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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (29 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—Y ahí terminan las semejanzas —respondió Tucker, saliendo del Porsche.

Su despacho estaba al fondo de un pasillo deprimente, varias puertas más allá de la correspondiente al Escuadrón A, donde tenían su cubil los detectives de homicidios. Las dependencias del jefe eran sorprendentemente sencillas, con un mobiliario robusto pero utilitario. Allí no había lámparas refinadas ni alfombras lujosas, ni las fotografías de Tucker en compañía de políticos o de celebridades que yo esperaba encontrar colgadas de las paredes. Tampoco vi certificados o diplomas que indicaran dónde había estudiado o qué méritos se le habían reconocido.

Tucker consultó el reloj y nos condujo a una pequeña sala de reuniones anexa. La estancia, carente de ventanas y enmoquetada en azul marino, estaba amueblada con una mesa y ocho sillas. También había un televisor y un aparato de vídeo.

—¿Qué hay de Lucy y Janet? —pregunté, esperando que el jefe las excluiría de la reunión.

—Ya sé quiénes son —respondió él mientras se acomodaba en una silla giratoria como si se dispusiera a contemplar la final de fútbol—. Son agentes.

—Yo no lo soy —le corrigió Lucy con tono respetuoso.

El coronel la miró:

—Usted ha escrito el programa CAIN.

—No lo hice yo sola.

—Bien, sea como sea, CAIN tiene que ver con todo esto; no estará de mas que se quede usted.

—Su departamento está conectado con el programa —afirmó Lucy sosteniendo la mirada de Tucker—. De hecho, fue el primero en conectarse.

La puerta de la sala se abrió y, al volver la cabeza, vimos entrar a Benton Wesley. Vestía unos pantalones de pana y un suéter y tenía el aspecto ajado de quien, de puro agotado, no puede conciliar el sueño.

—Supongo que ya conoces a todos los presentes, Benton —comentó Tucker como si él y Wesley fueran grandes amigos.

—Sí. —Wesley ocupó un asiento con aire serio y concentrado—. Llego tarde gracias a tu buen trabajo —comentó a Tucker, quien puso cara de perplejidad—. Me han parado en dos controles.

—¡Ah! —El coronel mostró una expresión complacida—. Tenemos a todo el mundo ahí fuera. Y es una gran suerte que haga este tiempo.

No lo decía en broma.

Marino dio explicaciones a Lucy y a Janet:

—La nieve retiene en casa a la mayoría de la gente. Y cuanta menos gente sale, más fácil lo tenemos nosotros.

—Salvo que Gault tampoco ronde por ahí fuera —apuntó Lucy.

—Ha de estar en alguna parte —intervino Marino—. Esa sabandija no tiene aquí una casa de vacaciones, que yo sepa.

—No sabemos lo que pueda tener —replicó Wesley—. Quizá conozca a alguien hospitalario.

—¿Dónde calculas que habrá ido después de salir del depósito de cadáveres esta mañana? —le preguntó Tucker a Wesley.

—No creo que haya abandonado la zona.

—¿Por qué? —insistió Tucker.

Wesley dirigió una mirada hacia mí.

—Me da la impresión de que quiere estar donde estemos nosotros.

—¿Qué hay de su familia? —preguntó el coronel a continuación.

—Sus padres viven cerca de Beauford, Carolina del Sur, donde hace poco compraron una plantación de pacanas bastante extensa. No espero que Gault aparezca por allí.

—Me parece que debemos esperar cualquier cosa —señaló Tucker.

—Está enemistado con su familia.

—No del todo. Gault obtiene dinero de alguna parte.

—Sí —dijo Wesley—. Sus padres quizá le envíen dinero para que se mantenga lejos de ellos. Están ante un dilema. Si no le ayudan, puede presentarse en su casa; y si le ayudan, sigue por ahí matando gente.

—Parece que se trata de dos probos ciudadanos —comentó Tucker, sarcástico.

