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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (33 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—¿Y estás segura de que dejaron el bar juntos? —insistí.

—Bueno, lo cierto es que no volví a ver a ninguno de los dos durante el resto de la noche, y Tommy y yo estuvimos en el local hasta las dos.

—Bien —dije a la muchacha—, quiero que llames al capitán Marino y le cuentes lo que acabas de explicarme.

Jennifer se levantó de la silla sintiéndose importante.

—Lo haré ahora mismo.

Volví al despacho en el instante en que Rose salía por la puerta.

—Tiene que llamar al doctor Gruber —me dijo.

Marqué el número del museo de Intendencia, pero el doctor había salido. Un par de horas más tarde me llamó él.

—¿Qué tal la nevada en Petersburg? —le pregunté.

—¡Ah!, las calles están mojadas y peligrosas.

—¿Cómo van nuestros asuntos?

—Tengo algo para usted —respondió—. Y lamento tener que decírselo.

Esperé un instante y, como Gruber no decía nada más, insistí:

—¿Qué es lo que lamenta, exactamente?

—He recurrido al ordenador y he investigado el nombre que le interesaba. No debería haberlo hecho.

Gruber enmudeció de nuevo.

—Doctor Gruber —le dije—, estamos buscando a un asesino múltiple.

—No ha estado nunca en el ejército.

—Se refiere usted a su padre, ¿no? —apunté, decepcionada.

—Ninguno de los dos —respondió el doctor—. Ni Temple, ni Peyton Gault.

—¡Oh! Así pues, lo más probable es que esas botas procedan de una tienda de excedentes militares.

—Sí, pero también es posible que tenga un tío...

—¿Quién tiene un tío?

—Temple Gault. Pero no puedo asegurarlo. Hay un Gault en el ordenador, pero se llama Luther. Luther Gault. Sirvió en Intendencia durante la Segunda Guerra Mundial. —Hizo una pausa—. De hecho, estuvo destinado aquí mismo, en Fort Lee, durante varios años.

Era la primera vez que oía hablar del tal Luther Gault.

—¿Vive todavía? —pregunté.

—No. Murió en Seattle unos cinco años atrás.

—¿Y qué le hace sospechar que ese hombre pueda ser pariente de Temple Gault? Su familia procede de Georgia, y Seattle está en el otro extremo del país.

—La única relación real que puedo establecer es el apellido y el hecho de que estuviera destinado en Fort Lee.

—¿Y las botas de campaña? ¿Cree posible que pertenecieran a ese tal Luther?

—Bueno, proceden de la Segunda Guerra Mundial y fueron probadas aquí, en Fort Lee, que es donde Luther Gault estuvo destinado la mayor parte de su carrera militar. Normalmente, se pedía a los soldados e incluso a algunos oficiales que probaran las botas y otras piezas del equipo antes de que se enviaran a los chicos de las trincheras.

—¿Qué fue de Luther Gault al abandonar el ejército?

—No tengo más información de él desde que fue licenciado, excepto que murió a los setenta y ocho años de edad. —El doctor Gruber hizo una pausa antes de continuar—: Pero quizá le interese saber que era un militar de carrera. Pasó a la reserva con el rango de general de división.

—¿Y usted no había oído hablar de él hasta hoy?

—Yo no he dicho tal cosa. —Gruber hizo una pausa—. Estoy seguro de que el ejército tiene un expediente considerable acerca de Luther Gault, pero no sé cómo podría usted hacerse con esa documentación.

—¿Sería posible que me enviase usted una fotografía de ese hombre?

—Tengo una en el ordenador. La típica foto de cuerpo entero para los archivos.

—¿Puede enviármela por fax?

El doctor titubeó de nuevo, pero accedió a hacerlo.

Colgué el teléfono al tiempo que Rose entraba con los protocolos de las autopsias del día anterior. Los revisé e hice algunas correcciones mientras esperaba a que sonara la máquina de fax. Sólo tuve que aguardar unos instantes y la imagen en blanco y negro de Luther Gault se materializó en mi despacho. El hombre posaba gallardamente con el uniforme de media gala, pantalones y chaqueta corta, oscura, con cordoncillos y botones dorados y solapas satinadas. El parecido existía. Temple Gault tenía los mismos ojos.

Llamé a Wesley.

—Puede que Temple Gault tuviera un pariente en Seattle —le dije—. Un tío que era general de división del ejército.

—¿Cómo lo has averiguado? —me preguntó.

No me gustó el tono frío de su voz.

—Eso da igual —contesté—. Lo importante es que creo que debemos investigar todo lo que podamos al respecto.

Wesley mantuvo sus reservas:

—No me parece pertinente.

Al oír aquello, perdí la paciencia.

—¿Qué es pertinente, pues, cuando se trata de detener a un tipo como él? Cuando no se tiene nada, debe investigarse todo.

—Claro, claro —dijo Wesley—. No hay problema, pero no podemos ocuparnos de ello ahora mismo. Tú tampoco.

