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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (10 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—No, no —dijo Wesley—. No es preciso. Pero tenemos que hacerle unas preguntas más sobre ese hombre que dice apellidarse Scarpetta.

—Entren. —El maitre señaló la puerta—. Ya que vamos a hablar, pueden pasar y sentarse. Y, puesto que van a sentarse, también pueden comer. Me llamo Eugenio.

El hombre nos condujo a una mesa con mantelería rosa, en un rincón alejado de los invitados engalanados que llenaban la mayor parte del comedor. El grupo brindaba, comía, se reía y charlaba con los gestos y cadencias típicos de los italianos.

—Esta noche no tenemos carta, de platos —se disculpó Eugenio—. Puedo traerles
costoletta di vitello all griglia
o
pollo al limone
con quizás un poco de
capellini primavera
o
rigatoni con broccoli.

Asentimos a todo ello y añadimos una botella de Dolcetto D'Alba, uno de mis vinos favoritos, difícil de encontrar.

Eugenio fue a buscar el vino mientras la cabeza empezaba a darme vueltas lentamente y un miedo enfermizo me atenazaba el corazón.

—Ni se te ocurra insinuarlo —advertí a Wesley.

—No voy a insinuar nada. Todavía.

No era preciso que lo hiciera. El restaurante estaba muy cerca de la estación de metro donde Gault había sido visto. Le habría llamado la atención el nombre del local, Scaletta. Le habría recordado mi apellido; probablemente yo estaba presente en muchos de sus pensamientos.

Eugenio volvió casi al instante con nuestra botella. Quitó el papel de estaño y clavó el sacacorchos al tiempo que comentaba:

—Aquí tienen, 1979, muy ligero. Casi un
beaujolais.

Extrajo el tapón y me sirvió un poco para que lo catara.

Cuando asentí, llenó las copas.

—Siéntese, Eugenio —le ofreció Wesley—. Tome un poco de vino y háblenos de ese Scarpetta.

El
maitre
se encogió de hombros.

—Lo único que puedo decir es que apareció por primera vez hace unas semanas. Estoy seguro de que no había venido por aquí anteriormente. A decir verdad, era un tipo poco corriente.

—¿En qué sentido? —preguntó Wesley.

—Tenía un aspecto raro. Muy delgado, con los cabellos de un rojo encendido y una ropa poco corriente. Un abrigo largo de cuero negro y pantalones italianos con, por ejemplo, una sudadera. —Levantó la vista al techo y se encogió de hombros otra vez—. Imaginen a un tipo con unos pantalones y unos zapatos de Armani y, en cambio, una camiseta de manga corta. Y sin planchar.

—¿Era italiano?

—No, no. Quizás engañe a alguien, pero a mí no. —Eugenio movió la cabeza y se sirvió una copa de vino—. Era norteamericano, aunque quizás hablara italiano porque utilizó la parte de la carta escrita en italiano. Y pidió los platos así, ¿saben? Nunca pedía en inglés. En realidad, lo hacía en un italiano muy correcto.

—¿Cómo pagaba? —quiso saber Wesley.

—Siempre con tarjeta de crédito.

—¿Y el apellido que figuraba en la tarjeta era Scarpetta? —pregunté.

—Sí. El nombre no figuraba completo, sólo la inicial: K. Me dijo que se llamaba Kirk. Un nombre nada italiano, precisamente. —Con una sonrisa, se encogió de hombros una vez más.

—Entonces, era un tipo abierto y comunicativo —apuntó Wesley mientras mi mente seguía apabullada por lo que acababa de escuchar.

—A veces era un hombre muy amistoso y a veces, no tanto. Siempre traía algo que leer. Periódicos.

—¿Venía solo?

—Siempre.

—¿Qué tarjeta de crédito utilizaba? —intervine.

Tras pensarlo un instante, el
maitre
respondió:

—American Express. Tarjeta oro, creo.

Me volví hacia Wesley.

—¿Tienes aquí la tuya? —me preguntó él.

—Supongo que sí. —Saqué el billetero, pero no la encontré. Noté que la sangre me subía hasta las raíces de los cabellos—. No entiendo...

—¿Dónde la usaste por última vez? —volvió a preguntar Wesley.

—No lo sé —contesté. Estaba perpleja—. No la empleo a menudo. En algunos sitios no la aceptan.

Nos quedamos callados. Wesley dio un sorbo a su copa y recorrió el comedor con la mirada. Yo estaba desconcertada y asustada. No entendía qué significaba todo aquello. ¿Por qué habría Gault de acudir allí y utilizar mi nombre? Si tenía mi tarjeta de crédito, ¿cómo la había conseguido? Y en el mismo instante en que me hacía esta última pregunta, se agitó dentro de mí una oscura sospecha: Quantico.

Eugenio se había levantado de la mesa para ocuparse de nuestra comida.

—Benton —murmuré, angustiada—, el otoño pasado le dejé la tarjeta a Lucy...

—¿Te refieres a cuando empezó su trabajo de prácticas con nosotros? —Wesley frunció el entrecejo.

