El Cuaderno Dorado (105 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Empezó a dar excusas, mientras subían las escaleras, por haber tenido que reunirse con su agente; pero ella le interrumpió para preguntarle si se había divertido en la reunión. Él soltó una risotada brusca y dijo:

—¡Vaya! Me has cogido con las manos en la masa.

—Podrías haber dicho tranquilamente que querías ir a una reunión.

Estaban en la cocina, examinándose mutuamente, sonrientes. Anna pensaba: «Una mujer sin hombre no puede conocer a un hombre, sea quien sea, tenga la edad que tenga, sin pensar siquiera por medio segundo que quizás esté delante
del
hombre. Por esto me irritó su mentira acerca de la reunión. ¡Qué aburrimiento, todas estas emociones tan archiconocidas!».

De pronto, Anna dijo:

—¿Quieres ver la habitación?

Él estaba de pie, con la mano apoyada en el respaldo de una silla de cocina pintada de amarillo, intentando sobreponerse a la demasiada bebida que había ingerido en la fiesta, y repuso:

—Sí.

Pero no se movió.

—Me llevas ventaja; yo estoy sobria. Pero hay una serie de cosas que debo decir. Primero, que ya sé que no todos los americanos son ricos y que el alquiler es bajo. —Él sonrió—. Segundo, que supongo que estarás escribiendo la gran novela épica americana y...

—Te equivocas; todavía no he empezado —le interrumpió.

—Imagino que te estás psicoanalizando porque tienes problemas.

—De nuevo te equivocas. Visité una vez a un encogedor de cabezas y decidí que lo haría mejor yo solo.

—Bueno, eso está bien. Por lo menos quiere decir que se te podrá hablar.

—¿Por qué estás tan a la defensiva?

—Yo hubiera dicho, más bien, agresiva —puntualizó Amia, riéndose.

Notó, con interés, que lo mismo podría haber llorado.

—He venido a esta hora tan poco correcta porque quería pasar la noche aquí.

He estado en el albergue, que siempre, en todas las ciudades, es mi sitio menos favorito, y me he tomado la libertad de traer la maleta. Mi transparente astucia ha hecho que la dejara fuera, junto a la puerta.

—Pues éntrala.

Bajó a recoger la maleta. Mientras, Anna fue a la habitación grande, en busca de sábanas para la cama. Entró en ella sin pensar; pero, cuando le oyó cerrar la puerta, se quedó helada al comprender que el cuarto debía de ofrecer un aspecto muy raro. El suelo era un mar de diarios y revistas; las paredes aparecían empapeladas con recortes; la cama estaba sin hacer. Se volvió hacia él, con las sábanas y la funda de la almohada, diciendo:

—Si pudieras hacerte la cama...

Pero él se encontraba ya en la habitación, examinándola desde detrás de sus gafas con una expresión de astucia. Luego se sentó sobre la mesa de caballete, donde estaban los cuadernos, balanceando las piernas. La miró a ella (que se vio a sí misma, metida en una bata roja descolorida, y con el pelo cayéndole en mechones estirados alrededor de la cara, sin arreglar), a las paredes, al suelo y a la cama. Luego exclamó, con una voz que pretendía sonar escandalizada:

—¡Jesús!

Pero por la cara se le veía interesado.

—Me han dicho que eres de izquierdas —prorrumpió Anna, suplicante, e interesada al ver que lo había dicho instintivamente, para explicar el confuso desorden.

—De marca, de la posguerra.

—Esperaba que dijeras: «Yo y los otros tres socialistas de los Estados Unidos vamos a...».

—Los otros
cuatro
. —Se acercó a una pared como si la acechara, se quitó las gafas para mirar al papel (descubriendo unos ojos abrumados por la miopía), y volvió a exclamar—: ¡Jesús!

Volvió a calarse las gafas cuidadosamente y dijo:

—Una vez conocí a uno que era corresponsal periodístico de primera categoría. Por si, como sería muy natural, quisieras saber qué relación tuvo conmigo, te diré que para mí fue como un padre. Era rojo. Luego, por una serie de cosas que pudieron más que él... Sí, ésta es una buena manera de explicarlo... Bueno, pues hace tres años que está metido en un piso sin agua caliente, en Nueva York, con las cortinas corridas y leyendo periódicos todo el día. Los periódicos están amontonados y llegan hasta el techo. El suelo libre se le ha reducido a, digamos, un espacio conservador, es decir, no más de dos metros cuadrados. Antes de la invasión periodística era un piso grande.

—Mi manía sólo dura desde hace unas pocas semanas.

—Siento que es mi deber decírtelo: es una cosa que empieza y acaba venciéndole a uno, mentalmente. ¡Pobre amigo mío! Se llama Hank, por cierto.

—Naturalmente.

—Un buen hombre. Es triste ver a alguien perderse de esta forma.

—Por suerte, tengo una hija que regresa del colegio el mes que viene. Para entonces ya habré vuelto a la normalidad.

—Puede que se quede en el fondo —dijo él, sentándose sobre la mesa y columpiando sus flacas piernas.

