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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (6 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—Resulta extraño ir desarmada —comenté, pues yo solía llevar encima mi 38 o, en las situaciones más arriesgadas, la Browning High Power; pero las normas sobre armas de Nueva York no solían hacer excepciones con agentes de policía visitantes o con personas como yo.

Wesley se sentó en la otra cama y nos miramos mientras tomábamos la copa.

—Estos últimos meses no nos hemos visto mucho —comenté.

Wesley asintió.

—Creo que deberíamos hablar de ello —continué.

—Está bien. —Su mirada no se había apartado un instante de la mía—. Adelante.

—Ya. Tengo que empezar yo, ¿no es eso?

—Podría hacerlo yo, pero quizá no te gustase lo que diría.

—Me gustaría oír lo que tengas que decir, sea lo que sea.

—Estoy pensando que es Nochebuena y estoy en tu habitación, en un hotel —dijo él—. Connie está en casa, sola, desvelada en nuestra cama y sintiéndose desgraciada porque no me tiene allí. Y los niños están tristes porque su padre no llega.

—Yo debería estar en Miami. Mi madre está muy enferma —repliqué.

Benton desvió la mirada, en silencio, y admiré los rasgos angulosos y las sombras de su rostro.

—Lucy estará allí y yo, como de costumbre, no —añadí—. ¿Tienes idea de cuántas vacaciones con la familia me he perdido?

—Sí, tengo una idea bastante precisa —respondió él.

—De hecho, no estoy segura de haber disfrutado nunca unas vacaciones sin que algún caso terrible haya enturbiado mis pensamientos, de modo que casi no importa si estoy con la familia o sola.

—Tienes que aprender a desconectar, Kay.

—He aprendido sobre eso cuanto se puede aprender.

—Tienes que dejarlo todo al otro lado de la puerta, como la ropa sucia con que uno vuelve de la escena del crimen.

Pero me resultaba imposible. Nunca pasaba un día sin que se disparara un recuerdo, sin que centelleara una imagen. Veía una cara abotargada por las heridas y la muerte, un cuerpo ultrajado... Veía el sufrimiento y la aniquilación con un detalle insoportable, pues nada en absoluto me pasaba por alto. Yo conocía demasiado bien a cada víctima. Cerré los ojos y vi unas huellas de pies descalzos sobre la nieve. Vi la sangre, del tono rojo intenso de la Navidad.

—Benton, no quiero pasar la Navidad aquí —murmuré, profundamente deprimida.

Noté que se sentaba a mi lado. Me atrajo hacia él y nos abrazamos durante un rato. No podíamos estar cerca sin tocarnos.

—No deberíamos hacer esto —dije mientras seguíamos haciéndolo.

—Ya lo sé.

—Y es realmente difícil hablar de ello.

—Lo sé. —Alargó la mano y apagó la lámpara.

—Resulta irónico —murmuré—. Si piensas en lo que compartimos, en lo que hemos visto, hablar no debería ser tan difícil...

—Esas escenas siniestras no tienen nada que ver con la intimidad —respondió Benton.

—Claro que sí.

—Entonces, ¿por qué no tienes esa intimidad con Marino, o con tu ayudante, Fielding?

—Trabajar en los mismos horrores no significa que el siguiente paso lógico sea acostarse juntos. Pero no creo que pudiera tener intimidad con alguien que no comprendiera cómo me siento.

—Yo no lo sé. —Sus manos se detuvieron.

—¿Se lo cuentas a Connie?

Me refería a su esposa, que ignoraba que Benton y yo nos habíamos hecho amantes el otoño anterior.

—No se lo cuento todo.

—¿Cuánto sabe?

—De ciertos asuntos no sabe una palabra. —Hizo una pausa—. En realidad, sabe muy poco de mi trabajo. No quiero que sepa más.

No respondí. Él prosiguió:

—Y no quiero que sepa más para que no le suceda lo que a nosotros. Nosotros cambiamos de color, igual que las polillas cuando las ciudades se tiznan con la contaminación.

—Pues yo no quiero tomar el color repulsivo de nuestro hábitat. Me niego.

—Puedes negarte todo lo que quieras.

—¿Te parece justo que le ocultes tanto a tu mujer? —pregunté sin alzar la voz; y se me hizo muy difícil pensar, porque notaba caliente la piel donde la mano de Benton había impreso su contorno.

—No es justo para ella, ni para mí.

—Pero consideras que no tienes alternativa.

—Sé que no la tengo. Y ella entiende que dentro de mí hay lugares que no están a su alcance.

—¿Y es así como quiere las cosas?

—Sí. —Noté que tendía la mano para coger el vaso—. ¿Te apetece otra ronda?

—Sí —contesté.

Se levantó y escuché en la oscuridad el chasquido metálico del tapón de rosca del botellín al romper la arandela inferior. Repartió el whisky en los vasos y volvió a sentarse.

—Es el último trago, salvo que quieras cambiar de bebida.

—Ni siquiera necesito éste.

—Si me estás pidiendo que te diga que lo que hemos hecho está bien, no puedo. No creo que esté bien.

—Ya sé que no.