—No nos ayudarán —sentenció Wesley—. Ya lo hemos intentado. ¿Qué más estáis haciendo los de Richmond?

—Todo lo que podemos —fue la respuesta de Tucker—. Ese cabrón se dedica a matar policías.

—No creo que los policías sean su objetivo principal —declaró Wesley sin inmutarse—. No creo que le interesen.

—En cualquier caso —replicó el coronel acaloradamente—, él ha disparado el primer tiro; el próximo lo dispararemos nosotros.

Wesley se limitó a mirarle.

—Tenemos a los agentes por parejas en los coches patrulla —continuó Tucker—. Hay centinelas en el aparcamiento, sobre todo para el cambio de turno. Cada coche lleva una foto de Gault que también hemos repartido en los comercios locales. En todos los que hemos encontrado abiertos.

—¿Se han establecido vigilancias?

—Sí, en varios lugares donde podría estar. —El coronel se volvió hacia mí—. Entre ellos su casa, doctora, y la mía. Y el despacho del forense. Si se te ocurren otros sitios donde pueda estar —añadió, mirando de nuevo a Wesley—, haz el favor de decírmelo.

—No puede haber muchos —contestó Wesley—. Ese tipo tiene la desagradable costumbre de matar a sus amigos. —Apartó la mirada y añadió—: ¿Qué hay de los helicópteros y avionetas de la policía estatal?

—Saldrán cuando cese la nevada —dijo Tucker.

—No comprendo cómo puede escabullirse con tal facilidad —comentó Janet, quien muy probablemente pasaría el resto de su vida laboral haciéndose preguntas parecidas—. Ese hombre no tiene un aspecto muy normal. ¿Cómo es que la gente no se fija en él?

—Gault es sumamente astuto —le dije.

Tucker se volvió hacia Marino.

—¿Tiene esa cinta?

—Sí, señor, pero no estoy seguro de que... —no terminó la frase.

Tucker alzó ligeramente el mentón.

—¿De qué no está seguro, capitán?

—No estoy seguro de que ellas deban verla. —Marino dirigió una mirada a Janet y Lucy.

—Por favor, capitán, proceda —se limitó a responder el jefe.

Marino introdujo la cinta en el aparato de vídeo y apagó las luces.

—Dura media hora, más o menos —anunció mientras en la pantalla del televisor aparecían números y líneas—. ¿Le molesta a alguien que encienda un cigarrillo?

—Me molesta a mí —declaró Tucker—. Según parece, esto es lo que encontramos en esa cámara de vídeo, en casa del comisario Brown. Yo tampoco la he visto todavía.

La cinta se puso en marcha.

—Bien, eso de ahí es el dormitorio de Lamont Brown, en el piso alto de la casa —empezó a narrar Marino.

La cama que habíamos inspeccionado horas antes aparecía en la imagen en perfecto orden y, de fondo, se oía el ruido de alguien que se movía.

—Creo que aquí estaba asegurándose de que la cámara funcionaba como era debido —continuó Marino—. Tal vez fue en ese momento cuando dejó aquel rastro en la pared. Ahora viene un salto.

Pulsó el botón de pausa y contemplamos una imagen borrosa del dormitorio, desierto.

—¿Sabemos ya si Brown dio positivo en la prueba de cocaína? —preguntó el jefe desde la penumbra.

—Es demasiado pronto para saber si tenía en el cuerpo restos de cocaína o de su metabolito, la benzoileconina —respondí—. De momento, lo único que tenemos es la tasa de alcoholemia.

Marino reanudó su comentario:

—Parece que conectó la cámara, la desconectó y volvió a encenderla. Si se fijan, la hora de la grabación ha cambiado. Al principio eran las diez y cinco de anoche. Ahora, de repente, son las diez y veinte.

—Está claro que esperaba a alguien —apuntó Tucker.