Anna empezó a dar la vuelta a las mantas de la cama.

—¿Lo haces por mí?

—¿Por quién va a ser?

—Las camas sin hacer son mi especialidad.

Se le acercó en silencio, mientras ella se inclinaba para hacer la cama, y Anna dijo:

—Ya he tenido todo el sexo eficiente y frío que podía soportar.

Él volvió a la mesa y observó:

—¿No nos pasa a todos? ¿Qué le habrá sucedido a aquel sexo afectuoso y atento de que nos hablan los libros?

—Se nos habrá quedado en el fondo —repuso Anna.

—Además, ni llegó a ser eficiente.

—¿No lo has experimentado nunca? —inquirió Anna, apuntándose un tanto.

Se volvió. La cama estaba hecha. Ambos se sonrieron con ironía.

—Yo
quiero
a mi
mujer
.

Anna se rió.

—Sí. Por eso me divorcio de ella. O ella se divorcia de mí.

—Bueno, un hombre me quiso una vez. Quiero decir,
de verdad
.

—¿Y qué pasó?

—Que me plantó.

—Se comprende. El amor es demasiado difícil.

—Y el sexo demasiado frío.

—¿Quieres decir que has sido casta desde entonces?

—No mucho.

—Ya me parecía.

—No obstante...

—Bueno. Una vez aclaradas nuestras posturas, ¿nos podemos ir a la cama? Me siento un poco inflamado y tengo sueño. Además, no puedo dormir solo.

El
no puedo dormir solo
fue dicho con la frialdad despiadada de una persona que está en las últimas. Anna se quedó atónita; decidió aislarse de sí misma para examinar a aquel hombre en serio. Él estaba sonriendo, sentado encima de la mesa. Era un hombre que se esforzaba desesperadamente para mantenerse entero.

—Yo todavía soy capaz de dormir sola.

—Entonces, desde tu ventajosa situación bien puedes hacer gala de generosidad.

—Queda pronto dicho.

—Anna, lo necesito. Cuando una persona necesita algo, se lo tienes que dar.

Anna permaneció en silencio.

—No pediré nada, no exigiré nada, y me iré cuando me lo digas.

—Sí, seguro —repuso Anna, sintiéndose de repente enfadada. Luego añadió, temblando de ira—: Ninguno de vosotros pide nunca nada. Salvo que lo pedís todo, pero sólo por el tiempo que lo necesitéis.

—Es la época en que vivimos.

Anna se rió, y su ira quedó disipada. De pronto, él también rompió a reír, sonora, aliviadoramente.

—¿Dónde pasaste la noche de ayer?

—Con tu amiga Betty.

—No es amiga mía. Es amiga de una amiga mía.

—Pasé tres noches con ella. Después de la segunda, me dijo que me amaba y que iba a dejar a su marido por mí.

—Qué convencional.

—Tú no harías una cosa parecida, ¿verdad?

—Es posible que sí. A cualquier mujer le puede ocurrir, si le gusta un hombre.

—Pero, Anna, debes
comprender..
.

—Oh, lo comprendo muy bien.

—Entonces, ¿no necesito hacerme la cama?

Anna empezó a llorar. Él se le acercó, se sentó a su lado, la rodeó con un brazo y dijo:

—Es una locura. Recorriendo el mundo... porque he estado dando vueltas al mundo, ¿te lo han dicho...? Pues bien, abres una puerta, y detrás te encuentras a una persona en apuros. Cada vez que abres una puerta te encuentras con alguien hecho pedazos.

—Tal vez seleccionas las puertas.

—Aunque así sea. Me he encontrado con una cantidad sorprendente de puertas que... No llores, Anna. Es decir, a no ser que disfrutes; pero no tienes la cara de pasarlo bien.

Anna se dejó caer sobre los almohadones y yació en silencio, mientras él se sentaba cerca de ella, encorvado, pulsándose los labios, triste e inteligente, con determinación.

—¿Qué te hace pensar que a la mañana del segundo día no voy a pedirte que te quedes conmigo?

—Eres demasiado inteligente.

Anna dijo, resentida por su cautela:

—Será mi epitafio. Aquí yace Anna Wulf, quien siempre fue demasiado inteligente. Les dejó ir.

—Podrías hacer algo peor. Podrías guardarlos, como algunas que te podría nombrar.

—Supongo que sí.

—Me voy a poner el pijama y vuelvo.

Anna, sola, se quitó la bata, vaciló entre una camisa de dormir y un pijama, y escogió este último, sabiendo por instinto que él lo preferiría al camisón; fue, como si dijéramos, un gesto de autodefinición.

Apareció en bata y con las gafas puestas, cuando ella ya estaba en la cama. La saludó con la mano; luego fue a una pared y empezó a arrancar trozos de papel de periódico.

—Un pequeño servicio —dijo—, pero ya era hora de que te lo rindieran.

