La comunidad gay pretendía convertir en celebridades a mis tres chicos. Jacques se negaba a ir a las fiestas, básicamente porque las fiestas multitudinarias lo ponían muy nervioso, pero Vince y Billy nos acompañaban a John y a mí. Asistimos a una gran fiesta en casa de Steve Goodnight y a unas cuantas más. Billy y Vince se retiraban pronto, no bebían nada y se las arreglaban para manejar con elegancia el interés que despertaban. Se habían convertido en los dioses sexuales reinantes y los gays se lanzaban en sus brazos. Gente que jamás se había molestado en echar un vistazo a las páginas de deportes se suscribía ahora a revistas como
Track & Field News y Runner's World
. Delphine de Sevigny y unos cuantos más anunciaron su intención de asistir a todas las competiciones de la costa este en que participaran los chicos. A su edad, Delphine se había convertido en un fanático del atletismo.
Algunos hombres intentaron ligar descaradamente con Billy, lo cual me puso furioso. Algunos de ellos eran más jóvenes y más atractivos (o eso me parecía) que yo. Si Billy hubiese mostrado el más mínimo interés por uno de ellos, creo que habría sido capaz de matarlo, pero él se limitaba a mirarlos amablemente a través de las gafas y solía decirles:
—Tendrás que hablar con mi entrenador.
Para equilibrar las cosas, también hubo hombres que intentaron ligar descaradamente conmigo, cosa que a Billy tampoco le gustó mucho. Me observaba, y su mirada era sincera y confiada, pero también directa y atenta. Jamás llegué a saber si, a pesar de la no violencia que predicaban los budistas, se le pasó por la cabeza la idea de matarme.
No es que mandáramos notas de prensa cada vez que asistíamos a una fiesta, pero lo cierto es que una de esas fiestas apareció en las noticias. En cierta manera, sirvió para precipitar todos los problemas que surgieron en otoño. Steve Goodnight se había hecho famoso de repente. Su libro,
La violación del Ángel Gabriel
, se había convertido en la novela gay por excelencia. Los heteros la leían y algunos decían «qué escándalo», mientras que otros opinaban «qué conmovedora». Ése fue el motivo por el cual se habló de su fiesta multitudinaria en la sección de sociedad del Time. Entre la lista de asistentes, figuraba mi nombre, el de Billy, el de Vince y el de John. Había también una foto en la que aparecíamos Billy y yo, él con su traje de terciopelo y su camisa con volantes; los dos sosteníamos vasos con algo que parecía ginebra con hielo y que en realidad era agua mineral, y se nos veía contentos y sociables. Cuando los sectores conservadores del atletismo nacional leyeron aquello, palidecieron: que a Billy y a mí se nos viera en público con un hombre famoso por sus novelas gay era demasiado para ellos.
Mientras tanto, los cuatro volvimos tristemente a Prescott para empezar el nuevo año académico. Billy y yo regresamos a nuestra rutina de vernos tan sólo unas pocas horas al día.
Aquel otoño, varios corredores de categoría procedentes de institutos llegaron a Prescott con el único propósito de que yo fuera su entrenador. Ninguno era gay. Habían leído cosas sobre mí en la prensa y pensaban, también, que Prescott era una Universidad que merecía la pena. Además, gracias a toda la publicidad que se le había dado a nuestro viaje a Europa, cinco corredores universitarios de categoría solicitaron el traslado a Prescott: de esos cinco, tres eran heterosexuales y dos eran gay. Los gays venían en bu sca de un refugio. Todo aquello significaba que, por primera vez, mi equipo de atletismo iba a ser realmente bueno. Cuando empezó la temporada de cross, acudimos a aquel campeonato regional de la NCAA en Van Cortlandt, barrimos a Penn, a Manhattan y a algunos de los mejores equipos quedamos segundos en la clasificación por equipos.