—Quizás ese alguien había llegado ya y estaba abajo, preparando unas rayas de coca. Vamos allá. —Marino pulsó el botón de avance—. Aquí es donde empieza lo bueno.

La penumbra de la sala de conferencias quedó en completo silencio, salvo los crujidos de una cama y unos gemidos que más parecían de dolor que de pasión. El comisario Brown aparecía desnudo y boca arriba. En la imagen, de espaldas, vimos a Temple Gault. Llevaba unos guantes quirúrgicos en las manos y nada más. Cerca de él, en la cama, había amontonadas unas ropas oscuras. Marino no hizo más comentarios.

Miré a mi alrededor. Lucy y Janet observaban con rostro inexpresivo y Tucker parecía muy tranquilo. Wesley estaba a mi lado y analizaba las imágenes fríamente.

Gault mostraba en su cuerpo una blancura enfermiza y bajo su piel quedaban claramente marcadas cada vértebra y cada costilla. Daba la impresión de haber perdido mucho peso y tono muscular, y pensé en la cocaína detectada en sus cabellos, que esta vez eran blancos; pero entonces cambió de posición y dejó a la vista unos pechos voluminosos, de mujer.

No era Gault. Parecía imposible, disparatado, pero aquella persona era Carrie Grethen. Mis ojos se volvieron velozmente hacia el otro lado de la mesa y vi que Lucy se ponía tensa.

Noté que Marino me miraba mientras, en el televisor, Carrie Grethen se afanaba en llevar al éxtasis a su cliente. Sin embargo, parecía que las drogas habían frustrado sus esfuerzos pues, hiciera lo que hiciese la mujer, el comisario Brown era
incapaz
de animarse a amortizar lo que iba a resultar el precio más alto que había pagado nunca por el placer. Lucy mantuvo la vista fija en la pantalla con aire resuelto. Estupefacta, contempló cómo su ex amante llevaba a cabo un acto lascivo tras otro sobre aquel hombre barrigón y embriagado.

El final parecía fácil de predecir. Carrie sacaría un arma y le pegaría un tiro. Pero no fue así. Cuando llevaban transcurridos dieciocho minutos en el vídeo, se oyeron unas pisadas en el dormitorio de Brown y entró el cómplice de la mujer. Temple Gault, ahora sí, iba vestido con un traje negro y también llevaba guantes. No parecía sospechar en absoluto que una cámara recogía cada uno de sus movimientos y sonidos, hasta el menor pestañeo. Se detuvo al pie de la cama y contempló la escena. Brown tenía los ojos cerrados. No podía decirse si estaba consciente o no.

—Ya es hora —dijo Gault con tono impaciente.

Sus intensos ojos azules dieron la impresión de penetrar la pantalla y asomarse directamente a nuestra sala de conferencias. No se había teñido el pelo. Seguía llevándolo de color zanahoria, largo y engominado, peinado hacia atrás desde la frente y hasta detrás de las orejas. Vimos cómo se desabrochaba la chaqueta, sacaba una pistola Glock de nueve milímetros y, con aire indiferente, se acercaba a la cabecera de la cama.

Carrie miraba a Gault mientras éste colocaba la boca del cañón de la pistola entre los ojos del comisario. A continuación, ella se llevó las manos a los oídos y yo noté un nudo en el estómago y cerré los puños. Cuando Gault apretó el gatillo, el arma retrocedió como espantada de lo que acababa de hacer. Estupefactos, asistimos a los espasmos agónicos del comisario hasta que cesaron. Carrie descabalgó de aquel cuerpo ahora inerte.

—¡Oh! —exclamó Gault, bajando la vista hacia su pecho—. Me he salpicado, maldita sea.

Ella sacó el pañuelo del bolsillo de la chaqueta de su cómplice y le restregó con él las manchas del cuello y de las solapas.

—No se notará. Menos mal que vas vestido de negro.

