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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (104 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Todo parecía haber cambiado. Janet se había marchado. Marión y Tommy se habían ido a Sicilia, pagando Richard y llevándose un enorme montón de libros sobre África. Tenían la intención de visitar a Dolci, para ver si podían, según palabras de Marión, «ayudar en algo al pobre hombre. ¿Sabes, Anna, que en mi escritorio tengo una foto suya?».

Molly también estaba sola, en una casa vacía, después de perder al hijo que se había marchado con la segunda mujer de su ex marido. Invitó a los hijos de Richard a pasar una temporada con ella. Richard estaba encantado, aunque todavía culpaba al estilo de vida de Molly de la ceguera de su hijo. Molly tuvo a los chicos mientras Richard estaba en el Canadá, con su secretaria, organizando las finanzas de tres nuevas plantas de acero. Aquel viaje era una especie de luna de miel, pues Marion había aceptado la idea de divorciarse.

Anna descubrió que pasaba el tiempo sin hacer nada; y decidió que el remedio para aquella situación era un hombre. Se lo recetó como una medicina.

La telefoneó un amigo de Molly, para quien ésta no disponía de tiempo, pues estaba ocupada con los hijos de Richard. Era Nelson, un guionista americano que había conocido en casa de Molly y con el que cenaba de vez en cuando.

Cuando la llamó le dijo:

—Antes de vernos, tengo el deber de avisarte que estoy a punto de encontrar a mi mujer intolerable por tercera vez.

Mientras cenaban, hablaron sobre todo de política.

—La diferencia entre un rojo en Europa y un rojo en América es que en Europa el rojo es comunista, mientras que en América es alguien que no se ha atrevido nunca a sacar la tarjeta del Partido, bien sea por cautela o por cobardía. En Europa tenéis comunistas y compañeros de viaje. En América tenemos comunistas y ex rojos. Yo, e insisto en la diferencia, era rojo. No quiero más dificultades de las que ya tengo. Bueno, ahora que me he definido, ¿vas a invitarme a tu casa esta noche?

Anna pensaba: «Sólo hay un pecado, y es convencerte de que lo de segunda clase no sea de segunda clase. ¿De qué sirve estar siempre suspirando por Michael?».

En consecuencia, pasó la noche con Nelson. El hombre tenía, como Anna comprendió muy pronto, dificultades sexuales; pero ella simuló, por cortesía, que nada iba mal en serio. Por la mañana se separaron amigos. Luego Anna se encontró llorando, muy deprimida. Se dijo que la cura para esto no era estarse sola, sino llamar a uno de sus amigos. No lo hizo; se sentía incapaz de enfrentarse con la obligación de ver a otra persona, y no digamos ya de tener otra «aventura».

Anna se encontró pasando el tiempo de un modo curioso. Siempre había leído grandes cantidades de periódicos, revistas, semanarios; sufría del vicio de los de su clase:
tenía
que enterarse de lo que sucedía en todas partes. En cambio ahora, después de levantarse tarde y de tomar café, se instalaba en el suelo de su cuarto grande, rodeada de media docena de diarios y de una docena de semanarios, para leerlos, despacio, una y otra vez. Trataba de relacionar una cosa con otra. Así como anteriormente leía para formarse una idea de lo que sucedía por el mundo, ahora sentía que una forma de orden, hasta entonces familiar, había desaparecido. Parecía como si su mente se hubiera convertido en una zona de equilibrios que vacilaban; contraponía los hechos, los acontecimientos, enfrentando los unos a los otros. No se trataba ya de secuencias de acontecimientos, con sus consecuencias probables. Era como si ella, Anna, fuera un punto central de concienciación, al que atacaban un millón de hechos inconexos, y como si el punto central fuera, a desaparecer cuando no pudiera ser capaz de sopesar y equilibrar los hechos, de tenerlos todos en cuenta. De pronto se encontraba con la mirada fija en una declaración como: «El riesgo de ignición proveniente de la radiación térmica de la explosión sobre la superficie de 10 M.T., se extenderá hasta un círculo de unas 25 millas de radio. Un círculo de fuego con un radio de 25 millas abarcará un área de 1900 millas cuadradas, y si se hace detonar el arma cerca del punto que quiere alcanzarse, incluirá las secciones más densamente pobladas del complejo del objetivo, lo que significa que, bajo determinadas y claras condiciones atmosféricas, todas las personas y objetos incluidos en esta gran área se verán probablemente sujetos a un grave peligro térmico, siendo consumidos en el holocausto la mayoría de ellos»... Y entonces, lo que a ella le resultaba más terrible no eran las palabras, sino el hecho de no poder relacionar imaginativamente lo que decían con una idea como ésta: «Soy una persona que continuamente destruye las posibilidades de un porvenir, a causa del número de puntos de vista alternativos que puedo ver en el presente». Fijaba su atención en estas dos series de palabras, hasta que las palabras mismas parecían despegarse de la página y escurrirse, como si se hubieran despegado de su propio significado. Pero el significado permanecía, Sin confirmarse en las palabras, y seguramente resultaba más terrible (aunque no sabía la razón de ello) porque éstas no lograban delimitar aquél. Y entonces, derrotada por ambas series de palabras, las ponía a un lado y se fijaba en otra serie: «En Europa no comprenden suficientemente que hoy, en África, tal como están las cosas, no hay
statu quo»
. «El formalismo (y no, como sugiere Smith, un neo-neo-romanticismo) creo que será la moda del futuro.» Se pasaba horas sentada en el suelo y concentrándose en una selección de fragmentos de letra impresa. No tardó en empezar una nueva actividad. Recortaba cuidadosamente trozos de letra impresa de los diarios y revistas, y los colgaba en la pared con chinchetas. Las blancas paredes del cuarto grande no tardaron en aparecer totalmente cubiertas de recortes grandes y pequeños de los periódicos. Se paseaba con cuidado por delante de ellos, mirando las afirmaciones que contenían. Cuando agotó las chinchetas, se dijo que era una estupidez continuar con una actividad tan absurda; pero, a pesar de ello, se puso el abrigo, bajó a la calle, y compró dos cajas de chinchetas para terminar de clavar metódicamente los recortes de prensa que todavía estaban sueltos. Pero los nuevos periódicos se amontonaban cada mañana sobre la alfombra, y ella volvía a sentarse, cada mañana, luchando por ordenar el nuevo suministro de material y acabando por ir a comprar más chinchetas.