Mi felicidad habría sido completa si Billy y yo hubiéramos estado viviendo juntos por aquel entonces. Por primera vez, disfrutaba de verdad de lo que hacía y tenía la sensación de que hacía cosas importantes. La humanización del entrenador Brown era, por fin, total. Si ladraba, era en broma. Los chicos se reían… y me obedecían de inmediato. Me convertí en algo que nunca había querido o planeado ser: un profesor popular, aunque, como profesor, Billy era bastante más popular que yo. Todavía me parece verlo atravesar el campus en bicicleta, con el maletín en el que guardaba su flamante programa de estudios gay. Todavía me parece percibir el cálido sol otoñal reflejado en sus rizos alborotados (ahora que era profesor, los llevaba tan despeinados como cuando era estudiante). Pasaba pedaleando junto a la pista y me saludaba con la mano, mientras yo gritaba «¡arriba esas rodillas!» a las chicas de mi equipo.
Gracias al trabajo de Vince y de Billy, el programa de estudios gay se convirtió en un servicio de orientación, el primero de ese tipo en un campus americano. En 1971 y 1972, surgieron varios programas similares —aunque menos elaborados— en las grandes universidades, y aparecieron los primeros «salones gay», autorizados por el gobierno, en los que los muchachos gay podían reunirse para charlar y donde podían comportarse con naturalidad. El programa de Prescott, sin embargo, era único y sus orígenes se hallaban en el deporte.
Los dos nuevos corredores gay tenían mucho talento y una gran confusión mental. Uno de ellos era Tom Harrigan, corredor de los 3.000 metros en la UCLA; el nombre del otro no puedo decirlo, porque jamás llegó a salir del armario Aquellos dos chicos nos causaron muchos problemas. Yo tenía un miedo mortal a que el equipo de atletismo se dividiera en dos escuadrones, el gay y el hetero, y que no existiera comunicación ni cooperación entre ambos. Sabía que aquello sucedería si empezábamos a prestar demasiada atención al tema de la homosexualidad ante los chicos heterosexuales. Empezarían a sentirse psicológicamente hostigados, a sentir que se burlaban de ellos; empezarían a quejarse de que los gays se estaban haciendo con el poder y de que aquello no tenía nada que ver con el atletismo. Solucionamos el problema estableciendo una norma: las preferencias sexuales no se discutían ni en los entrenamientos en la pista, ni en los vestuarios, ni en ninguno de los lugares donde equipo funcionaba como grupo. Sólo tratábamos esos temas los martes y los jueves en mi casa. Y los tratábamos únicamente el marco de un contexto más amplio, que podríamos llamar “el atleta y la sociedad”.
Los chicos se sentaban frente a la chimenea de mi casa, masticaban palitos de zanahoria y se enzarzaban en discusiones sobre los sentimientos y los complejos…, cualquier sentimiento o complejo relacionado con el atletismo y la sociedad. Pasábamos mucho tiempo hablando de la mística masculina del atletismo; si hacemos un cálculo, creo que a los problemas de la homosexualidad sólo le dedicamos un treinta por ciento del tiempo. Poco a poco, los chicos heterosexuales aprendieron a entender y respetar la visión que los gays tenemos del mundo, y empezaban a comprender la angustia de los gays. A mí me entristecía ver a Tom, sentado allí, luchando por exteriorizar sus sentimientos, temeroso de que lo juzgaran y lo castigaran. Cuando finalmente lo consiguió, se dio cuenta de que los heterosexuales no siempre eran tan intolerantes como parecían.
Vince y Billy siempre participaban en estos debates abiertos y Jacques lo hacía siempre que tenía ocasión. Vince era el gran orador y resultaba de gran ayuda a la hora de moderar el debate; Jacques era un genio del chiste fácil; Billy era menos manipulador, pero siempre era a él a quien acudían los chicos cuando tenían algo que confiar y no se decidían a contármelo a mí porque yo era más mayor. Finalmente decidimos que, una vez a la semana, el debate estaría abierto también al equipo femenino y a cualquier miembro del campus que desease asistir. Acudió bastante gente; tanta que los jueves por la noche en mi casa no cabía ni un alfiler. Le agradecí a Dios que el jardinero jefe hubiera optado por un salón amplio. Después de los debates, hacía falta un ejército para recoger la cocina.
