El Cuaderno Dorado (56 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Regreso al cuarto. Michael es como una giba tapada por las sábanas. Corro las cortinas, me siento en la cama y le despierto con un beso. Me coge y dice:

—Vuelve a la cama.

Son las ocho pasadas. Ha puesto sus manos sobre mis pechos. Me empiezan a arder los pezones, y tengo que dominar mi reacción.

—Son las ocho.

—Ay, Anna, ¿por qué eres tan hacendosa y eficiente por las mañanas?

—Más vale así —comento en tono ligero, aunque no se me escapa cierto tono molesto.

—¿Dónde está Janet?

—Se ha ido a la escuela.

Aparta las manos de mis pechos, y yo me siento perversamente decepcionada de que no hagamos el amor, a la vez que aliviada porque si lo hubiéramos hecho habría llegado tarde, enojándose conmigo por ello. Y, naturalmente, también siento resentimiento: es mi mal, mi carga, mi cruz. El resentimiento se debe a que ha dicho que soy «tan hacendosa y eficiente», cuando gracias precisamente a mi eficiencia y sentido práctico puede estarse dos horas más en la cama.

Se levanta, se lava y se afeita, mientras yo le hago el desayuno. Comemos siempre en una mesa baja que hay al lado de la cama, con las sábanas estiradas ya hacia arriba. Tomamos café, fruta y tostadas; él es ahora el hombre profesional, que viste pantalón y chaqueta. Con los ojos bien abiertos, tranquilo, me observa. Sé que lo hace porque quiere decirme algo. ¿Será hoy el día que va a romper conmigo? Recuerdo que es la primera mañana que pasamos juntos desde hace una semana. No quiero pensar en ello porque no es probable que Michael, que en su casa se siente como prisionero e incómodo, haya pasado las seis noches con su mujer. ¿Dónde habrá estado? No siento precisamente celos, sino un dolor apagado y agobiante, el dolor de haber perdido algo. Pero le sonrío, le doy una tostada, le ofrezco la prensa. Coge los periódicos, les echa una ojeada, y observa:

—Si me pudieras aguantar dos noches seguidas, esta tarde tengo que dar una conferencia en el hospital de aquí al lado...

Sonrío. Durante un momento intercambiamos bromas irónicas, pues durante años hemos estado juntos noche tras noche. Después cae en el sentimentalismo, parodiándolo al mismo tiempo:

—¡Ay, Anna! ¿Ves como te has ido cansando?

Me limito a sonreírle: protestar no sirve de nada. Luego, él dice alegremente, imitando el tono del seductor:

—Cada día eres un poco más hacendosa. Todo hombre con un mínimo de sentido común sabe que cuando una mujer empieza a tratarle con eficacia, ha llegado el momento de irse.

De súbito, me resulta tan doloroso seguir este juego, que digo:

—Bueno, de todas maneras me gustaría mucho que vinieras esta noche. ¿Quieres cenar aquí?

—No es probable que rechace la oportunidad de cenar contigo, con lo buena cocinera que eres, ¿no crees?

—Te esperaré con impaciencia.

—Si te vistes con rapidez, te puedo llevar a la oficina.

Vacilo, porque pienso: «Si hago la cena para esta noche, tengo que comprar comida antes de ir al despacho». Apresuradamente, al advertir mis dudas añade:

—Bueno, si prefieres no venir, me marcho.

Me da un beso; el beso es la continuación de todo el amor que hemos sentido juntos. Dice, borrando aquel instante de intimidad, pues sus palabras siguen con el otro tema:

—Quizá no tenemos mucho en común, pero, por lo menos, nos llevamos bien sexualmente.

Cada vez que dice esto, y sólo últimamente ha empezado a decirlo, me coge frío en el estómago. Aquello es el rechazo total de mi individualidad o, al menos, así me lo parece, y abre un abismo entre los dos. A través de ese abismo yo pregunto, irónicamente:

—¿Es lo único que tenemos en común?

—¿Lo único? Pero Anna, querida Anna... Bueno, tengo que marcharme o llegaré tarde.

Y se va con la sonrisa triste y amarga del hombre que ha sido rechazado.

