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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre

BOOK: Una muerte sin nombre
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Parece que Temple Brooks Gault, el asesino en serie que se ha convertido en última pesadilla de la investigadora Scarpetta, ha vuelto a cometer un asesinato. La víctima es una mujer blanca cuya identidad es imposible de aclarar: las pistas encontradas en el escenario del crimen y en el cuerpo de la víctima son tan evidentes que parecen dejadas a propósitos como indicios de un desafío.

Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre

ePUB v1.0

betatron
19.10.2011

Título: Una muerte sin nombre

© 1996, Patricia Cornwell

Título original:
Cause of death

Traducción de Hernán Sabaté

Serie: Kay Scarpetta 06

Editorial: Ediciones B

ERA NOCHEBUENA

Anduvo con paso firme sobre la gruesa capa de nieve que cubría Central Park. Ya era tarde, aunque no estaba seguro de la hora. Bajo las estrellas, hacia The Ramble, la oscuridad envolvía los montículos y el hombre alcanzaba a oír y a ver su propio aliento, porque él no se parecía a ningún otro hombre. Temple Gault siempre había sido mágico; siempre había sido un dios en un cuerpo humano. Por ejemplo, él no resbalaba al caminar como le habría sucedido, no le cabía duda, a cualquier otro. Y no conocía el miedo. Bajo la visera de la gorra de béisbol, sus ojos escudriñaban el entorno.

En el lugar oportuno

y Gault sabía perfectamente cuál era
— se
agachó, al tiempo que apartaba el largo faldón de su abrigo negro. Depositó un viejo petate militar sobre la nieve y extendió las manos, desnudas y ensangrentadas, a la altura de los ojos. Aunque frías, no las notaba insoportablemente heladas. A Gault no le gustaban los guantes, a menos que fueran de látex, y éstos tampoco daban calor. Se lavó las manos y el rostro en la blanda nieve recién caída y luego, con la que había utilizado, formó una bola manchada de sangre que colocó al lado del petate, pues no podía dejar allí ninguna de ambas cosas.

Asomó a sus labios una tenue sonrisa y, como un perro activo y feliz que se dedicara a excavar un hoyo en la playa, revolvió la nieve del parque para borrar las huellas de pisadas mientras buscaba la salida de emergencia. Sí, la trampilla estaba donde había calculado y sus manos siguieron apartando nieve hasta que encontraron el papel de aluminio doblado que había colocado entre la tapa y el borde. Gault agarró la anilla que servía de tirador y abrió la trampilla. Allá abajo estaban las tripas oscuras de la red del metro y se oía el chirrido de un tren. Dejó caer el petate y la bola de nieve por el hueco. Luego, sus botas resonaron en los peldaños de la escala metálica que llevaba abajo.

1

L
a Nochebuena se presentaba fría y traicionera, envuelta en escarcha negra y en crímenes anunciados por la radio del vehículo. No era habitual que alguien me llevara en coche a través de los suburbios de Richmond. Normalmente, conducía yo. Normalmente, también, era la única ocupante de la furgoneta azul del depósito de cadáveres que me trasladaba a los escenarios de muertes violentas e inexplicables. Esta vez, sin embargo, ocupaba el asiento del copiloto de un Crown Victoria de cuyos altavoces surgía música navideña interrumpida por los mensajes en clave que se cruzaban agentes y central.

—El comisario Santa Claus acaba de doblar a la derecha —señalé—. Creo que anda perdido.

—Sí. En fin, yo diría que está borracho —respondió el capitán Pete Marino, responsable de la comisaría del violento distrito que estábamos recorriendo—. En nuestra próxima parada, fíjese en sus ojos.

