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Authors: Michael Ende

El espejo en el espejo (11 page)

BOOK: El espejo en el espejo
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Esa peculiar manera de caminar es la que hace reír a los espectadores nada más empezar su número. Sólo necesita salir a la pista tambaleándose siempre un poco, vacilante y superando con cada paso la vacilación, actuando de manera desafiante, por así decirlo, como si quisiera arriesgarse. Como un niño testarudo.

En las calles por las que pasa hay automóviles volcados, algunos arden aún un poco. Muchas ventanas están rotas y los cristales crujen debajo de las suelas. Pasa por encima de un perro muerto y más tarde, en un charco de aceite, ve un pájaro caído de espaldas con las alas extendidas. Probablemente le ha matado el humo.

Mi existencia es incomprensible y ridícula. Pero nunca estuvo a mi alcance poder elegir otra. Uno no deja de ser quien es. La libertad existe siempre sólo en el futuro. En el pasado ya no se puede encontrar. Nadie puede escoger otro pasado. Todo lo que sucede tenía que suceder como sucedió. A posteriori todo es inevitable, a priori nada. Lo único que importa es despertar del sueño. A pesar de todo, corremos detrás de la libertad, no podemos hacer otra cosa, pero la libertad camina siempre un paso por delante como un espejismo, existe siempre en el próximo instante, siempre en el futuro. Y el futuro es oscuro, una pared negra, impenetrable ante nuestros ojos. No, pasa entre nuestros dos ojos, a través de la cabeza. Estamos ciegos. Cegados por el futuro. No vemos nunca lo que está ante nosotros, nunca el próximo segundo, hasta que nos rompemos la nariz contra él. Vemos sólo lo que hemos visto ya. Es decir, nada.

El payaso entra en una de las casas. Está iluminada turbiamente. Las puertas están destrozadas, en las viviendas encuentra sillas volcadas, muebles rotos, huellas de fuego, cortinas desgarradas. Alrededor de una mesa hay personas sentadas, parecen llevar allí mucho tiempo, pues las arañas han tejido sus telas entre ellas. Las caras resecas como las de las momias enseñan los dientes o tienen las bocas abiertas como para una carcajada inaudible. El payaso descubre entre ellas a un joven delgado que duerme con la cabeza apoyada en los brazos. Sobre el polvo del

tablero de la mesa hay números escritos, muchos números. El muchacho duerme como un niño y el payaso sale silenciosamente para no despertarle.

Entra en patios traseros y trepa por encima de muros que se desmoronan y al final se pierde irremediablemente, como era de esperar. Sin embargo, eso no le preocupa demasiado.

Y entonces se encuentra de pronto en una amplia plaza iluminada. De muchos escaparates de un gran almacén sale luz.

El payaso va de uno a otro, todos están vacíos, Sólo cuando dobla una esquina ve un grupo de personas delante de uno de los cristales mirando inmóviles, entre ellas hay también algunos hombres con uniforme negro. No está del todo seguro, pero le da la impresión de que están también los dos con los que habló, y los otros que se llevaban a los detenidos y también sus víctimas están allí. Ya no se interesan los unos por los otros, están completamente cautivados con lo que ven en el escaparate.

El payaso se pone de puntillas y mira por encima de sus cabezas. Detrás del gran cristal pululan bichos gigantescos, gusanos acorazados largos como un brazo que se yerguen con mil patitas trémulas, cochinillas y escarabajos del tamaño de una mano, grandes y negros como botas. En lo alto flota una gran esfera, pulida y metálica. Flota al parecer libremente en el aire, sin ningún dispositivo de sujeción ni hilos y gira en todas las direcciones, tan pronto despacio, tan pronto vertiginosamente. Sobre la esfera se encuentra una rata, una rata enorme, casi tan grande como un perro. Corre hábilmente en la dirección opuesta para mantenerse sobre la esfera. Quién sabe cuánto tiempo lleva ya en esa terrible situación. Parece agotada, su piel está mojada y erizada de sudor frío, su boca entreabierta de manera que se ven dos largos dientes roedores amarillos, su respiración es agitada.

No podrá seguir mucho tiempo así, pronto se resbalará y caerá en el espantoso hervidero que ya alarga ávido mil antenas y tenazas.

Ese es, pues, el espectáculo que reúne a la gente ante el cristal.

El infierno es una pesadilla que no acaba nunca. Pero ¿cómo he entrado en él? ¿Qué tengo que hacer para despertar por fin?

El payaso mira las caras de los circunstantes. Sus ojos están abiertos, pero son vidriosos como los ojos de los que duermen. Algunos tienen la boca abierta. Nadie repara en quien los mira fijamente tan de cerca. También se han olvidado los unos de los otros. Y él sabe que ninguno de esos muñecos vivientes le respondería si les preguntase por el camino. Además no puede hacerlo, no puede nombrar la dirección bajo ningún concepto.