De entre los recién llegados al fórum, la persona más extraordinaria era Betsy Heden, una mediofondista bajita del equipo femenino. No llegaba a metro sesenta, llevaba el pelo corto y ondulado, y en sus ojos grandes y de largas pestañas —a lo Bette Midler— había siempre una mirada de asombro. Era la única lesbiana militante del campus. Empezó a asistir a nuestras reuniones para provocar conflictos, me parece a mí. Vince y ella se sentaban en mi salón y empezaban a dárselas de enterados, hasta que los demás teníamos que hacerles callar. Billy, sin embargo, se enfrentaba a ella. Había noches en que el salón entero permanecía en silencio, embelesado, mientras ellos dos se enzarzaban en una discusión. Betsy era la demagoga, agitaba el puño y levantaba el dedo. Billy le respondía con su no violencia budista, hacía observaciones con su tranquilidad de siempre, sereno, risueño, siempre tolerante con las opiniones de ella. Se enzarzaban en la típica guerra verbal de los sexos, pero siempre se las arreglaban para ponerse de acuerdo.
—Es verdad —la obligó él a admitir por fin, una de aquellas noches—, no te deseo. Pero tengo la sensación de que tú me rechazas.
Todo el mundo se echó a reír. La sala entera estalló.
Ella y Billy terminaron por convertirse en grandes amigos Vince me gastaba bromas.
—Harlan, ¿no estás un poco
preocupado
por ese tema? —había visto a Betsy con Billy en la bici, cruzando el campus; o a Billy en el entrenamiento de las chicas, dándole a Betsy consejos sobre el mediofondo, explicándole cosas que él mismo había aprendido de Jacques; incluso se los podía ver juntos en la cantina, bailando—. Harlan, ¿no estás
celoso
?
Yo me reía de Vince. Había tantas posibilidades de que aquellos dos sintieran deseos de explorar sus respectivos cuerpos como de que metieran las manos en el fuego. Pero sí me puse celoso de Tom Harrigan, porque lo primero que hizo al aterrizar en el campus fue intentar ligar descaradamente con Billy solo para ver si había suerte. Billy lo rechazó, pero Tom siguió demostrando interés.
El programa de estudios gay y el debate abierto acabaron convirtiéndose en un servicio de orientación, al cual podían dirigirse los estudiantes de cualquier otro campus. Joe Prescott trajo a David Silver, un joven psicoterapeuta muy bueno cuyo objetivo —más que intentar curas agresivas— era ayudar a los estudiantes gay a superar sus conflictos. Pusimos anuncios en las publicaciones de los campus de todo el país. Los atletas eran particularmente bienvenidos a nuestro servicio. Estábamos abiertos no sólo a los estudiantes, sino también a hombres y mujeres tanto de la competición amateur como de la profesional. Manteníamos una estricta confidencialidad y los atletas gay acudían a nosotros, en su mayor parte, en mitad de la noche. Si pudiera decir nombres, incluiría aquí una lista tal vez no demasiado larga, pero sí sorprendente por la gama de edades y deportes que comprendería.
También teníamos un servicio gay de atención telefónica que funcionaba desde las seis de la tarde hasta la medianoche y en el que siempre había dos estudiantes de guardia. Aún me parece oír a Billy descolgar el teléfono en su dormitorio de la residencia y decir: «Prescott Gay». Al principio, le ponía un poco nervioso tratar de aquella forma anónima los problemas de un desconocido pero, gracias a algunos consejos de Silver, consiguió relajarse y transmitir su compasión a través del teléfono.