El comentario no me sorprendió. El comisario Lamont Brown tenía un Cadillac, lucía ostentosas joyas de oro y gozaba del aprecio de la comunidad por el papel que estaba desempeñando en aquel instante. Quienes conocíamos la verdad acerca de Brown no nos atrevíamos a abrir la boca. Al fin y al cabo, es un sacrilegio decir que Santa Claus no existe, aunque en el caso del comisario era cierto que de Santa Claus no tenía nada. Aquel hombre esnifaba cocaína y probablemente se quedaba con la mitad de las donaciones que cada año le eran confiadas para que las repartiera entre los pobres; era pura escoria. Recientemente, y dado que nuestra antipatía era mutua, Brown se había asegurado de que no se me excluyera del deber cívico de ejercer como jurado cuando fuese convocada.

Los limpiaparabrisas se deslizaban penosamente por el cristal. Los copos de nieve se arremolinaban en torno al coche de Marino y lo rozaban como blancas y huidizas bailarinas. Descendían entre las luces de vapor de sodio y acababan tan negros como el hielo que cubría las calles. Hacía mucho frío. La mayor parte de los ciudadanos estaba en casa con la familia, a través de las ventanas se veían árboles adornados, y los fuegos de los hogares estaban encendidos. Karen Carpenter soñaba con unas Navidades blancas hasta que Marino, bruscamente, cambió de emisora la radio del coche.

—Una mujer que toca la batería no me merece el menor respeto —dijo, al tiempo que oprimía el encendedor del salpicadero.

—Karen Carpenter está muerta —respondí, como si ello la eximiera de más comentarios desdeñosos—. Y en esa pieza no tocaba la batería.

—Es verdad. —Marino sacó un cigarrillo—. Ya me acuerdo. Tenía uno de esos problemas digestivos... No recuerdo cómo se llaman.

El Coro del Tabernáculo Mormón entonó el
Aleluya.
Yo había previsto ir a Miami a la mañana siguiente para ver a mi madre, a mi hermana y a Lucy, mi sobrina. Mamá llevaba vanas semanas en el hospital. En cierta época, había sido una fumadora tan impenitente como Marino. Abrí un poco la ventanilla.

—Y le falló el corazón. De hecho, fue de eso de lo que murió en último término —continuó él.

—De hecho, es de lo que todo el mundo se muere en último término —apunté.

—Por aquí no —sentenció Marino—. En este maldito vecindario, la causa es sobredosis de plomo.

Situados entre dos coches patrulla de la policía de Richmond, con sus luces que lanzaban destellos rojos y azules, avanzábamos en el desfile motorizado que formaban policías, reporteros y equipos de televisión. En cada parada, los medios de comunicación manifestaban su espíritu navideño abalanzándose con sus libretas de notas, sus micrófonos y sus cámaras. En un frenesí de actividad, pugnaban por la cobertura sentimental de la sonrisa del comisario Santa Claus en su tradicional reparto de regalos y comida entre los niños olvidados de los barrios pobres y sus aturdidas madres. Marino y yo nos ocupábamos de las mantas, que constituían mi donación de este año.

Tras doblar una esquina, las portezuelas de los coches se abrieron a lo largo de Magnolia Street, en Whitcomb Court. A cierta distancia distinguí fugazmente una mancha de color rojo intenso cuando Santa Claus pasó ante los faros, seguido de cerca por el jefe de policía de Richmond y otros altos cargos. Las cámaras de televisión encendieron los focos y se cernieron en el aire como ovnis entre el centelleo de los flashes.

Marino, bajo su montón de mantas, masculló una protesta:

—Estas mantas huelen mal. ¿Dónde las ha conseguido, en una tienda de animales?

—Son cálidas, lavables y, en caso de incendio, no despedirán gases tan tóxicos como el cianuro —respondí.

—¡Señor! Hay que ver lo que eso la anima...

Saqué la cabeza por la ventanilla para ver mejor.

—No utilizaría una de estas mantas ni para la caseta del perro —añadió él.

—¡Pero si ni siquiera tiene perro! —repliqué—. Además, yo no le he ofrecido ninguna, ni para la perrera ni para nada. ¿Por qué nos hemos detenido en estos apartamentos? No están en la lista.

—Buena pregunta, maldita sea.

