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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (4 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—¿Y no podemos aterrizar? —dijo Marino, que aborrecía volar, en un tono algo espantado.

—Volaremos bajo y los vientos estarán mucho más arriba.

—¿Qué significa «bajo»? ¿Ha visto alguna vez lo altos que son los edificios de Nueva York?

Alargué el brazo hacia atrás, entre el asiento y la puerta, y di unas palmaditas en la rodilla de Marino. Estábamos a cuarenta millas de Manhattan y casi alcanzaba a distinguir el parpadeo de una luz en lo alto del Empire State Building. La luna parecía hinchada, los aviones entraban y salían del aeropuerto de La Guardia como estrellas flotantes y de las chimeneas surgían enormes columnas de humo blanco. A través de la burbuja de la proa, a mis pies, contemplé los doce carriles de la autopista de New Jersey y una miríada de luces que resplandecían como joyas, como si Fabergé hubiera diseñado la ciudad y sus puentes.

Dejamos atrás la espalda de la Estatua de la Libertad y pasamos sobre la isla Ellis, donde se había producido el primer encuentro de mis abuelos con América, en un repleto centro de acogida de inmigrantes, un frío día de invierno. La pareja había dejado Verona, donde mi abuelo —el cuarto hijo de un peón del ferrocarril— no tenía muchas perspectivas de futuro.

Procedo de una familia animosa y trabajadora que anteriormente emigró de Austria y Suiza, a principios del siglo pasado, lo cual explica mis cabellos rubios y mis ojos azules. Pese a lo que contaba mi madre de que, cuando Napoleón I cedió Verona a Austria, nuestros antepasados supieron conservar la pureza de nuestra sangre italiana, yo estaba convencida de lo contrario y sospechaba que algunos de mis rasgos más teutónicos eran de origen genético.

Distinguí Macy's, carteles publicitarios y los arcos dorados de los McDonald's conforme Nueva York se convertía lentamente en una extensión de asfalto, aparcamientos y aceras ocupadas por altas pilas de una nieve cuya suciedad se apreciaba incluso desde el aire. Sobrevolamos en círculo el helipuerto de personalidades de la calle Treinta Oeste y agitamos las aguas oscuras del Hudson como si una manga de viento se alzara sobre ellas. Nos posamos en un espacio próximo a un reluciente Sikorsky S—76, comparados con el cual todos los demás aparatos parecían vulgares.

—Atención al rotor
de
cola —nos previno el piloto.

Entramos en un pequeño edificio apenas caldeado, donde nos recibió una mujer de cincuenta y tantos años, cabellos oscuros, rostro inteligente y ojos cansados. Enfundada en un grueso abrigo de lana, pantalones, botas altas de cordones y guantes de piel, se presentó como la comandante Frances Penn, de la policía de Tránsito de Nueva York.

—Muchas gracias por venir —nos dijo mientras nos estrechaba la mano uno por uno—. Si están dispuestos, tengo unos coches esperando.

—Estamos dispuestos —asintió Wesley.

Ella nos condujo otra vez al frío del exterior, donde nos aguardaban dos coches patrulla con una pareja de agentes en cada uno, los motores en marcha y la calefacción muy alta. Hubo un momento de indecisión mientras, con las portezuelas abiertas, decidíamos quién viajaba con quién. Como sucede tan a menudo, nos dividimos por sexos y la comandante Penn y yo montamos juntas. Lo primero que hice fue interesarme por cuestiones de jurisdicción, pues en un caso de la envergadura de éste habría mucha gente que se creería con derecho a ejercer el mando.

—La policía de Tránsito participa en la investigación porque creemos que la víctima conoció a su asaltante en el metro —explicó la comandante, una de los tres jefes adjuntos del sexto departamento de policía más numeroso del país—. Esto debió de suceder ayer por la tarde.

—¿Cómo lo sabe?

—Resulta realmente fascinante. Uno de nuestros agentes patrullaba, de paisano, la estación de metro de la calle Ochenta y uno y Central Park West y, hacia las cinco y media de la tarde, se fijó en una extraña pareja que apareció por la salida del museo de Historia Natural que conduce directamente a aquella estación.

El coche patrulla avanzó sobre el hielo y los baches con un traqueteo que me sacudía los huesos de las piernas.

—Enseguida, el hombre encendió un cigarrillo mientras la mujer sostenía una pipa.

—Qué interesante —me limité a comentar.

—Está prohibido fumar en el metro. Por eso se acuerda de ellos el agente, además de por su aspecto.

—¿Les llamó la atención?

—Sólo al hombre. A la mujer, no, porque no había encendido la pipa. El hombre le enseñó al agente el permiso de conducir, que ahora creemos que era falso.

—¿Y dice que el aspecto de la pareja era extraño? ¿A qué se refiere?

—La mujer llevaba un gabán de hombre y una gorra de béisbol de los Braves de Atlanta. Y la cabeza afeitada. De hecho, al principio el agente no estaba seguro de que fuera una mujer y pensó que se trataba de una pareja homosexual.

