión dulce y resplandeciente de su rostro me dio a entender que había disfrutado de aquella tarde, que era justo lo que yo deseaba.
Jacques le palmeó el hombro y Vince examinó la copa.
—Plata… Seguro que sabían que ibas a ganar tú —dijo Vince. A los Virgo les gusta la plata. Aquello nos hizo reír.
La prensa de la ciudad se marchó, pero aún quedaba bastante gente por allí cuando se nos acercó un periodista, seguido de su fotógrafo.
—Soy Ken McGill, del
National Intelligencer
—dijo muy amablemente—. ¿Puedo hacerte unas preguntas?
—Claro —respondió Billy. Estaba en cuclillas, tratando de guardar el trofeo en su bolsa de deporte, pero era demasiado grande. En algún rincón de mi mente, se disparó un zumbido de alarma: el
National Intelligencer
era un diario sensacionalista, no demasiado interesado en el mundo del deporte.
—Circulan muchos rumores sobre ti —dijo McGill.
—¿Ah, sí? —repuso Billy, todavía con la copa en las manos. Debió de leerme el pensamiento porque, de repente, estaba alerta.
—Eres famoso por contestar a las preguntas con mucha sinceridad —dijo McGill.
Billy supo entonces lo que se avecinaba; yo también lo supe. De reojo, vi que Jacques y Vince habían dejado de sonreír.
—Como por ejemplo… ¿qué quiere saber? —dijo Billy.
—Los rumores dicen que eres marica —espetó McGill.
El grupo de gente que nos rodeaba enmudeció. En contraste con su silencio, las voces, las risas y la agitación en el resto del bar parecieron de pronto exageradamente escandalosas. Varios corredores estaban todavía junto a los jueces, tratando de encontrar sus tiempos oficiales en la larguísima y empapada lista. Billy se incorporó lentamente; de repente, su expresión era fría, decidida, desafiante. Las aletas de su nariz habían palidecido. Durante largos instantes, y desde su metro ochenta de altura, la mirada clara de Billy recorrió el metro ochenta de McGill quien, a su vez, se enfrentó con descaro y seriedad a aquella mirada. Para ser justos con McGill, hay que decir que no resultó odioso: le habían dicho que consiguiera un reportaje y eso era lo que intentaba hacer.