Tomé un sorbo de whisky y, cuando levanté la mano para dejar el vaso en la mesilla de noche, Benton adelantó las suyas. Nos besamos de nuevo, con más intensidad, y sus manos no perdieron el tiempo en botones sino que se deslizaron por debajo y alrededor de cuanto se interponía en su camino. Nos desnudamos frenéticamente, como si se hubiera prendido fuego a nuestras ropas y fuera cuestión de vida o muerte despojarnos de ellas.

Más tarde, las cortinas empezaron a iluminarse con el primer resplandor matutino y Benton y yo flotamos entre la pasión y el sueño, con un regusto a whisky en la boca. Me senté en la cama y me envolví en la colcha.

—Benton, son las seis y media.

Entre gruñidos, se tapó los ojos con el brazo como si la luz fuera muy desconsiderada al despertarle. Tumbado boca arriba, se cubrió con la sábana mientras yo tomaba una ducha y empezaba a vestirme. El agua caliente me aclaró la mente: era la primera mañana de Navidad en muchos años en que había alguien conmigo en la cama. Me sentí como si hubiera robado algo.

—No puedes ir a ninguna parte —dijo Benton, medio dormido.

Me abroché el abrigo, le dirigí una mirada apenada y murmuré:

—Tengo que hacerlo.

—Es Navidad.

—Me esperan en el depósito.

—Lamento oír eso —murmuró él, vuelto hacia la almohada—. No sabía que te sintieras tan mal.

4

L
a oficina del Forense Jefe de Nueva York estaba en la Primera Avenida, frente al hospital de ladrillo rojo de estilo gótico llamado Bellevue, donde se habían realizado las autopsias de la ciudad durante los últimos años. Las enredaderas, marchitas en invierno, y las pintadas y grafitos ensuciaban las paredes y los hierros forjados, y unas gruesas bolsas de basura esperaban el camión sobre la nieve sucia. Una música navideña incesante sonaba en el interior del desvencijado taxi amarillo que se detuvo con un chirrido de frenos en una calle que nunca estaba tan tranquila.

—Necesito un recibo —dije al taxista, un ruso que había pasado los últimos diez minutos explicándome lo que andaba mal en el mundo.

—¿Por cuánto?

—Por ocho dólares.

Me sentía generosa. Era Navidad.

Asintió satisfecho y garabateó la anotación correspondiente mientras yo me fijaba en un individuo que me observaba desde la acera, junto a la verja del hospital. Sin afeitar, con los cabellos largos y desgreñados, llevaba una chaqueta tejana azul forrada de lanilla y las perneras de los pantalones militares, llenos de manchas, embutidas en la caña de unas botas vaqueras muy gastadas. Cuando me apeé del taxi, el tipo empezó a tocar una guitarra imaginaria y a cantar:
«Jingle bells, jingle bells, jingle all the day.
OHHH what fun it is to ride to
Galveston today-AAAAAYYYYY...»

—Tiene un admirador —dijo el taxista, divertido, mientras me entregaba el recibo por la ventanilla.

Se alejó entre una nube de humo. No había ningún otro coche o persona a la vista y la horrenda serenata subió de volumen. Acto seguido, mi admirador desequilibrado mental echó a correr hacia mí y me quedé perpleja cuando empezó a gritar «¡Galveston!» como si fuera mi nombre o una acusación. Me refugié apresuradamente en el vestíbulo de la oficina del jefe forense.

—Hay alguien que me sigue —dije a una guardia de seguridad que, sentada tras su mostrador, demostró una visible carencia de espíritu navideño.

El músico desquiciado apretó la cara contra el vidrio de la puerta principal y miró adentro con la nariz aplastada y las mejillas pálidas. Abrió la boca, pasó la lengua por el cristal en un gesto obsceno y movió las caderas adelante y atrás como si estuviera follando con el edificio. La guardia, una mujer robusta, se acercó a la puerta y la golpeó con el puño.

—¡Déjalo ya, Benny! —riñó al individuo con voz estentórea—. ¡Deja de hacer eso ahora mismo! —Golpeó el cristal con más fuerza y amenazó—: ¡No me hagas salir ahí fuera, Benny!

Benny se apartó del cristal. De pronto, fue Nureyev haciendo piruetas por la calle vacía.

—Soy la doctora Kay Scarpetta —dije a la guardia—. El doctor Horowitz me espera.

—Imposible que el jefe la espere. Hoy es Navidad. —Me miró con unos ojos oscuros que lo habían visto todo—. Está de guardia el doctor Pinto. Si quiere, intentaré localizarlo.

Se encaminó de nuevo a su mesa y fui tras ella.

—Sé perfectamente que es Navidad, pero he quedado citada aquí con el doctor Horowitz.

Saqué la cartera y exhibí la insignia dorada de jefe forense. La mujer no se mostró impresionada.

—¿Ha estado aquí antes?

—Muchas veces.