Y ahora yo tengo que apresurarme. Me vuelvo a lavar y me visto. Escojo un vestido de lana blanco y negro con un cuellecito blanco, porque le gusta a Michael, y esta noche puede que no tenga tiempo de cambiarme. Luego voy corriendo a la tienda y a la carnicería. Me causa gran placer comprar comida que voy a guisar para Michael; es un placer sensual como el acto mismo de cocinarla. Imagino la carne rebozada con huevo y galleta; los champiñones, cociéndose en la crema y las cebollas; la sopa clara, sabrosa y de color de ámbar... Mientras lo imagino, recreo la comida, los gestos que voy a hacer vigilando los ingredientes, el fuego, la consistencia. Subo a casa con los víveres y los pongo sobre la mesa; luego, me acuerdo de que debo machacar la ternera ahora mismo, porque si lo hago más tarde despertaré a Janet. Así que llevo a cabo la operación; envuelvo los trozos de carne en papel y los dejo. Son las nueve. No tengo mucho dinero en el bolso, por lo que deberé ir en autobús, no en taxi. Me quedan quince minutos. Aprisa, paso la escoba por el cuarto y hago la cama, cambiando la sábana de debajo, que esta noche se ha manchado. Al meter la sábana en la cesta de la ropa sucia, noto una mancha de sangre. ¿No será otra vez la regla? Rápidamente paso revista a las fechas y veo que sí, que es hoy. De pronto, me siento cansada y presa de la irritación, porque es lo que normalmente siento cuando tengo la regla. (Me pregunto si no sería mejor dejar para otro día la descripción detallada de todas mis emociones. Luego decido continuar como había planeado: no he escogido el día de hoy a propósito; me había olvidado de la regla. Decido que el sentimiento instintivo de vergüenza y pudor es deshonesto: no son emociones propias de una escritora.) Me pongo un tampón de algodón en la vagina, y en la escalera recuerdo que no he cogido tampones de recambio. Voy a llegar tarde. Enrollo unos tampones en el bolso y los disimulo debajo de un pañuelo, cada vez más irritada. Al mismo tiempo, me digo que si no hubiera notado que me había empezado la regla no me sentiría tan irritada. Pero, de todos modos, tengo que dominarme antes de ir al trabajo, porque si no me encontraré de muy mal humor en el despacho. Más vale que coja un taxi, así todavía me sobrarán diez minutos. Tomo asiento y trato de calmarme, pero estoy demasiado tensa. Busco maneras de relajar la tensión. En el repecho de la ventana hay media docena de macetas con enredaderas y una planta de un gris verdoso cuyo nombre ignoro. Tomo las seis macetas y las llevo a la cocina. Las sumerjo, una a una, en una vasija llena de agua, observando las burbujas que ello provoca en el líquido. Las hojas brillan. La tierra huele a humedad fértil. Me siento mejor. Pongo las macetas otra vez en el repecho de la ventana para que tomen el sol, si es que sale. Cojo el abrigo y bajo las escaleras corriendo. Me cruzo con Molly, que está medio dormida, en bata.

—¿Dónde vas tan aprisa? —me pregunta.

—¡Llego tarde! —respondo gritando.

Noto el contraste entre su voz, gruesa, perezosa y sin prisas, y la mía, tensa.