—Sí. Se la dejé cuando salió de la universidad y se trasladó a la Academia. Sabía que estaría yendo y viniendo para visitarme, que volaría a Miami por vacaciones y demás, así que le presté la tarjeta de American Express para que la usara, sobre todo, para sacar billetes de avión y de tren.

—¿Y no has vuelto a ver la tarjeta desde entonces?

—A decir verdad no me he acordado más. Normalmente utilizo la Mastercard y la Visa y me parece que la Amex caduca en febrero próximo, así que debí de pensar que Lucy podía quedársela hasta entonces.

—Será mejor que la llames.

—Sí.

—Porque si tu sobrina no la tiene, Kay, voy a sospechar que Gault la robó cuando se produjo la irrupción en el edificio de Gestión de Investigaciones, en octubre pasado.

Eso mismo temía yo.

—¿Qué me dices de las facturas? —continuó Wesley—. ¿No has observado gastos extraños en los últimos meses?

—No —contesté—. No recuerdo que tuviera ningún cargo, siquiera, durante octubre y noviembre. —Reflexioné y añadí—: ¿Qué hemos de hacer ahora, cancelar la tarjeta o utilizarla para seguir sus pasos?

—Seguirlo mediante la tarjeta podría traer problemas.

—Por el dinero...

Wesley titubeó.

—Veré qué puedo hacer —dijo por fin.

Eugenio regresó con los platos de pasta y dijo que estaba tratando de recordar si había algo más que pudiera ayudarnos.

—Creo que la última vez que vino fue el jueves por la noche. Hace cuatro días —añadió, tras contar con los dedos—. Le gusta la
bistecca y
el
carpaccio.
Ejem, déjenme ver... Una vez pidió
funghi e carciofi
y
capellini
solos. Sin salsa. Un poco de mantequilla y nada más. Lo invitamos a la fiesta. Cada año lo hacemos para demostrar nuestro aprecio a amigos y clientes especiales.

—¿Fumaba? —preguntó Wesley.

—Sí.

—¿Recuerda qué?

—Cigarrillos negros. Nat Shermans.

—¿Qué puede decirnos de la bebida?

—Le gustaban el whisky escocés caro y el buen vino. Pero tenía un gusto un tanto... un tanto esnob. —Acompañó sus palabras de una risilla—. Normalmente, pedía Chateau Carbonnieux o Chateau Olivier y la cosecha no podía ser anterior a 1989.

—¿Tomaba vino blanco? —pregunté.

—Nada de tinto. Ni una gota. El tinto no lo tocaba. Una vez le ofrecí una copa por cuenta de la casa y la devolvió.

Eugenio y Wesley intercambiaron tarjetas y otra información; tras ello, el
maitre
volvió a concentrar su atención en la fiesta, que para entonces empezaba a animarse.

—Kay —me dijo Wesley—, ¿puedes imaginar otra explicación para lo que acabamos de descubrir?

—No —fue mi respuesta—. La descripción del tipo concuerda con la de Gault. Todo apunta a Gault. ¿Por qué me está haciendo esto? —Mi miedo estaba transformándose en cólera.

Wesley me miró fijamente.

—Piensa. ¿Ha sucedido algo más, últimamente, que deberías contarme? ¿Has recibido llamadas extrañas, cartas raras, algo así?

—Ni llamadas ni nada parecido. Cartas extrañas sí he recibido algunas, pero son bastante corrientes en mi profesión.

—¿Nada más? ¿Qué hay de la alarma contra ladrones? ¿Se ha disparado más de lo habitual?

Moví la cabeza despacio, en un gesto de negativa.

—Este mes se ha disparado un par de veces, pero no falta nada ni he notado el menor desorden. Y, en realidad, no creo que Gault haya estado en Richmond.

—Debes andarte con mucho cuidado —apuntó Benton casi con irritación, como si me acusara de ser descuidada.

—Siempre tengo cuidado —repliqué.

6

A
l día siguiente, la ciudad volvía a funcionar y llevé a Marino a comer a Tatou porque consideré que los dos necesitábamos un ambiente estimulante antes de acudir a Brooklyn Heights para reunimos con la comandante Penn.

Un joven tocaba el arpa y la mayoría de las mesas estaba ocupada por hombres y mujeres atractivos y bien vestidos que, probablemente, conocían poco de la vida más allá de las editoriales y negocios de altos vuelos en que consumían sus días.

Mi sensación de alienación me dejó perpleja. Mientras contemplaba la corbata barata de Marino, su chaqueta de pana verde y las manchas de nicotina de sus uñas anchas y estriadas, me sentí muy sola al otro lado de la mesa. Aunque agradecía su compañía, no podía compartir mis pensamientos con él. No me comprendería.

—Me parece que le sentaría bien un vaso de vino con la comida, doctora —comentó mientras me observaba detenidamente—. Adelante. Yo conduciré.

—De eso, nada. Tomaremos un taxi.

—El caso es que no va a coger el volante; relájese, pues.

—Lo que está diciendo, en realidad, es que le apetecería un vaso de vino.

—No le diré lo contrario —respondió mientras se acercaba la camarera—. ¿Tienen algún vino por vasos que merezca la pena? —preguntó a la muchacha.