Colgó, y yo me quedé sentada ante el teléfono, desconcertada y con el corazón contraído de dolor. Benton jamás me había rechazado de aquella manera. Debía de estar con alguien en su despacho. Cuando salí del mío a buscar a Lucy, la paranoia se me había disparado.

—Hola —me saludó Lucy antes de que pudiera pronunciar palabra. Probablemente me había visto reflejada en la pantalla del monitor.

—Tenemos que irnos —le dije.

—¿Por qué? ¿Vuelve a nevar?

—No. Ha salido el sol.

—Casi he terminado ya... —anunció, sin dejar de pulsar teclas.

—¿Dónde está Janet? Tengo que llevaros a las dos de vuelta a Quantico.

—Deberías llamar a la abuela —dijo ella—. Se siente abandonada.

—Ella se siente abandonada y yo, culpable —respondí.

Lucy se volvió a mirarme cuando mi buscapersonas emitió un aviso.

—¿Dónde está Janet? —insistí.

—Creo que ha ido al piso de abajo.

Pulsé el botón correspondiente y apareció en el busca el número privado de Marino.

—Bien, ve con ella. Nos encontraremos abajo dentro de un momento.

Regresé al despacho y esta vez cerré las puertas. Cuando llamé a Marino, éste estaba tan excitado que me produjo la impresión de que había tomado anfetaminas.

—¡Se han ido! —me informó.

—¿Quién se ha ido?

—Descubrirnos dónde se alojaban. En el motel Hacienda, en la US 1. Un nido de cucarachas que no queda lejos de donde usted compra todas sus armas y municiones. Fue allí donde esa zorra llevó a su amiguita.

—¿Qué amiguita? —Seguía sin saber de qué me hablaba. Entonces recordé lo que me había contado Jennifer—. ¡Ah! ¿La mujer que Carrie se ligó en ese bar, Rumors?

—Sí. —Marino mostraba la misma agitación que si estuviera lanzando una petición de auxilio—. Se llama Apollonia y...

—¿Sigue viva? —le interrumpí.

—Sí, desde luego. Carrie la llevó al motel y las dos se estuvieron divirtiendo.

—¿Quién conducía?

—Apollonia.

—¿Encontraron mi furgoneta en el aparcamiento del motel?

—No cuando hemos irrumpido en el tugurio, hace un rato. Y las habitaciones estaban desocupadas y en orden. Es como si nunca se hubieran alojado allí.

—Entonces, Carrie no estaba en Nueva York el martes pasado...

—No —respondió Marino—. Estuvo aquí, divirtiéndose, mientras Gault mataba a Jimmy Davila en aquellos túneles. Y supongo que Carrie se ocuparía de tenerle preparado un escondite y, probablemente, de ponerse en contacto con él dondequiera que estuviese.

—Dudo que Gault volara de Nueva York a Richmond —apunté—. Habría sido demasiado arriesgado.

—Yo, personalmente, creo que voló a Washington el miércoles...

—Marino... —le interrumpí—, yo hice ese vuelo, el miércoles.

—Ya lo sé. Quizá viajaron los dos en el mismo avión.

—No le vi.

—No sabe si le vio o no. Pero la cuestión es que, si ambos volaron en el mismo avión, puede apostar seguro a que él sí la vio.

Recordé la salida de la terminal, cuando había tomado aquel taxi desvencijado que tenía averiadas las cerraduras y las ventanillas. Me pregunté si Gault habría estado observándome.

—¿Carrie tiene coche?—pregunté.

—Tiene un Saab descapotable registrado a su nombre, pero seguro que últimamente no lo utiliza.

—No me explico por qué ligó con esa Apollonia —comenté—. ¿Y cómo hicieron ustedes para encontrarla?

—Muy fácil. Apollonia trabaja en Rumors. No sé exactamente lo que hace, pero no es sólo vender tabaco.

—Maldita sea —murmuré.

—Supongo que la conexión es la coca —explicó Marino—. Y quizá le interese saber que Apollonia conocía al comisario Brown. De hecho, se podría decir que estaban liados.

—¿Cree que esa individua puede haber tenido algo que ver con el asesinato?

—Sí. Probablemente fue ella quien condujo a Gault y a Carrie hasta Brown. Empiezo a pensar que el comisario fue un factor imprevisto. Sospecho que Carrie le preguntó a Apollonia dónde podían conseguir un poco de coca y el nombre surgió en la conversación. A partir de ahí, Carrie se lo comentó a Gault y éste orquestó otra de sus impetuosas pesadillas.

—Lo que dice es muy posible —asentí—. ¿Apollonia sabía que Carrie era una mujer?

—Sí. No le importaba.

—Maldita sea —repetí—. Estábamos tan cerca...

—Ya lo sé. Y no puedo creer que hayan escapado de la red de esta manera. Salvo la Guardia Nacional, tenemos tras ellos a todos los efectivos. Incluso helicópteros; toda la escuadrilla. Pero en este momento me da en la nariz que ya han abandonado la zona.

—Acabo de llamar a Benton y me ha colgado —dije entonces.

—¿Qué? ¿Se han peleado?

—Marino, hay algo que no anda nada bien. He tenido la sensación de que había alguien en su despacho y que Benton no quería que el visitante supiera que estaba hablando conmigo.