—Descríbame al hombre que iba con ella —continué.

—Estatura media, delgado, con facciones muy angulosas y unos ojos azules muy extraños. Los cabellos, de color zanahoria.

—La primera vez que vi a Gault, los tenía gris plateado. Cuando volví a verlo en octubre pasado, eran negros como el betún.

—Ayer eran pelirrojos. De color zanahoria, para ser más exactos.

—Y hoy, probablemente, serán de otro color. En cuanto a los ojos, Gault los tiene muy extraños, en efecto. Su mirada es muy intensa.

—Es un tipo muy astuto.

—No tenemos ninguna descripción de su manera de ser.

—Parece que hable usted del mismísimo diablo, doctora Scarpetta...

—Por favor, llámeme Kay.

—Está bien. Y usted a mí Frances.

—Así pues, parece que la pareja visitó el museo de Historia Natural ayer por la tarde —continué—. ¿Cuál es estos días la principal exposición?

—Una de tiburones.

Me volví hacia ella, y su expresión era de absoluta seriedad. Mientras charlábamos, el joven agente conducía con pericia entre el tranco neoyorquino.

—Actualmente hay una gran exposición de tiburones —amplió su respuesta la comandante—. Un repaso a todos los tipos de tiburón imaginables desde el principio de los tiempos, creo.

Permanecí callada.

—Según nuestra reconstrucción de lo sucedido —continuó mi acompañante—, Gault..., bueno, supongo que podemos llamarle así ya que creemos que es él quien lo hizo..., Gault, digo, la llevó a Central Park al dejar el metro. La condujo a una parte llamada Cherry Hill, la mató de un disparo y colocó el cuerpo desnudo apoyado en la fuente.

—¿Y por qué accedería ella a acompañarlo al parque después de anochecer? Sobre todo con este tiempo...

—Creemos que él pudo convencerla para que lo acompañara a The Ramble.

—La zona frecuentada por los homosexuales.

—Sí. Es un lugar de encuentro para ellos, una zona rocosa rica en vegetación, con senderos llenos de revueltas que no conducen a ninguna parte, parece. Uno se pierde allí fácilmente, por muchas veces que haya estado. Es una zona con alto índice de criminalidad. Calculo que una cuarta parte de todos los delitos cometidos en el parque se produce en ella. Asaltos, sobre todo.

—Entonces, si la llevó a The Ramble después de anochecer, Gault debe de conocer bien Central Park.

—Probablemente.

Esto apuntaba a que Gault llevaba algún tiempo oculto en Nueva York, pensamiento que me causó una terrible frustración. Lo habíamos tenido prácticamente en nuestras narices sin percatarnos de ello.

—La escena del crimen sigue todavía acordonada —me indicó la comandante Penn—. He pensado que querrían echarle un vistazo antes de retirarse al hotel.

—Desde luego —asentí—. ¿Hay algún indicio?

—Hemos recuperado del interior de la fuente un casquillo de pistola que lleva una marca de percutor característica: corresponde a una Glock de nueve milímetros. Y hemos encontrado cabellos.

—¿Dónde?

—Cerca del cuerpo, en las volutas de una estructura de hierro forjado que adorna la fuente. Puede que los cabellos quedaran enganchados ahí mientras el hombre colocaba el cuerpo.

—¿De qué color?

—Rojo zanahoria.

—Gault es demasiado meticuloso como para dejar un casquillo o un mechón de cabellos —comenté.

—No podía ver dónde había ido a parar el casquillo —respondió Frances Penn—. Era de noche y el casquillo debía de estar muy caliente cuando cayó en la nieve. Puede imaginar lo que sucedió.

—Sí —respondí—, puedo imaginarlo.

3

C
on unos minutos de diferencia, Marino, Wesley y yo llegamos a Cherry Huí, donde habían instalado focos para reforzar las viejas farolas de la periferia de una plaza circular. Lo que una vez había sido un punto de cambio de sentido para carruajes y abrevadero de caballos estaba ahora cubierto de nieve y rodeado de cinta amarilla para marcar el escenario del crimen.

En el centro de aquel siniestro espectáculo había una fuente de hierro forjado y bronce, cubierta de hielo, que no funcionaba en ninguna época del año, según me indicaron. Era junto a aquella fuente donde se había descubierto el cuerpo desnudo de una mujer joven. Había sido mutilada, y me vino a la cabeza que la intención de Gault en esta ocasión no era extirpar señales de mordiscos, sino dejar su firma en el cadáver para que identificáramos al instante al artista.

Por lo que podíamos deducir, Gault había obligado a su víctima más reciente a quitarse la ropa y caminar desnuda hasta la fuente, donde a primera hora de la mañana se había hallado el cuerpo helado. Gault le había descerrajado un tiro a quemarropa en la sien derecha y le había extirpado zonas de piel en la cara interna de los muslos y en el hombro izquierdo. Dos series de pisadas avanzaban hacia la fuente y sólo una se alejaba de ella. La sangre de aquella mujer, cuya identidad desconocíamos, formaba brillantes manchas en la nieve, y más allá del escenario de su muerte espantosa Central Park se disolvía en unas sombras densas, llenas de malos presagios.

