Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
Al bajar del autobús me doy cuenta que el solo pensamiento de la pelea que se avecina me ha excitado demasiado, cuando lo esencial para las peleas con el camarada Butte es conservar la calma. Yo, ahora, no estoy calmada, me duele la parte inferior del estómago y, además, llego media hora tarde. Tengo siempre muy en cuenta la puntualidad y el trabajar las horas normales, porque no me pagan y no quiero privilegios especiales. (Michael bromea: «Tú sigues la gran tradición de la clase superior británica de servir a la comunidad. Anna, querida, trabajas para el Partido comunista sin cobrar, de la misma forma que tu abuela hubiera hecho buenas obras para los pobres». Es el tipo de broma que me gasto yo misma; pero cuando la hace Michael, me ofende.) Voy en seguida al lavabo, de prisa, porque llego tarde, me examino, cambio el tampón y me lavo una y otra vez los muslos con agua caliente, para eliminar el olor, agrio y mohoso. Luego me perfumo por entre los muslos y en los sobacos, y trato de grabarme en la memoria que debo volver dentro de una o dos horas. Por último, subo al despacho de Jack, sin entrar en el mío. Jack, que está con John Butte, observa:
—Hueles muy bien, Anna —y en seguida me siento a mis anchas y capaz de dominar la situación.
Miro al rechinante y gris John Butte, un viejo al que se le ha secado todo el jugo, y recuerdo que Jack me contó que, de joven, a principios de los años treinta, era alegre, brillante y agudo. Fue un orador bien dotado y formó parte de la oposición a la línea oficial del Partido. Entonces era en extremo crítico e irrespetuoso. Y después de contarme todo esto, divirtiéndose perversamente con mi asombro, me pasó una novela que John Butte había escrito veinte años antes, una novela sobre la Revolución francesa. Se trataba de un libro lleno de chispa, vivo, valiente. Y ahora le vuelvo a mirar y pienso, sin querer: «El verdadero crimen del Partido comunista británico es el número de personas maravillosas que ha destrozado o convertido en oficinistas polvorientos, secos y quisquillosos, forzándoles a vivir en grupos cerrados a otros comunistas y desconectados de lo que ocurre en su propio país».
De pronto, las palabras que uso me sorprenden y desagradan: así, «crimen» proviene del arsenal comunista y carece de sentido. Hay cierto tipo de proceso social que hace que términos como «crimen» sean estúpidos. Y al pensar en esto siento que me nace otra idea. Y sigo pensando, confusamente: «El Partido comunista, como cualquier otra institución, sigue existiendo gracias al proceso de absorber en su seno a quienes le critican. Les absorbe o les destruye. Siempre he visto la sociedad, las sociedades, organizadas de la siguiente manera: una sección dirigente o gobierno, y otras secciones que se le oponen y que acaban transformando aquélla o suplantándola». Pero la realidad no es en absoluto así. De pronto, lo veo todo de un modo diferente. Hay un grupo de hombres endurecidos y fosilizados a quienes se oponen nuevos jóvenes revolucionarios como lo fue John Butte en su tiempo. Se crea así entre los dos grupos un conjunto, un equilibrio. Y, luego, al grupo de hombres fosilizados y endurecidos como John Butte se opone un grupo nuevo de gente viva y crítica. Pero el centro de ideas muertas y secas no existiría sin los brotes de nueva vida que, a su vez, se transforman rápidamente en madera muerta y sin savia. En otras palabras: yo, la camarada Anna —y ahora, recordándolo, el tono irónico con que me llama el camarada Butte me atemoriza—, conservo vivo al camarada Butte, le alimento y, a su debido tiempo, me convertiré en él. Y en esto no hay ni bien ni mal, sino simplemente un proceso, una rueda que gira, mas siento miedo, porque todo lo que forma parte de mi ser clama contra esta visión de la vida, y vuelvo a ser presa de una pesadilla que me parece que me ha tenido prisionera desde hace mucho tiempo, siempre que me coge desprevenida. La pesadilla, que adopta formas diversas, me sobreviene tanto si duermo como si estoy despierta. Puede ser descrita con la mayor sencillez, de la siguiente manera: surge un hombre con los ojos vendados y de espaldas a una pared de ladrillos. Ha sido torturado casi hasta la muerte. Frente a él hay seis hombres con los fusiles apuntados, listos para disparar, que esperan órdenes de un séptimo individuo que tiene una mano levantada. Cuando baje la mano, harán fuego y el prisionero caerá muerto. Pero, de pronto, ocurre algo inesperado, aunque no del todo, pues el séptimo hombre ha estado atento durante todo el rato, por si ocurría. En la calle se produce una explosión de gritos y lucha. Los seis miran interrogativos al oficial, al séptimo. El oficial espera, inmóvil, para ver de qué lado acaba inclinándose la lucha. Se oye un grito: «¡Hemos ganado!». El oficial cruza el espacio hasta la pared, desata al condenado, y se coloca en su lugar. El que había estado atado hasta entonces, ata al otro. Se desarrolla a continuación el momento más angustioso de la pesadilla: ambos hombres se contemplan con una sonrisa breve, amarga, de aceptación. Esa sonrisa les hermana. La sonrisa contiene una verdad terrible que yo quiero ignorar, porque hace imposible la emoción creadora. El oficial, el séptimo, está ahora con los ojos vendados y esperando de espaldas a la pared. El antiguo prisionero se dirige al pelotón, que sigue con las armas a punto. Levanta la mano y la deja caer. Suenan unos tiros y el cuerpo se desploma junto a la pared, entre convulsiones. Los seis soldados tiemblan, se encuentran mal, necesitan beber algo para borrar el recuerdo del asesinato que han cometido. Pero el hombre que había estado atado y permanece libre, se ríe de los que se van a trompicones, maldiciéndole y odiándole, de la misma forma que hubieran maldecido y odiado al otro, al que ha muerto. Y esa risa ante los seis soldados inocentes encierra una terrible ironía comprensiva. Ésta es la pesadilla. Mientras tanto, el camarada Butte está esperando. Como siempre, sonríe con aquella sonrisita crítica y a la defensiva, semejante a una mueca.