Me dirijo a ti, al que me sueña, quien quiera que seas. Sé que no puedo hacer nada contra ti, tú eres el más fuerte. Llévame a donde quieras, pero ten presente que a mí ya no me engañas.

Si saber cómo, el payaso se encuentra al cabo de un rato cerca del edificio que le había indicado el director; se trata de una pequeña pensión de artistas que él ya conocía de antes. En la calle yacen cadáveres rígidos y absurdamente descoyuntados como figuras de escaparate. Entre medias esparcidos algunos miembros, también cabezas con sombreros y corbatas alrededor del cuello.

Cuando el payaso dobla hacia la calle donde se encuentra la pensión, ve ya desde lejos que está llena de personas que se mueven de un lado a otro como olas del mar. Delante de la puerta de la pensión se agolpan y retroceden de nuevo. Pero todo eso sucede sin un solo ruido y exageradamente despacio. También hay entre ellas muchos hombres con uniformes negros y otros con largos abrigos de cuero. Cada uno parece pegar al otro con todas sus fuerzas, pero debido a la lentitud del movimiento todo es como un ceremonial fantasmagórico. Con amplios movimientos danzarines cada uno estrella el puño o lo que sujeta en él en la cara del que se encuentra más cerca. No se oye nada, excepto un sordo jadeo general y el restallar y el estrépito de los golpes.

El payaso se aparta rápidamente y se sube el cuello del abrigo para ocultar la cara, pues uno de los matones se ha fijado en él y le señala con el dedo. Otros vuelven sus caras indiferentes e hinchadas y ahora viene hacia él un grupo con pasos largos, medió flotantes. Otros se suman a ellos. El payaso dobla rápidamente una esquina a un callejón oscuro, luego al próximo y a otro. Mientras corre, mira hacia atrás y no ve a ningún perseguidor. Quizás les ha despistado.

No tiene sentido huir. No hay ningún refugio. Lo que aquí sucede, sucede por todas partes. Sucede siempre. El que huye cae aún más en la trampa.

Después de atravesar otras oscuras callejas, descubre la entrada apenas iluminada de un local, una cervecería, al parecer. La entrada consiste en una enorme puerta giratoria; delante y dentro de ella dan tumbos unos borrachos. Al acercarse, el payaso duda de que sean borrachos, pues todos tienen los ojos cerrados y extienden los brazos como si se hiciesen los ciegos. Tal vez son sonámbulos y lunáticos, pues cuando se dirige a uno de ellos en voz baja, éste no contesta, sino que continúa vagando de un lado a otro con los brazos extendidos. Quizás fingen, quizás no. El payaso decide entrar y esperar en el local hasta que pueda regresar a la pensión. Pasa por la puerta giratoria.

El local se encuentra en el sótano, y el payaso baja dando traspiés algunos peldaños que no había visto. Ante él se abre un espacio alargado como un tubo que se pierde hacia el fondo en la penumbra y las nubes de humo. Sólo algunas bombillas desnudas de escasa potencia cuelgan del techo y difunden una luz mortecina. En la esquina más alejada a la izquierda se alza una especie de tribuna rodeada de una barandilla de madera tallada. Todas las mesas del local, a excepción de la de la tribuna, están ocupadas. Vasos de cerveza medio vacíos, ceniceros volcados y restos de comida cubren los tableros. Los clientes están apretados unos contra otros, muchos descansan sus caras sobre los brazos, algunos están tumbados con la mejilla en un charco de cerveza mientras los brazos cuelgan debajo de la mesa, todos duermen con las bocas abiertas. Resoplidos y ronquidos llenan el aire fétido. De cuando en cuando se mueve uno de los durmientes, desplaza pesadamente su cabeza de un lado a otro y suspira como si no encontrase la postura adecuada.

El payaso busca un camino entre las mesas, por encima de piernas estiradas, hacia la tribuna del fondo, para alcanzar el único sitio libre. Llega a la barandilla de madera y comprueba que ésta no tiene ninguna abertura de entrada, tampoco hay escalones que conduzcan arriba. Así que trepa cuidadosamente, para no molestar a ninguno de los durmientes, a la mesa más próxima y desde allí pasa por encima de la barandilla. Con un suspiro se sienta en una de las sillas, apoya la barbilla en un puño y espera.

Sueñan que sueñan. Están en otro sueño. No hay que despertarles. Quisiera poder dormir como ellos.

—¿Pero me están escuchando? —pregunta alguien, irritado, a media voz.

El payaso se estremece. Sólo ahora se da cuenta de que alguien le habla en voz baja desde hace un buen rato. Es el director.

—Claro que sí —murmura el payaso—, escucho atentamente. En su turbia memoria busca alguna palabra que ha oído. Ahora recuerda que el otro decía que la sesión del comité había sido trasladada allí en el último instante, porque la milicia se había enterado a través de un traidor y la pensión había sido acordonada.

—No parece impresionarte demasiado —dice el director, mirando desconfiado al payaso—. ¿Tienes idea de quién puede haber sido el traidor?

El payaso sacude la cabeza.