El 7 de octubre fui a Nueva York para la habitual comida de los lunes en Mamma Leone con la prensa especializada en atletismo. No había asistido a una de esas comidas desde antes de dejar Penn State. Me había mantenido al margen incluso después de llegar a Prescott y empezar a entrenar a mis tres superestrellas, porque no me sentía lo bastante seguro. Aquel otoño, sin embargo, sentí que estaba mentalmente preparado. Tenía un nutrido grupo de buenos corredores a los que publicitar y, además, quería anunciar que Prescott celebraría su primera competición universitaria de cross a finales de octubre. No podía ser más sencillo.
Mamma Leone recuerda un poco a las termas de Caracalla, con sus arcos lúgubres y sus bustos romanos por todas partes, que contrastan con las mesas de manteles a cuadros rojos. Había unas cincuenta personas, en su mayor parte entrenadores y periodistas: todos engullían sus lasañas o sus espaguetis con salsa de almejas y se tragaban sus Martini o sus cervezas. Escuchaban a un entrenador tras otro, a medida que éstos se levantaban, se acercaban al micrófono y ofrecían noticias sobre sus equipos, o sobre la próxima competición, tratando de sonar lo bastante convincentes como para que los periódicos publicaran algo. La atmósfera estaba tan cargada del humo de los cigarrillos que me empezaron a llorar los ojos. Los periodistas garabateaban notas y hacían preguntas. Sólo había una mujer, una periodista. El ambiente, en conjunto, era muy masculino, muy conservador, muy serio.
Yo estaba sentado a una mesa apartada con Bruce Cayton, que había dejado el
Post
ahora trabajaba como
freelance
, y Aldo Franconi. Aldo era un viejo amigo, uno de los pocos que me siguieron hablando durante la oscura época que siguió a Penn. Era entrenador de un equipo de Long Island, jefe del comité metropolitano de atletismo de la AAU y uno de los veinticinco miembros de la comisión directiva del Comité Olímpico de Estados Unidos. Aldo era, también, uno de esos tipos bruscos y barrigones que son el alma del mundo del atletismo y que entregan su vida entera a ese deporte. Mis dos buenos amigos parecían bastante apagados y yo hice lo posible por mantener una conversación con ellos. Mientras esperábamos que me llegara el turno de acercarme al micro, dije:
—He notado que, últimamente, hay unas cuantas personas más que me hablan. Sólo unas cuantas.
Aldo me miró de una forma extraña durante unos segundos.
—Están celosos —dijo al fin—. Ninguno de ellos tiene en sus equipos posibles medallas de oro como Matti o Sive.
Con Bruce tuve que esforzarme un poco más.
—Bruce —le dije—, no dejaste mucha huella en el
Post
. Siguen dedicándole al atletismo el mismo espacio que antes.
—Al
Post
sólo le interesan los corredores de cuatro patas —replicó Bruce, tragándose un Martini de golpe.
Cuando me acerqué al micro, me di cuenta de repente de que estaba nervioso. Me disponía a librar una batalla y ellos, a dispararme con balas de verdad: era un marine en su primer desembarco. Bajo el cielo azul, rodeadas de arcos sombríos y bustos romanos, aquellas cincuenta caras me parecieron hostiles. Me dije que sólo eran imaginaciones mías y me las apañé para soltarles mi pequeño discurso: les hablé de los corredores de categoría que habíamos incorporado al equipo; les dije que Prescott sería un equipo al que había que tener en cuenta aquel año, que sobre el papel éramos muy poderosos y que teníamos intención de arrasar en todas las competiciones de la NCAA. Les hablé de nuestra próxima competición de cross y animé a los periodistas a que le dieran la mejor cobertura informativa. Un ataque de nerviosismo me asaltó en el último momento y no les conté nada concreto de mis tres superestrellas gay, ni de la marcha de sus entrenamientos.