No encuentro ningún taxi antes de la parada, y como se acerca un autobús, monto en él en el preciso instante en que empiezan a caer gotas. Las medias se me han manchado de barro: tengo que acordarme de cambiármelas esta noche, pues Michael se fija mucho en esta clase de detalles. Entonces, sentada en el autobús, siento el dolor difuso en el vientre. No es nada fuerte. Bien, si la primera punzada es floja, eso quiere decir que no va a durar más que un par de días. ¿De qué me quejo cuando sé que, comparada con otras mujeres, sufro muy poco? Molly, por ejemplo, se pasa cinco o seis días gimiendo y quejándose de un dolor no del todo desagradable. Me doy cuenta de que mi mente ha vuelto a encajar en el engranaje de los asuntos cotidianos, de las cosas que tengo que hacer hoy en relación con el trabajo del despacho. A la vez, me preocupa este asunto de tener que fijarme en todo para escribirlo después, especialmente por lo que respecta a la regla. Porque, en cuanto a mí, el hecho de tener la regla no es más que entrar en un determinado estado emocional, que se repite con regularidad y que no tiene ninguna importancia. Pero sé, al escribir la palabra «sangre», que adquirirá un sentido inadecuado, incluso para mí, cuando relea lo que he escrito. y, por lo tanto, empiezo a tener dudas sobre el valor de anotar un día entero, antes de haber empezado a anotarlo. En realidad, estoy tocando un punto muy importante del estilo literario, una cuestión de tacto. Por ejemplo, cuando James Joyce describe a su personaje durante el acto de defecar, leerlo fue como un choque, algo chocante de verdad. A pesar de que su intención era desnudar las palabras, para que no chocara. Y hace poco he leído en un comentario que un hombre decía que le repugnaba la descripción de una mujer defecando. Me molestó. La razón, naturalmente, era que el hombre no quería que le destruyeran su idea romántica de la mujer, que se la hicieran menos romántica. Pero, a pesar de esto, tenía razón. Porque caigo en la cuenta de que, básicamente, no es un problema literario. En absoluto. Por ejemplo, cuando Molly me dice, riéndose estrepitosamente, a su manera, «tengo el mes», al instante debo dominar mi desagrado, a pesar de que las dos somos mujeres, y empiezo a pensar en la posibilidad de los malos olores. Al pensar en mi reacción hacia Molly, olvido mis problemas de sinceridad literaria (que no es más que ser sincera acerca de mí misma) y empiezo a preocuparme: ¿huelo mal? Es el único olor de los que conozco que me desagrada. No me molestan los olores inmediatos de mis propios excrementos, y los del sexo, el sudor, la piel o el pelo me gustan. Pero el olor ligeramente dudoso, esencialmente rancio de la sangre menstrual, lo detesto. Y me resiento de ello. Es un olor que me parece raro incluso cuando viene de mí; es como una imposición de fuera, que no procede de mí. Sin embargo, durante dos días tengo que enfrentarme con esta cosa de fuera, con un mal olor que sale de mí. Me doy cuenta de que todo esto no lo hubiera pensado si no me hubiese propuesto fijarme en todo. La regla es algo que soluciono sin que me preocupe mucho o, mejor dicho, la veo con la parte de mi mente que se ocupa de las cuestiones rutinarias. Es la misma parte de la mente que se ocupa de la limpieza diaria. Pero la idea de que voy a describirla lo desequilibra todo, deforma la verdad. Por lo tanto, dejo ahora mismo de pensar en la regla, anotando, sin embargo, mentalmente, que en cuanto llegue a la oficina deberé ir al lavabo para asegurarme de no oler mal. En realidad, tendría que pensar en la entrevista que voy a mantener con el camarada Butte. Le llamo camarada irónicamente; tal como él me llama a mí, con ironía, camarada Anna. La semana pasada le dije, furiosa por algo:

—Camarada Butte, ¿has pensado que si por casualidad fuéramos rusos y comunistas me hubieras hecho fusilar hace ya años?

—Sí, camarada Anna, me parece más que probable.

(Esta broma, en particular, es típica del Partido actualmente.) Mientras tanto, Jack nos sonreía mirándonos a través de sus gafas redondas. Le divierten mis peleas con el camarada Butte. Cuando se hubo marchado el camarada Butte, Jack dijo:

—Hay una cosa que no tienes en cuenta, y es que muy bien podrías haber sido tú quien hubiese hecho fusilar al camarada Butte.

Esta observación se parecía mucho a mis pesadillas secretas, y para conjurarla, he hecho la broma siguiente:

—Querido Jack, lo esencial de mi posición es que a quien fusilarían precisamente sería a mí. Éste es, tradicionahnente, mi papel.

—No estés tan segura. Si hubieras conocido a John Butte en los años treinta, no estarías tan dispuesta a darle el papel de verdugo burocrático.

—En fin, no es esto lo importante.

—Pues ¿qué es lo importante?

—Que Stalin murió hace un año y todo sigue igual. No ha cambiado nada.

—Han cambiado muchas cosas.

—Sí, ahora sacan a la gente de las cárceles. Pero no se ha hecho nada para cambiar la mentalidad de quienes la metieron en ellas.

—Están pensando en cambiar las leyes.