Me acerqué a Wesley hasta que nuestros hombros se rozaron, corno si nos necesitáramos el uno al otro para entrar en calor. Sin decir palabra, él estudió minuciosamente las pisadas, la fuente y, por último, la oscuridad de The Ramble. Cuando se llenó los pulmones de aire en una profunda inspiración, noté cómo se elevaba su hombro antes de volver a apoyarse en el mío, más pesadamente en esta ocasión.

—¡Joder! —murmuró Marino.

—¿Han encontrado la ropa de la chica? —pregunté a la comandante Penn, aunque ya sabía cuál sería la respuesta.

—Ni rastro de ella —respondió la aludida, que miraba a su alrededor—. Las pisadas son de zapatos hasta el borde de la plaza, por ahí. —Señaló un punto a unos cinco metros a la derecha de la fuente—. Se observa claramente que a partir de ahí empezó a caminar descalza. Hasta ese punto llevaba botas, creo, un calzado con tacón y suela lisa, como una bota vaquera o algo así.

—¿Y las huellas del hombre?

—Quizá podamos seguirlas hasta The Ramble, pero no es fácil decirlo. Hay tantas pisadas y la nieve está tan revuelta...

Intenté encajar las piezas:

—Así pues, la pareja salió del museo de Historia Natural por la estación de metro, entró en el parque por el lado oeste, probablemente recorrió The Ramble y luego se dirigió hacia aquí. Una vez en la plaza, según parece, el hombre la obligó a desnudarse y a quitarse los zapatos. A continuación, la víctima caminó descalza hasta la fuente, donde el asesino la mató de un disparo en la cabeza.

—En este momento, así parece que sucedieron los hechos —intervino un robusto detective de la Policía de Nueva York que se presentó como T. L. O'Donnell.

—¿Qué temperatura hace? —preguntó Wesley—. Mejor dicho, ¿qué temperatura hacía anoche?

—Muy baja —respondió O'Donnell, un hombre joven y airado de tupida cabellera negra—. Con el viento, llegó a diez bajo cero.

—Pero la mujer se desnudó y se descalzó. —Wesley parecía hablar consigo mismo—. Qué extraño.

—No tanto, si alguien le apunta a uno a la cabeza con una pistola.

O'Donnell dio unos ágiles saltitos con las manos hundidas en el fondo de los bolsillos de una chaqueta de policía azul marino que no resultaba suficientemente cálida frente a unas temperaturas tan bajas, incluso con el chaleco antibalas puesto.

—Si a uno le obligan a desnudarse bajo este frío —apuntó Wesley con mucha razón—, uno sabe que va a morir.

Nadie dijo nada.

—De lo contrario, no le obligarían a quitarse la ropa y el calzado. El acto mismo de desnudarse va contra el instinto de supervivencia porque, evidentemente, uno no puede sobrevivir mucho rato desnudo, al aire libre y con estas temperaturas.

Se mantuvo el silencio mientras todos contemplábamos la lúgubre escena de la fuente, rodeada de nieve manchada de sangre, y distinguí las marcas de las nalgas desnudas de la víctima en el lugar donde la había colocado el asesino. La sangre seguía tan brillante como en el momento de verterla, porque se había congelado.

Por fin, Marino formuló una pregunta:

—¿Por qué diablos no escapó?

Wesley se apartó de mí bruscamente y se agachó a observar otras huellas que asumimos pertenecían a Gault.

—Ésa es la gran pregunta —asintió—. ¿Por qué no?

Me acuclillé a su lado y estudié también las pisadas. La marca de la suela, claramente impresa en la nieve, era curiosa. El calzado de Gault dejaba una huella compleja de rombos y ondulaciones, la marca del fabricante en el arco del zapato y un logotipo gastado en el tacón. Calculé que eran de un número cuarenta y uno o cuarenta y dos.

—¿Qué harán para conservar esas huellas? —pregunté a la comandante Penn.

Fue el detective O'Donnell quien me respondió:

—Hemos tornado fotos de las pisadas y allí —señaló un lugar a cierta distancia, al otro lado de la fuente, donde se había reunido un puñado de agentes— hay algunas todavía más claras. Estamos intentando sacar un molde.

Sacar moldes de unas huellas de pisadas en la nieve era un proceso lleno de riesgos. Si la pasta líquida no estaba suficientemente fría y la nieve lo bastante helada y dura, la huella acababa fundiéndose. Wesley y yo nos incorporamos y, en silencio, nos acercamos al lugar que había señalado el detective. Cuando eché una ojeada, vi los pasos de Gault.

No le importaba haber dejado un rastro de pisadas tan visible. No le importaba haber dejado en el parque un rastro que seguiríamos meticulosamente hasta donde nos llevara. Estábamos decididos a conocer cada lugar en el que hubiera estado, pero a Gault no le importaba. No nos consideraba capaces de atraparle.

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