Ésta consiguió disimular su irritación mientras recitaba una lista impresionante que dejó perplejo a Marino. Le sugerí que probara un cabernet de reserva Beringer, cuya calidad conocía, y pedimos sopa de lentejas y espagueti a la boloñesa.

—El asunto de la mujer muerta me saca de quicio —confesó Marino cuando la camarera se marchó.

Acerqué la cabeza a él por encima de la mesa y le insté a bajar la voz. Él también se inclinó hacia delante.

—Hay una razón para que la escogiera —añadió entonces.

—Para mí que sólo se fijó en ella porque estaba allí-respondí, espoleada por la irritación—. Sus víctimas no significan nada para él.

—Sí, pero... Bueno, yo creo que hay algo más. Y también me gustaría saber qué le ha traído a Nueva York. ¿Cree que contactó con ella en el museo?

—Es posible. Quizás averigüemos algo más cuando vayamos allí.

—¿No hay que pagar para entrar?

—Para ver las exposiciones, sí.

—Pues esa mujer quizá llevara un montón de oro en la dentadura, pero no creo que tuviera mucho dinero cuando murió.

—A mí también me sorprendería que lo tuviera. Pero ella y Gault entraron en el museo. Los vieron salir.

—Entonces, puede que la conociera antes, la llevara allí y le pagara la entrada.

—Espero que nos ayude en algo observar lo que Gault fue a ver.

—Ya sé lo que estuvo contemplando esa rata. Los tiburones.

La comida era espléndida y no me habría costado nada quedarme allí durante horas. Estaba inexplicablemente agotada, como me sucedía a veces. Mi disposición emocional estaba constituida por sucesivas capas de dolor y de tristeza que, cuando yo era joven, habían sido provocadas por mi propio sino y luego, con el paso de los años, procedían del dolor ajeno. Con mucha frecuencia me sumía en un estado de ánimo sombrío, y éste era uno de tales momentos.

Pagué yo porque, cuando salía a comer con Marino, si yo escogía el restaurante también me encargaba de la cuenta. A decir verdad, Marino no podía permitirse el Tatou. A decir verdad, no podía permitirse Nueva York. Ver la Mastercard me hizo pensar en la tarjeta de American Express y mi humor empeoró.

Para entrar en la exposición de tiburones del museo de Historia Natural, tuvimos que pagar cinco dólares cada uno y encaminarnos al tercer piso. Marino subió las escaleras más despacio que yo, tratando de disimular sus laboriosos jadeos.

—Maldita sea, ¿cómo es que no tienen ascensor en este garito? —se quejó.

—Hay uno —le respondí—, pero a usted le convienen las escaleras. Quizá sea el único ejercicio que hagamos hoy.

Entramos en la exposición de reptiles y anfibios y pasamos ante un cocodrilo americano de casi cinco metros, muerto un siglo atrás en Biscayne Bay. Marino no pudo evitar detenerse ante cada animal expuesto y me harté de ver lagartos, serpientes, iguanas y monstruos de Gila.

—Vamos —susurré.

—Fíjese en el tamaño de ese bicho —dijo Marino con admiración ante los restos de una pitón reticulada de ocho metros—. ¿Se imagina tropezar con una cosa así en la selva?

Los museos siempre me dan frío por mucho que me gusten. Atribuyo el fenómeno a los suelos de duro mármol y la altura de los techos. Pero, además, aborrezco las serpientes y sus parientes. Me repugnan las cobras de anteojos, los lagartos de piel escamosa y espinosa y los cocodrilos de dientes desnudos. Una guía daba explicaciones a un grupo de jóvenes extasiados ante una vitrina poblada por dragones de Komodo indonesios y tortugas laúd que nunca más volverían a ver las playas de arena ni el mar.

—Os pido que, cuando estéis en la playa y tengáis algún envase de plástico, lo arrojéis a la basura, porque estos animales no son genios, precisamente —proclamaba la guía con la pasión de un evangelista—; creen que las bolsas de plástico son medusas y...

—Vámonos ya, Marino —murmuré, tirándole de la manga.

—¿Sabe? No visitaba un museo desde que era un crío. Espere un momento... —Con expresión de sorpresa, se corrigió—: No es verdad. ¡Claro, maldita sea! Doris me trajo aquí una vez. Ya decía yo que todo esto me resultaba familiar...

Doris era su ex mujer.

—Acababa de ingresar en el departamento de Policía de Nueva York y Doris estaba embarazada de Rocky. Recuerdo que vimos los monos y gorilas disecados y rellenos y le dije que aquello traía mala suerte. Le dije que el niño acabaría columpiándose de los árboles y comiendo plátanos.

La guía continuaba perorando sin descanso sobre la penosa situación de las tortugas laúd:

—Tenedlo muy presente, por favor. ¡Su número está disminuyendo incesantemente!

Marino siguió con sus reflexiones en voz alta:

—Quizá fue eso lo que le sucedió a Rocky. Quizá fue por haber venido a este lugar.

Rara vez le había oído hacer la menor referencia a su único hijo. De hecho, pese a conocer bien a Marino, de su hijo no sabía nada.

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