Anna oyó el ruidito que hacía al arrancar los recortes de periódicos, los ligeros golpes de las chinchetas que caían al suelo. Escuchaba con los brazos cruzados por debajo de la cabeza, echada en la cama. Sentía que la protegían y que se ocupaban de ella. A cada tantos minutos alzaba la cabeza para ver cuánto había progresado. Poco a poco iban reapareciendo las paredes blancas. El trabajo tomó un largo tiempo, más de una hora.

Por fin, él dijo:

—Bueno, ya está. Otra alma salvada para el mundo de los sanos.

Entonces alargó los brazos para abarcar hectáreas de papel de periódico sucio, amontonando los diarios debajo de la mesa de caballete.

—¿Qué son estos libros? ¿Otra novela?

—No. Aunque una vez escribí una novela.

—La he leído.

—¿Te gustó?

—No.

—¿No? —Anna estaba excitada—. Estupendo.

—Postiza. Es el calificativo que emplearía, si me lo preguntaran.

—Te voy a pedir que te quedes a la segunda mañana. Siento que va a ocurrir eso.

—Pero ¿qué son estos libros tan saludablemente encuadernados? —preguntó él, abriendo las cubiertas.

—No quiero que los leas.

—¿Por qué no? —dijo, leyéndolos.

—Sólo una persona los leyó, y trató de matarse. No lo logró; se quedó ciego, y ahora se ha convertido en lo que trataba de evitar con el suicidio.

—Triste.

Anna alzó la cabeza para verle. En la cara tenía, adrede, una sonrisa de mochuelo.

—¿Quieres decir que es todo culpa tuya?

—No necesariamente.

—Bueno, yo no soy un suicida en potencia. Diría que soy más bien un aprovechador de mujeres..., alguien que chupa la vitalidad de los otros, pero no un suicida.

—No necesitas hacerte el chulo por ello.

Una pausa. Luego él dijo:

—Pues sí, ya que estamos en ello, y habiéndolo pensado desde todos los
ángulos
, yo diría que es algo que vale la pena afirmar. Eso es lo que estoy haciendo. No me hago el chulo, lo digo. Me defino. Por lo menos lo sé, lo cual quiere decir que puedo vencerlo. Te sorprendería la cantidad de gente que conozco que se está suicidando, o que se alimenta de otras personas sin saberlo.

—No, no me sorprendería.

—No. Pero yo lo sé, sé lo que hago, y por esto venceré.

Anna oyó el ruido amortiguado de las cubiertas de los cuadernos al cerrarse, y su voz joven, alegre y astuta, que le preguntaba:

—¿Qué has estado tratando de hacer? ¿Enjaular la
verdad? ¿La
verdad y todo lo demás?

—Algo así. Pero no sale.

—Tampoco sale eso de dejar que el buitre de la mala conciencia te devore. No está nada bien.

Luego empezó a cantar una especie de canción pop:

El buitre de la mala conciencia,

Se alimenta de ti y de mí,

No le dejes al viejo buitre que te coma,

No le dejes comerte a ti...

Fue hacia el tocadiscos, miró qué discos tenía, puso uno de Brubeck y dijo:

—De mi hogar a mi hogar. Salí de los Estados Unidos ansiando experiencias nuevas, pero en todas partes encuentro la música que dejé en mi país. «Como un solemne y alegre mochuelo, a causa de sus gafas, se estuvo sacudiendo los hombros y moviendo los labios al ritmo del jazz.» No cabe duda —prosiguió poco después— de que le da a uno un cierto sentido de continuidad... Sí, ésta es la palabra, un preciso sentido de continuidad; eso de ir de ciudad en ciudad al son de la misma música y encontrándose, detrás de cada puerta, un chalado así...

—Yo estoy chalada sólo temporalmente.

—Oh, sí, claro. Pero lo estás, y con eso basta.

Fue hacia la cama, se quitó la bata y se acostó como un hermano, amistosamente y con naturalidad.

—¿No te interesa saber por qué estoy en tan baja forma? —preguntó él, al cabo de una pausa.

—No.

—Te lo voy a decir, de todas maneras. No puedo dormir con las mujeres que me gustan.

—Trivial.

—De acuerdo. Trivial, hasta un punto tautológico y monótono.

—Y bastante triste para mí.

—Y para mí, ¿no?

—¿Sabes cómo me siento ahora?

—Sí. Créeme, Anna, lo sé y lo siento. No soy un ingenuo. —Hizo una pausa, antes de añadir—: Pensabas: «Y yo ¿qué?».

—Pues, qué raro, sí.

—¿Quieres joder? Podría hacerlo, si quieres.

—No.

—No, ya suponía que no lo querías, y tienes razón.

—Así y todo.

—¿Qué te parece, ser como yo? La mujer que me gusta más en el mundo es mi mujer. La última vez que jodimos fue en la luna de miel. Después, bajó el telón. Tres años más tarde, lo resiente y me dice: ¡Basta! ¿Se lo echas en cara? ¿Y yo? Pero yo le gusto más que nadie en el mundo. Las tres noches últimas las he pasado con la amiga de tu amiga, Betty. No me gusta ella, pero tiene cierto meneo del culo que me encanta.

—Por favor.

—¿Quieres decir que ya lo has oído todo en otras ocasiones?

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