—Quizás era su mujer.

—Ahora salgo para allá con Lucy y Janet.

—¿Y se quedará a pasar la noche allí?

—Eso depende.

—Bien, preferiría que no condujera. Y si alguien intenta detenerla por la razón que sea, no le haga caso. No se pare por una sirena, por unas luces o por ninguna otra cosa. No se pare como no sea junto a un coche patrulla con las insignias bien visibles. —Marino continuó recitándome uno de sus discursos—. Y guarde la Remington entre los asientos de delante.

—Gault no va a dejar de matar —comenté. Al otro extremo de la línea telefónica, Marino no dijo nada. Yo añadí—. Cuando estuvo en mi despacho, se llevó mi juego de cuchillas de disección.

—¿Seguro que no fue alguien de la brigada de limpieza? Esas cuchillas serían perfectas para cortar pescado en filetes.

—Yo sé que fue Gault quien lo hizo —respondí.

16

L
legamos de regreso a Quantico poco después de las tres y, cuando intenté ponerme en contacto con Wesley, no le encontré en el despacho. Le dejé un mensaje de que estaría en Gestión de Ingeniería, donde pensaba pasar las horas siguientes con mi sobrina.

En la planta de ordenadores no había ingenieros ni científicos porque era un fin de semana largo, de modo que pudimos trabajar a nuestro aire, solas y en silencio.

—Decididamente, podría enviar una nota por correo electrónico global —apuntó Lucy, sentada a su mesa. Echó una ojeada al reloj e insistió—: Escucha, tía, ¿por qué no lanzamos algo ahí fuera y vemos quién pica?

—Déjame probar otra vez con el caballero de Seattle.

Tenía anotado el número en un pedazo de papel y lo marqué. Me dijeron que había salido y que no volvería.

—Es muy importante que me comunique con él —expliqué a mi interlocutora—. ¿Cree que podría encontrarlo en su casa?

—No estoy autorizada a decírselo. Pero si me deja su número, cuando él llame para recoger los mensajes pendientes, yo le...

—Imposible —respondí con creciente frustración—. No estoy en un lugar fijo. Lo que voy a hacer es darle el número de mi buscapersonas. Por favor, dígale que me llame y yo me pondré en contacto.

No dio resultado. Una hora más tarde, mi busca seguía callado.

—Probablemente la telefonista se equivocó al poner los signos de separación entre los prefijos —dijo Lucy mientras navegaba por los programas de CAIN.

—¿Hay algún mensaje extraño en alguna parte? —le pregunté.

—No. Es viernes por la tarde y mucha gente se ha ido de vacaciones. Creo que deberíamos enviar algo a través de Prodigy y ver qué nos llega.

Me senté a su lado.

—¿Cuál es el nombre de esa asociación? —preguntó Lucy.

—Academia Americana de Aplicadores de Pan de Oro.

—¿Y su máxima concentración de miembros se da en el estado de Washington?

—Sí, pero no estaría de más extender el mensaje a toda la Costa Oeste.

—Bueno, esto se recibirá en todo el país —explicó Lucy al tiempo que escribía
Prodigy
y facilitaba su identificación y su contraseña—. Creo que la mejor manera de llevar el asunto es mediante el correo electrónico. —Abrió una ventana de mensajes en la pantalla y se volvió hacia mí—. ¿Qué quieres que diga?

—¿Qué te parece esto? «A todos los miembros de la Academia Americana de Aplicadores de Pan de Oro. Patóloga forense necesita desesperadamente su ayuda lo antes posible.» Y luego dales la información para ponerse en contacto con nosotras.

—Muy bien. Les pondré un buzón aquí y enviaré una copia a tu buzón electrónico de Richmond. —Escribió los datos en el teclado y añadió—: Las respuestas pueden llegar durante cierto tiempo. Quizá te encuentres con un montón de dentistas como corresponsales.

Pulsó una tecla y apartó la silla de la mesa.

—Ya está —anunció—. Ya ha salido. En este momento, todos los suscriptores de Prodigy deben de tener un mensaje de
Correo Nuevo
en sus ordenadores. Esperemos que alguno de ellos esté conectado en este momento y pueda ayudarnos.

No había terminado de hablar cuando, de repente, la pantalla se quedó en negro y empezaron a fluir por ella unas brillantes letras verdes. Una impresora se puso en funcionamiento.

—¡Qué rapidez! —empecé a decir.

Pero Lucy ya había saltado de la silla. Corrió a la sala donde residía CAIN y presentó la huella digital al lector para acceder al recinto. La puerta de cristal se abrió con un seco chasquido y entré con ella. En el monitor del sistema fluía el mismo mensaje y Lucy cogió un pequeño mando a distancia de la mesa y pulsó un botón. Echó una mirada a su Breitling y activó el cronómetro.

—¡Vamos, vamos, vamos! —masculló.

Se sentó delante de CAIN y contempló fijamente la pantalla mientras aparecía el mensaje. Era un breve párrafo, repetido una y otra vez. Decía así:

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