—¿Cómo sabías que estábamos aquí? —sigue inquiriendo el director mordisqueando la punta fría del cigarro—, ¿o te ha traído aquí el puro azar?

El payaso asiente.

—Muchas coincidencias, ¿no te parece? —pregunta el director.

El payaso asiente profundo, luego se vuelve en su silla y dice a voces:

—¡Pero el servicio es catastrófico! ¿Cuánto hay que esperar aquí para encargar algo?

—¡Silencio! —exclama el director con voz ahogada, tapándole la boca.

Cuando vuelve a soltarle, el payaso pregunta:

—¿Por qué?

El director se hecha hacia atrás.

—Escucha, he asumido la responsabilidad de ti. Yo respondo de ti. Pero entre nosotros hay algunos que están convencidos de que sólo tú puedes ser el traidor. Les he dicho que te considero incapaz de cometer semejante marranada. ¿Qué tienes que decir a eso?

El payaso saca del bolsillo de su abrigo el látigo del director y lo deja delante de él.

—¡Toma! —dice—, lo habías olvidado.

El director gira la punta del cigarro entre los labios.

—Gracias, viejo, ya no lo necesito.

De nuevo examina al payaso con ojos inquisitivos.

—Nadie oyó lo que dijiste a los del uniforme negro. Hay algunos entre nosotros que quisieran saberlo. ¿Qué dijiste?

—Les ordené que obligaran a los otros a dejar en libertad a los prisioneros.

—¿Eso dijiste? ¿Y ellos qué contestaron?

—Obedecieron porque vieron el látigo.

El director enciende la punta del cigarro y da dos o tres chupadas con los ojos cerrados. Luego se domina, da al payaso una palmada admirativa en la rodilla y sonríe.

—Te creo. Te conozco y te creo. Nosotros lo arreglaremos todo. Déjame a mí, viejo.

Se inclina hacia adelante y mira al payaso intensamente a los ojos.

—¿Qué te parece, pronuncio ahora mismo mi discurso?

El payaso mira por encima de los durmientes y asiente.

No se les debería despertar. Están en otro sueño. Quizás son ellos los que sueñan este mundo.

Desde luego —dice—, éste es el momento oportuno.

El director se pone de pie y se acerca a la barandilla. Pero entonces parecen entrarle dudas y se vuelve hacia el payaso.

—Creo que será preferible preguntar primero al dueño. Es de los nuestros, pero tal vez sea mejor que pregunte si está de acuerdo. Al fin y al cabo es su local.

—Deberías hacerlo —opina el payaso.

El director se dispone a trepar por encima de la barandilla. Ya está sentado a caballo, pero entonces se detiene una vez más y susurra al payaso:

—Oye, tú podrías pronunciar algunas palabras de introducción. Ya sabes: calentar un poco a los oyentes y todo eso. Yo vuelvo en seguida y me encargo del discurso.

El payaso asiente sin fuerza.

—Tú ya sabes que no sé hacer eso. Lo confundo todo tan fácilmente.

—¡Pues te dominas! —bufa el director, furioso—. ¿Es que no lo comprendes? Te estoy dando una oportunidad. Quizás sea la última.

—¿De qué voy a hablar?

—De lo que quieras.

El director salta al suelo, se sujeta con ambas manos a las barras de madera de la barandilla y dice entre ellas al payaso:

—Lo importante es que animes a la gente. De eso se trata.

Se trata de despertar. Es lo único que importa.

El payaso sigue con la mirada al director, que se abre camino entre las mesas hacia una puerta en la pared lateral del largo recinto. Allí se da otra vez la vuelta y hace un gesto enérgico con la mano. Cuando abre la puerta, se oye por un instante ruido de voces, también hay voces de mujer entre ellas, suenan excitadas, como si hubiese una pelea. Probablemente es la entrada a la cocina.

No quiero hablar. No quiero volver a tener que hablar nunca. No tengo ya nada que decir.

El payaso baja rápidamente por encima de la barandilla a una de las largas mesas y corre, teniendo cuidado de no tocar a nadie, entre las cabezas de los que duermen y los vasos de cerveza hacia el final del tablero. Quiere largarse.

Es inútil huir. No hay ningún refugio.

Cuando se dispone a bajar al suelo se abre la puerta de la cocina y el director asoma la cabeza.

—¿Has empezado ya?

—Aún no —contesta desanimado el payaso—, me disponía a hacerlo.

—¡Date prisa! —dice el director—, cuento contigo —su cabeza desaparece.

El payaso se incorpora. Está de pie sobre la mesa y se vuelve hacia todos los lados, luego cruza los brazos en la espalda como un escolar que tiene que recitar una poesía.

¡Distinguido público, mis queridos soñadores!

El número que viene a continuación es único en el mundo y exige la máxima concentración. Por eso rogamos completo silencio y un redoble de tambor. Este es el momento de la verdad, pero yo no sé, sinceramente, lo que es un momento y no sé nada de la verdad, y menos aún a quién me refiero con «yo».

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