—Bueno, camarada Anna, ¿nos vas a permitir que publiquemos estas dos obras maestras?
Jack no puede contener una mueca. Y caigo en la cuenta de que acaba de comprender, como yo misma, que se van a publicar los dos libros: la decisión ya está tomada. Jack los ha leído y ha observado con su mansedumbre característica:
—No son muy buenos, pero supongo que podrían ser peores. —Si de veras te interesa lo que yo pienso —objeto—, creo que debería publicarse uno, aunque lo cierto es que ninguno de los dos me satisface.
—Pero, como es natural, no podemos esperar que logren obtener tantas alabanzas como tu obra maestra.
Esto no significa que no le gustara
Las fronteras de la guerra;
le dijo a Jack que le había gustado, aunque a mí nunca me lo ha dicho. Pero sugiere que si tuvo tanto éxito fue debido a lo que él llamaría «el tinglado de las editoriales capitalistas». Y, claro, le doy la razón, salvo que la palabra capitalista podría ser sustituida por otras, como, por ejemplo, comunista o revista femenina. El tono de su voz forma parte del juego, de nuestros papeles. Yo soy la «escritora burguesa de éxito», y él, «el guardián de la pureza de los valores de la clase obrera». (El camarada Butte proviene de una familia de la clase media alta. Pero esto, naturalmente, no cuenta.) Hago una sugerencia:
—¿Quizá las podríamos discutir por separado?
Pongo dos paquetes de manuscritos sobre la mesa y empujo uno hacia él. Afirma con la cabeza. Se titula:
Por la paz y la felicidad
, y lo ha escrito un joven obrero. O al menos así es como le ha descrito el camarada Butte. En realidad tiene casi cuarenta años, ha sido durante veinte funcionario del Partido comunista, y antes fue albañil. Está mal escrito y la historia carece de vida, pero lo que de verdad aterroriza de este libro es que se ajusta al mito oficial de este momento. Si un marciano (o ruso, es igual) leyera esta novela, se llevaría la impresión de que: a) las ciudades de Inglaterra están sumidas en una espantosa pobreza, llenas de paro, de brutalidad, y de una miseria dickensiana; y b) los trabajadores de Inglaterra son todos comunistas o, por lo menos, reconocen que el Partido es su dirigente natural. Esta novela no tiene ningún contacto con la realidad. No obstante, es una recreación muy exacta de los ilusorios mitos del Partido comunista en esta época concreta. La he leído bajo cincuenta formas y disfraces diversos en el transcurso de este año pasado.
—Sabéis muy bien que el libro es rematadamente malo.
La cara larga y huesuda del camarada Butte adopta una expresión de seca testarudez. Pienso en la novela que él escribió, hará veinte años, viva, excelente, y me maravillo de que sea la misma persona.
—No es una obra maestra ni he dicho que lo fuera —observa—, pero es un buen libro. Creo yo, ¿eh?
Es el preludio, por así decirlo, de lo que se espera que va a seguir. Yo le llevaré la contraria y él se defenderá. El final no importa, porque la decisión ya se ha tomado. El libro se publicará. La gente del Partido dotada de cierto sentido crítico va a sentir un poco más de vergüenza por la degradación progresiva que sufren los valores comunistas. El
Daily Worker
lo ensalzará: «A pesar de sus defectos, es una honesta novela sobre la vida del Partido», Los críticos «burgueses» que se fijen en ella proclamarán su desprecio. En realidad, todo continuará como siempre. Y yo, de pronto, pierdo todo interés.
—Muy bien; publicadla. No hay nada que añadir.
Se produce un silencio de asombro. Los camaradas Jack y Butte llegan, incluso, a intercambiar miradas. El camarada Butte baja los ojos. Está molesto. Caigo en la cuenta de que mi papel o función es discutir, representar al crítico, para que así el camarada Butte pueda hacerse la ilusión de que ha conseguido sus propósitos gracias a una victoria sobre la oposición de personas bien informadas. En realidad, yo soy su juventud, que se le encara y a la que tiene que derrotar. Me avergüenza no haberme dado cuenta antes de este hecho tan obvio, y llego a pensar que tal vez los otros libros no se hubieran publicado, si yo me hubiera negado a representar el papel del crítico cautivo. Jack dice, con mansedumbre, al cabo de un rato:
—Pero, Anna, ¡esto no puede ser! Se espera que ofrezcas tu opinión crítica para conocimiento de nuestro camarada Butte.