Se le ocurrió que enloquecía. Aquello era la «depresión nerviosa» que había profetizado, el «crac». Pero a ella no le parecía que estuviera nada loca, sino más bien que la gente que no estaba tan obsesionada como ella con el mundo incipiente reflejado por los periódicos, estaba toda marginada de una horrible e implacable lógica del destino. A pesar de todo, sabía que estaba loca. Y a la vez que no era capaz de acabar con aquella metódica y obsesa lectura de enormes cantidades de letra impresa, con aquel recortar trozos y colgarlos en la pared, sabía que el día en que volviera Janet del colegio, ella se transformaría otra vez en Anna, en la Anna responsable, y la obsesión desaparecería. Sabía, en fin, que el que la madre de Janet fuera sensata y responsable era mucho más importante que la necesidad de comprender el mundo, y que una cosa iba ligada con la otra. El mundo nunca sería comprendido, ordenado por palabras, «nombrado», si la madre de Janet no seguía siendo una mujer capaz de ser responsable.

El conocimiento de que dentro de un mes Janet estaría en casa, importunaba la obsesión de Anna con los datos de los periódicos. La hizo volver a los cuatro cuadernos que había dejado desde el accidente de Tommy. Pasó una y otra vez las páginas de los cuadernos, pero sin sentir ninguna conexión con ellos. Sabía que un tipo u otro de mala conciencia, que no comprendía, la separaba de ellos. La mala conciencia estaba, naturalmente, relacionada con Tommy. No sabía, ni sabría nunca, si el intento de suicidio de Tommy fue precipitado por la lectura de sus diarios o si, suponiendo que así fuera, había en ellos algo especial que le hubiera afectado, o si en realidad eran sólo el producto de su arrogancia. «Es arrogancia, Anna; es irresponsabilidad.» Sí, lo había dicho él; pero más allá de que ella le había decepcionado, de que no había sido capaz de darle algo que necesitaba, no comprendía lo que había sucedido.

Una tarde se fue a dormir y soñó. Sabía que era un sueño que había tenido a menudo otras veces, de una forma u otra. Tenía dos niños. Uno era Janet, gorda y reluciente de salud. El otro era Tommy, un bebé pequeño, al que ella dejaba pasar hambre. Sus pechos estaban vacíos porque Janet había tomado toda la leche que contenían; y Tommy estaba flaco y débil, desapareciendo a ojos vista por causa del hambre que pasaba. Desapareció del todo, en un diminuto montón de carne desnuda, pálida y huesuda, antes de que ella se despertara, enfebrecida por la ansiedad, la dualidad de sí misma y la mala conciencia. Sin embargo, una vez despierta no veía nada que justificara aquel sueño de Tommy muerto de hambre por culpa suya. Y, además, sabía que en otros sueños de aquel ciclo la figura del muerto de hambre hubiera podido ser cualquiera, tal vez la de alguien que pasara por la calle y cuya cara le hubiera obsesionado. Pero no cabía duda de que se sentía responsable por aquella persona medio entrevista, pues de otro modo ¿por qué soñaba que le negaba la ayuda requerida?

Después de haber tenido este sueño, volvió febrilmente a su labor de recortar noticias y colgarlas de la pared.