—Cambiarán el código legal de una u otra manera, sí, pero no modificarán el espíritu del que estoy hablando.

Al cabo de un momento afirmó con la cabeza, arguyendo:

—Es muy posible, pero no lo sabemos.

Me estaba examinando, mansamente. A menudo me pregunto si esta mansedumbre, la objetividad que nos permite sostener este tipo de conversaciones, no será un signo de que nuestra personalidad está rota por las concesiones que la mayoría de la gente acaba haciendo o si será, por el contrario, una disimulada fuerza del espíritu. No lo sé. Sí sé, en cambio, que Jack es la única persona del Partido con la que puedo sostener este tipo de discusión. Hace unas semanas le dije que estaba pensando en dejar el Partido, y él contestó, en broma:

—Llevo afiliado al Partido treinta años, y a veces pienso que John Butte y yo vamos a ser las únicas personas, de las miles que conozco, que sigamos hasta el final.

—¿Dices esto como una crítica al Partido o como una crítica a los miles de personas que lo han dejado?

—A los miles de personas que lo han dejado, naturalmente —ha replicado, riendo.

Ayer dijo:

—Bueno, Anna. Si te vas del Partido, dímelo con el mes de antelación reglamentario, porque eres muy útil y necesitaré tiempo para reemplazarte.

Hoy tengo que entregar a John Butte el informe sobre los dos libros que he leído. Nos pelearemos. Jack me asignó este puesto para utilizarme como arma en la batalla que ha emprendido contra el espíritu del Partido, espíritu que él está muy dispuesto a calificar de muerto y estéril. Las apariencias indican que Jack lleva esta casa editorial. La realidad es que él hace las veces de una especie de administrador. Por encima de él, por encima de su puesto, «el Partido» ha puesto a John Butte. Y las decisiones definitivas sobre lo que será o no será publicado las toma el cuartel general. Jack es «un buen comunista». Esto quiere decir que, con toda sinceridad y honestidad, se ha despojado del falso orgullo que podría causarle rencor por su falta de independencia. No le irrita, en principio, el hecho de que sea en un subcomité del cuartel general, bajo la dirección de John Butte, donde se decida lo que él tiene que hacer. Al revés; se muestra muy partidario de esta forma de centralismo. Pero cree que la línea política del cuartel general está equivocada y, lo que es más, no desaprueba una cuestión de una persona o de un grupo, sino que, simplemente, dice que el Partido, «hoy en día», es una ciénaga intelectual, y que no se puede hacer más que esperar a que las cosas cambien. Mientras, no le importa ver su nombre asociado a posturas intelectuales que desprecia. La diferencia entre él y yo es que él ve el Partido en términos de décadas, e incluso de siglos (yo me burlo, diciéndole: «Como la Iglesia Católica, mientras creo que el desmoronamiento intelectual es, con seguridad, definitivo. Discutimos sobre esto interminablemente, durante los almuerzos, en los ratos de descanso en el trabajo, siempre que podemos. A veces, asiste John Butte, que escucha y, en casos excepcionales, interviene. Esto es lo que más me fascina y me enfurece, porque el tipo de temas que tratamos en estas discusiones está a miles de kilómetros de distancia de ¡a «línea» pública del Partido. Y, lo que es peor, este tipo de conversación sería un acto de traición en un país comunista. Sin embargo, cuando abandone el Partido será esto lo que echaré más en falta: la compañía de gente que se ha pasado la vida en un medio determinado, donde se da por supuesto que su vida debe estar dirigida por una filosofía central. Por esto muchas personas que quisieran dejar el Partido o que creen que debieran irse de él no lo hacen. De los grupos o tipos de intelectual que he conocido fuera del Partido, no hay ni uno que no esté mal informado o que sea frívolo, o provinciano, si se le compara con unos tipos determinados de intelectuales existentes dentro del Partido. Y lo trágico es que esta responsabilidad intelectual, esta seriedad de alto nivel, pervive en un vacío: no viene de Inglaterra, ni de los países actualmente comunistas, sino de un espíritu que existía hace años en el comunismo internacional, antes de que lo matara el espíritu de lucha, de supervivencia, ese espíritu desesperado y maniá- tico que ahora denominamos stalinismo.

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