—Tú sabes que es mala. El camarada Butte sabe que es mala... —el camarada Butte alza sus ojos medio apagados, rodeados de arrugas, y me mira—. Y yo sé que es mala. Pero todos sabemos, también que se va a publicar.
John Butte dice:
—¿Puedes explicarme, camarada Anna, en seis palabras, o en ocho si no es pedir demasiado de tu valioso tiempo, por qué es mala esta novela?
—Porque a mi entender, el autor ha trasplantado, intactos, sus recuerdos de los años treinta a la Inglaterra de 1954, y aparte de eso parece abrigar la impresión de que la gran clase obrera británica es leal al Partido comunista.
Los ojos se le encienden de ira. De súbito, levanta el puño y golpea el escritorio de Jack.
—¡Que lo publiquen, maldita sea! —grita—. ¡Que lo publiquen, maldita sea! Lo digo yo.
Resulta tan estrambótico que yo me echo a reír. Luego me doy cuenta de que debí preverlo. Ante mi risa y la sonrisa de Jack, John Butte parece retorcerse de ira. Se parapeta más y más detrás de las barricadas erigidas por sí mismo para encerrarse en una fortaleza interior, mientras nos mira con ojos firmes y airados.
—Parece que te divierto, Anna. ¿Podrías tener la amabilidad de explicarme por qué?
Me sigo riendo y miro a Jack, que me hace una señal con la cabeza: sí, explícate. Vuelvo a mirar a John Butte, reflexiono y digo:
—Tus palabras compendian lo que no funciona en el Partido. El hecho que se usen los lemas del humanismo decimonónico, predicando el valor frente a los riesgos, la verdad frente a la mentira, y todo para defender la publicación de un libro detestable y falso por una editorial comunista que no arriesga nada publicándolo, ni siquiera la reputación de integridad, es la cristalización de la podredumbre intelectual del Partido.
Estoy enojadísima. Luego me acuerdo de que trabajo para esta editorial, de que no soy quién para criticarla, de que Jack la dirige, y de que, de hecho, publicará la novela. Temo haber ofendido a Jack y le miro: me devuelve la mirada, con calma, y luego hace una inclinación de cabeza, sólo una, y sonríe. John Butte ve el gesto de la cabeza y la sonrisa. Jack se vuelve para enfrentarse con la ira de John, una ira justa, a pesar de todo, porque defiende el bien, la justicia y la verdad. Más tarde, los dos discutirán lo sucedido. Jack me dará la razón a mí, el libro se publicará...
—¿Y el otro libro? —pregunta Butte.
Pero yo estoy harta e impaciente. Pienso que, al fin y al cabo, a este nivel debe juzgarse al Partido, al nivel en que se toman las decisiones, en que se realizan tareas concretas, y no al nivel de las conversaciones que tengo con Jack, y que no afectan en nada al Partido. De pronto, concluyo que debo abandonar el Partido. Me interesa el hecho de que lo decida en este momento, y no en otro.
—Así, pues —digo amablemente—, se publicarán los dos libros y la discusión habrá sido muy interesante, ¿no?
—Sí, gracias, camarada Anna. De veras que lo ha sido—dice el camarada John Butte.
Jack me está observando. Creo adivinar en su expresión que sabe que he tomado la decisión. Pero ahora estos hombres tienen que discutir otras cosas que no me conciernen. Por lo tanto, me despido de John Butte y me voy a mi despacho, que está en el cuarto vecino. Lo comparto con la secretaria de Jack, Rose. No nos tenemos ninguna simpatía, y nos saludamos con frialdad. Me encaro con el montón de periódicos y artículos que hay sobre mi escritorio. Leo revistas y periódicos publicados en inglés en los países comunistas (Rusia, China, Alemania del Este, etc., etc.), y, si hay alguna historia, artículo o novela «adaptable a las circunstancias inglesas» se lo presento a Jack, que es tanto como decir a John Butte. En realidad, los temas «adaptables a las circunstancias inglesas» son muy pocos. De vez en cuando, un artículo o un cuento. No obstante, leo todo este material con avidez, lo mismo que Jack, por una sola razón: para leer entre líneas, para descubrir corrientes y tendencias.
Pero, tal como he descubierto recientemente, hay algo más. La razón de mi fascinada voracidad es otra. Casi todo está escrito de manera insípida, es convencional y optimista, y tiene un tono curiosamente alegre, incluso cuando trata de guerras y sufrimientos. Todo proviene del mito. Sin embargo, este estilo malo, sin vida y trivial, es la otra cara de mi moneda. Me avergüenzo del impulso psicológico que creó
Las
fronteras de la guerra
. He decidido no volver a escribir, si ésta es la emoción que pervive en mi literatura.