Aquel día, al atardecer, estaba sentada en el suelo, oyendo jazz y desesperada por causa de su incapacidad de «sacarles sentido» a los fragmentos de letra impresa, cuando tuvo una nueva sensación, como una alucinación, una imagen del mundo nueva y que hasta entonces no había comprendido. Era una comprensión totalmente pavorosa, una realidad diferente de lo que hasta entonces había conocido como realidad, y que venía de una región sentimental que no había visitado jamás. No era estar «deprimida», o sentirse «desgraciada», o tener la sensación de «desaliento»; la esencia de la experiencia era que palabras como aquellas, palabras como alegría o felicidad, carecían de sentido. Al recobrarse de esta iluminación, que fue intemporal, es decir que Anna no sabía cuánto había durado, supo que acababa de vivir una experiencia para la que no había palabras, que estaba más allá de la región donde se puede forzar a las palabras a tener cierto sentido.

Sin embargo, volvió a sentarse frente de los cuadernos, abandonando en su mano la estilográfica (que, con el frágil interior de la panza al descubierto, parecía un animal marino o un caballo de mar) y aguardando vacilante, primero sobre uno, luego sobre otro, a que la esencia de la «iluminación» decidiera por sí sola lo que debía escribir. Pero los cuatro cuadernos, con sus diferentes subdivisiones y clasificaciones, permanecieron como estaban, y Anna dejó la pluma.

Probó con distintos pasajes de música, un poco de jazz, unos fragmentos de Bach, de Stravinsky, pensando que tal vez la música diría lo que no podían decir las palabras; sin embargo, resultó ser una de las veces, cada día más frecuentes, en que la música parecía irritarla, parecía atacarle las membranas de su oído interno, el cual rechazaba los sonidos como si fueran enemigos.

Se dijo: «No sé por qué encuentro aún tan difícil aceptar que las palabras son deficientes y, por naturaleza, inexactas. Si creyera que son capaces de expresar la verdad, no escribiría diarios que no dejo ver a nadie, salvo, claro está, a Tommy».

Aquella noche apenas durmió; estuvo en la cama, despierta, pensando de nuevo en ideas tan conocidas que le aburrían al más mínimo contacto: ideas políticas, la lógica interna que gobierna a la acción en nuestra época. Era un descenso hacia lo trivial; porque, normalmente, llegaba a la conclusión que cualquier acto que hiciera carecería de fe, es decir, no tendría fe en lo «bueno» ni lo «malo», y sería simplemente como un acto provisional, hecho con la esperanza de que resultase bien, pero sin otra cosa fuera de esta esperanza. No obstante, a partir de esta actitud mental era muy posible que se sorprendiera tomando decisiones que tal vez le costaran la vida, o la libertad.

Se despertó muy temprano, y no tardó en encontrarse en mitad de la cocina, con las manos llenas de recortes de periódicos y de chinchetas, pues las paredes de la habitación grande estaban ya totalmente cubiertas, hasta donde ella llegaba. La asaltó un temor y abandonó los nuevos recortes y los paquetes de revistas y diarios. Pensó: «¿Qué razón sensata puede haber para que me escandalice de empezar con otra habitación, si no me pareció raro cubrir por completo las paredes de la primera, o por lo menos no lo suficiente tomo para dejar de hacerlo?».

Sin embargo, se sintió animada al comprender que no colgaría más fragmentos de letra impresa, con información inasimilable. Permaneció en el centro de la gran habitación, diciéndose que debería arrancar los papeles de las paredes. Pero fue incapaz de hacerlo. Volvió a pasear de un lado a otro, a través de la habitación, juntando una declaración con otra, una serie de palabras con otra.

Mientras hacía esto, sonó el teléfono. Era una amiga de Molly, y le dijo que un americano de izquierdas necesitaba una habitación por unos días. Anna bromeó y repuso que, si era americano, estaría escribiendo una novela épica, sometiéndose a un psicoanálisis y pendiente de divorciarse de su segunda mujer..., pero que a pesar de todo ello podía contar con la habitación. Más tarde telefoneó él, diciendo que pasaría aquella tarde, a las cinco. Anna se vistió para recibirle, y entonces cayó en la cuenta de que hacía semanas que no se había vestido, excepto lo mínimo para salir a comprar comida y chinchetas. Poco antes de las cinco volvió a llamar, comunicándole que no podía ir, pues tenía que acudir a una cita con su agente. A ella la sorprendieron los minuciosos detalles con que se explicó, pero no dijo nada. Unos minutos más tarde, la amiga de Molly llamó para decirle que Milt (el americano) iba a una reunión, a su casa, y preguntarle si quería ir también ella. Anna se enfadó, se sacudió el enfado, rehusó la invitación, volvió a ponerse la bata y se tumbó nuevamente en el suelo, con sus recortes.

Aquella noche, tarde ya, llamaron a la puerta. Anna abrió. Era el americano, quien se excusó por no haber telefoneado, mientras ella lo hacía por no estar vestida.

Se trataba de un hombre joven, de unos treinta años, calculó ella; con cabello espeso y castaño, como un gorro de piel de animal sano, y cara delgada e inteligente, con gafas. Era el americano listo, competente y astuto, un tipo de hombre que ella conocía bien y al que había «nombrado» como cien veces más sofisticado que su correspondiente inglés, con lo cual quería significar que era el habitante de un país imbuido en una desesperación todavía no localizada en Europa.

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