—Ve a ponerte algo —indicó él, como si le disgustara la desnudez de la mujer.

Gault tenía una voz adolescente y desigual, que apenas levantaba. Se desplazó hasta el pie de la cama y recogió las ropas oscuras allí colocadas.

—¿Qué me dices del reloj? —preguntó Carrie—. Es un Rolex auténtico, nene. De oro. Y la pulsera también es auténtica.

—Vístete de una vez —replicó Gault.

—No quiero ensuciarme —protestó ella, y dejó caer el pañuelo ensangrentado que la policía encontraría más tarde en el suelo.

—Entonces, trae las bolsas —le ordenó él.

Dio la impresión de que Gault hacía algo con la ropa de Carrie mientras la colocaba sobre la cómoda, pero el ángulo de la cámara no nos permitía verlo con claridad. Carrie regresó con las bolsas.

Entre los dos, colocaron el cuerpo de Brown en una posición que parecía minuciosamente premeditada. En primer lugar, por alguna razón que no alcanzamos a comprender, lo vistieron con un pijama. La sangre se derramó por la chaqueta de éste mientras Gault cubría la cabeza del comisario con la bolsa de la basura y la ataba en torno al cuello del cadáver con un cordón de zapato procedente de unas zapatillas de entrenamiento que el difunto tenía en el armario.

También entre los dos, bajaron el cuerpo de la cama a la bolsa negra colocada en el suelo. Gault sostenía a Brown por las axilas y Carrie, por los tobillos. Cuando lo tuvieron dentro, cerraron la cremallera. Vimos cómo se llevaban al muerto y los oímos en la escalera. Unos minutos después, Carrie apareció de nuevo en la imagen, cogió la ropa y salió. Tras esto, el dormitorio quedó desierto.

La voz de Tucker sonó en medio de la tensión:

—Desde luego, no podríamos pedir mejores pruebas. ¿Aquellos guantes procedían del depósito de cadáveres?

—Muy probablemente estaban en la furgoneta que nos robaron —respondí—. Guardamos una caja de guantes en cada vehículo.

—El espectáculo no ha terminado todavía —anunció Marino.

Hizo avanzar la filmación, pasando a gran velocidad la escena fija del dormitorio vacío hasta que, de pronto, apareció una figura. Marino volvió atrás y la figura retrocedió aceleradamente hasta desaparecer de la habitación.

—Observen lo que sucede una hora y once minutos más tarde, exactamente. —Pulsó de nuevo el botón y reprodujo la secuencia.

Carrie Grethen entró en el dormitorio, vestida como Gault. De no ser por los cabellos blancos, la habría tomado por él.

—¿Cómo? ¿Ella lleva su ropa, ahora? —exclamó Tucker, perplejo.

—No —respondí—. Viste muy parecido, pero no es la misma ropa que llevaba Gault.

—¿Cómo estás tan segura? —preguntó el coronel.

—Tiene un pañuelo en el bolsillo del pecho. Antes cogió el de Gault para limpiarle la sangre. Y si retrocedemos, comprobaremos que la chaqueta de Gault no tenía solapas en los bolsillos laterales; en cambio, la de ella sí.

—Cierto —confirmó Marino—. La doctora tiene razón.

Carrie paseó la mirada por la estancia, por el suelo y por la cama, como si hubiera perdido algo. Se la veía agitada e irritada y tuve la
certeza
, de que estaba en plena borrachera de coca. Continuó buscando unos instantes más y, por último, se marchó.

—Me pregunto a qué vendría todo eso —comentó Tucker.

—Espere —le dijo Marino.

Avanzó la cinta y reapareció Carrie. La vimos insistir en la búsqueda con expresión ceñuda, apartar las sábanas de la cama y mirar bajo la almohada ensangrentada. A gatas, miró también bajo la cama. Cuando se incorporó, sin dejar de recorrer la habitación con la mirada, escupió una sarta de obscenidades.

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