Periodistas y miembros de los cuerpos de seguridad y de los servicios sociales se hallaban ante la puerta de un apartamento idéntico a todos los que formaban aquel complejo de viviendas, con aspecto de barracones militares de cemento. Marino y yo nos abrimos paso mientras las luces de las cámaras flotaban en la oscuridad, los focos iluminaban la escena y el comisario Santa Claus soltaba su «¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!».

Nos colamos en el interior de la casa cuando Santa Claus sentaba en sus rodillas a un chiquillo negro y le entregaba varios regalos envueltos. El chiquillo, según oí, se llamaba Trevi; llevaba una gorra azul con una hoja de marihuana sobre la visera y tenía unos ojos enormes con los que miraba perplejo desde las rodillas de terciopelo rojo del barbudo personaje, junto a un árbol plateado salpicado de luces. La estancia, pequeña y demasiado caldeada, resultaba sofocante y olía a grasa rancia.

Un cámara de televisión me apartó a codazos.

—Vamos a entrar en antena, señora...

—Puede dejar las mantas ahí.

—¿Quién tiene el resto de los juguetes?

—Oiga, señora, va a tener que apartarse...

El cámara me dio tal empujón que estuvo a punto de echarme al suelo. Noté que me subía la presión sanguínea.

—¿Necesitamos otra caja...

—No necesitamos ninguna. Por ahí.

—...de comida? Ah, bien. Ya la tengo.

—Si es usted de los servicios sociales —me dijo el cámara—, ¿qué le parece si se coloca por ahí?

—Si tuvieras dos dedos de frente —le replicó Marino con una mirada furiosa—, te darías cuenta de que mi colega no es de los servicios sociales.

Una vieja con un vestido andrajoso había roto a llorar en el sofá y un militar con camisa blanca y galones se sentó a su lado para consolarla. Marino se acercó a mí y me cuchicheó al oído:

—A la hija de esa mujer la mataron el mes pasado. Se llamaba King. ¿Recuerda el caso? —Dije que no con la cabeza. No lo recordaba. Había tantos casos... Marino insistió—: Creemos que el autor es un maldito traficante de drogas llamado Jones.

Negué con la cabeza otra vez.

Había muchos malditos traficantes de drogas, y Jones era un apellido demasiado común.

El cámara había empezado a filmar y aparté el rostro al tiempo que el comisario Santa Claus me lanzaba una mirada vidriosa de desprecio. El cámara me dio otro enérgico empujón.

—Yo de usted no volvería a hacerlo...

Mi tono de voz no dejó dudas respecto a la seriedad de la amenaza.

La prensa había centrado su atención en la abuela porque aquélla era la noticia de la noche. Alguien había sido asesinado, la madre de la víctima estaba llorando y Trevi se había quedado huérfano. El comisario Santa Claus, fuera de los focos en aquel momento, bajó de sus rodillas al chiquillo.

—Capitán Marino —dijo una asistente social—, voy a coger una de esas mantas.

—No sé qué hacemos en este cuartucho —masculló él, pasándole a la mujer el montón de mantas—. Me gustaría que alguien me lo explicara.

La asistente social miró a Marino como si le recriminara no haber seguido determinadas instrucciones. Cogió una de las mantas dobladas y le devolvió el resto.

—Aquí sólo hay un niño —murmuró—. No necesitamos tantas.

—Se supone que aquí ha de haber cuatro menores. Insisto en que esta casa no estaba en la lista —refunfuñó él.

Un periodista se acercó a mí:

—Disculpe, doctora Scarpetta. ¿Qué la trae por aquí esta noche? ¿Cree que se producirá alguna muerte?

El reportero pertenecía al periódico de la ciudad, que nunca me había tratado bien. Fingí que no le oía. El comisario Santa Claus desapareció en la cocina, lo cual me extrañó, porque no vivía allí y no había pedido permiso a nadie. Sin embargo, postrada en el sofá, la abuela no estaba en condiciones de ocuparse de las andanzas de nadie.

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