—Vaya... Pues, desde luego, hoy no he visto al jefe. Pero supongo que eso no significa que no haya entrado directamente por el garaje y no me haya avisado. A veces, se pasan aquí medio día sin que yo lo sepa. ¡Siempre lo mismo! ¡Nadie se molesta en avisarme! —Descolgó el teléfono—. ¡Claro, yo no tengo por qué saber nada! —Marcó una extensión—. ¿Doctor Horowitz? Soy Bonita, de Seguridad. Tengo aquí a una tal doctora Scarlett... —Hizo una pausa—. No lo sé.

Se volvió hacia mí.

—¿Cómo ha dicho que se llama?

—Scarpetta —respondí con voz paciente.

Tampoco esta vez lo dijo bien, pero se acercó lo suficiente.

—Sí, señor, desde luego. —Colgó y anunció—: Espere un momento. Puede sentarse ahí, doctora.

La sala de espera estaba amueblada y enmoquetada en gris, y unas revistas yacían sobre unas mesillas negras. En el centro de la estancia había un modesto árbol de Navidad artificial y, en una pared, una inscripción:
«Taceant colloquia effugiat risHs hic locus est ubi mors gaudet succurrere vitae»
, que significaba que uno encontraría poca conversación o risa en aquel lugar, donde la muerte se complacía en ayudar a la vida. En un sofá, frente a mí, estaba sentada una pareja de asiáticos con las manos juntas y apretadas. No decían nada, ni levantaron la vista. Para ellos, la Navidad siempre estaría envuelta en dolor.

Me pregunté por qué estarían allí y a quién habrían perdido y pensé en todo lo que sabía. Deseé poder, de algún modo, ofrecerles consuelo, pero tal don no parecía a mi alcance. Después de tantos años, lo mejor que se me ocurría decirles a los afligidos era que la muerte había sido rápida y que su ser querido no había sufrido. La mayoría de las veces, cuando pronunciaba para consolarlos aquellas palabras, no eran del todo ciertas, pues, ¿cómo mide una la angustia de una mujer obligada a desnudarse en un parque solitario, en plena noche y bajo un frío entumecedor? ¿Cómo podía ninguno de nosotros imaginar lo que ella había sentido cuando Gault la escoltaba hasta la fuente helada y amartillaba el arma?

El detalle de obligarla a desnudarse era un recordatorio de la ilimitada profundidad de la crueldad de Gault, de su apetito insaciable por los juegos. La desnudez de la mujer fue innecesaria, porque innecesario era anunciarle de aquel modo que iba a morir allí, sola, en Nochebuena, sin que nadie supiese quién era. Podía haberle disparado sin más. Podía haber sacado la Glock y abatirla por sorpresa. ¡El muy hijo de puta!

—¿Señores Li?

Una mujer de cabellos canos se plantó ante la pareja de asiáticos.

—Sí.

—Los acompañaré adentro, si están dispuestos.

—Sí, sí-murmuró el hombre. Su mujer rompió a llorar.

La pareja desapareció en dirección a la sala donde sería conducido el cuerpo de algún ser querido, desde el depósito de cadáveres, por un ascensor especial. Mucha gente era incapaz de aceptar la muerte a menos que la vieran y la tocaran y, a pesar de las muchas visitas semejantes que yo había preparado y presenciado a lo largo de los años, seguía sintiéndome incapaz de imaginar cómo sería, realmente, pasar por aquel trance. Noté un principio de dolor de cabeza, cerré los ojos y me froté las sienes. Permanecí sentada en esta postura un buen rato, hasta que percibí una presencia.

—¿Doctora Scarpetta? —La secretaria del doctor Horowitz estaba ante mí con una expresión preocupada en el rostro—. ¿Se encuentra bien?

—¡Emily! —exclamé, sorprendida—. Sí, me encuentro bien. No esperaba encontrarla aquí esta mañana. —Me puse en pie.

—¿Quiere que le traiga un Tylenol?

—Gracias, es muy amable, pero estoy bien —insistí.

—Yo tampoco esperaba verla por aquí. Pero ahora mismo las cosas no son precisamente normales. Me sorprende que haya podido entrar sin que la acosen los periodistas.

—No he visto ninguno —respondí.

—Anoche estaban por todas partes. Supongo que ha visto el
Times
de hoy, ¿no?

—Me temo que no he tenido ocasión —respondí, incómoda. Me pregunté si Benton seguiría en la cama todavía.

—Se ha organizado un buen lío —continuó Emily, una joven de cabellos largos y oscuros que siempre vestía de un modo tan recatado y sencillo que parecía salida de otra época—. Ha llamado incluso el alcaide. La ciudad no desea ni necesita esta clase de publicidad. Todavía me resulta increíble que fuera a descubrir el cuerpo un periodista.

—¿Un periodista? —La miré fijamente mientras caminábamos.

—Bueno, en realidad era jefe de redacción o algo parecido en el
Times...
y uno de esos chiflados que se dan su carrerita por el parque no importa el tiempo que haga. El hombre estaba haciendo ejercicio ayer por la mañana y dio un rodeo por Cherry Hill. Hacía frío y el parque estaba nevado y desierto. Se acercó a la fuente y allí se tropezó con esa pobre mujer. No es preciso que le diga que la descripción en el periódico es muy detallada y que la gente está sobrecogida de miedo.

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