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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (36 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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Después del vídeo, la agente encargada del jurado, una guapa mujer negra, se acercó a mí.

—¿Es usted policía? —susurró.

—No —respondí, y le expliqué quién era mientras ella observaba a Marino y a los otros dos agentes.

—Tenemos que pedirle que se marche —susurró la agente—. Usted no debería estar aquí. Debería haber llamado para informarnos. No entiendo qué hace aquí.

Los otros candidatos a jurados nos miraban. No habían dejado de hacerlo desde el momento de nuestra entrada y la razón era muy clara: ignoraban el funcionamiento del sistema judicial y yo estaba rodeada de policías. Ahora, incluso la agente se había acercado. Yo tenía que ser la acusada. Probablemente, ninguno de ellos sabía que los acusados no leen revistas en la misma estancia que los futuros jurados.

A la hora del almuerzo, ya había salido del juzgado y me preguntaba si se me permitiría formar parte de un jurado aunque sólo fuera una vez en la vida. Marino me dejó en la puerta del edificio donde yo trabajaba y me encaminé a mi despacho. Desde allí, volví a llamar a Nueva York y esta vez atendió el teléfono el doctor Horowitz.

—Fue enterrada ayer —dijo, refiriéndose a Jane.

Sentí una gran tristeza al oírlo.

—Creía que, normalmente, esperan un poco más —comenté.

—Diez días. Más o menos, es el plazo transcurrido, Kay. Ya sabe que tenemos problemas de espacio para almacenamiento.

—Necesitamos identificarla por el ADN —expliqué a Horowitz.

—¿Por qué no por los registros dentales?

Le expuse el problema.

—Una verdadera lástima. —El doctor hizo una pausa y, cuando volvió a hablar, lo hizo con reticencia—. Lamento mucho decirle que hemos tenido un desastre terrible. —Hizo otra pausa—. Con franqueza, ojalá no la hubiéramos enterrado. Pero ya está hecho.

—¿Qué ha sucedido?

—Al parecer, nadie lo sabe. Guardamos una muestra de sangre en un papel filtro para análisis de ADN, como hacemos siempre. Y, naturalmente, conservamos un frasco con secciones de todos los órganos principales, etcétera. La muestra de sangre parece haberse extraviado y todo apunta a que el frasco, por alguna confusión, se ha llevado a destruir.

—No puede ser... —murmuré.

El doctor Horowitz guardó silencio.

—¿No tienen tejidos en bloques de parafina para histología? —pregunté entonces, pues del tejido así fijado también podía obtenerse el ADN si todo lo demás fallaba.

—No tomamos muestras para microscopios cuando la causa de la muerte está clara —fue su respuesta.

No supe qué decir. O el doctor Horowitz dirigía un servicio espantosamente inepto, o los errores no eran tales. Siempre había considerado que el forense jefe era un hombre de una escrupulosidad impecable. Tal vez me había equivocado. Sabía cómo estaban las cosas en Nueva York. Los políticos no podían mantenerse a distancia del depósito de cadáveres.

—Será preciso recuperar el cuerpo —le dije—. No veo otra solución. ¿Lo embalsamaron?

—Rara vez embalsamamos los cuerpos destinados a Hart Island —respondió, refiriéndose a la isla del East River donde estaba situada la fosa común—. Será preciso localizar el número de identificación, desenterrar el cadáver y traerlo en el trasbordador. Eso podemos hacerlo. Es lo único que podemos hacer, realmente. Aunque puede llevarnos unos cuantos días.

—Doctor Horowitz —dije con cuidado—, ¿qué sucede ahí?

Cuando respondió, su voz sonó firme pero disgustada:

—No tengo la más remota idea.

Me quedé sentada tras el escritorio durante un rato, tratando de decidir qué hacer. Cuanto más lo pensaba, menos sentido le encontraba a todo. ¿Por qué había de importarle al ejército que Jane fuera identificada? Si era la sobrina del general y el ejército sabía que éste estaba muerto, cabría pensar que querrían identificarla y enterrarla en una tumba adecuada.

—Doctora... —Rose estaba en la puerta que comunicaba su despacho con el mío—. Es Brent, de American Express.

Me pasó la llamada.

—Han cargado otra cantidad en su tarjeta —dijo Brent.

—Está bien. —Me puse en tensión.

—Ayer. Un local llamado Fino, en Nueva York. Lo he buscado. Está en la calle Treinta y Seis Este. La cantidad es de 104,13 dólares.

Fino servía una comida del norte de Italia maravillosa. Mis antepasados eran de esa parte de Italia y Gault se había hecho pasar por un italiano del norte llamado Benelli. Traté de hablar con Wesley, pero no estaba. Después lo intenté con Lucy, pero tampoco estaba en su puesto ni en su habitación.

La única persona a la que pude decir que Gault había vuelto a Nueva York fue Marino.

—Sigue con sus jueguecitos —comentó él con fastidio—. Sabe que usted está controlando los pagos que hace con esa tarjeta. No hace nada que no quiera que usted conozca.

—Ya lo sé.

—Con esa American Express no vamos a cogerlo. Debería cancelarla.

Pero no podía hacerlo.

La tarjeta era como el módem que Lucy sabía que estaba oculto bajo el suelo. Ambas cosas eran tenues líneas que conducían a Gault. Él se dedicaba a jugar, pero un día podía excederse. Podía volverse demasiado descuidado, estar ebrio de cocaína y cometer un error.

—Doctora —continuó Marino—, esto la está poniendo demasiado tensa. Necesita relajarse un poco.

Gault tal vez quería que yo lo encontrara, pensé. Cada vez que utilizaba la tarjeta me enviaba un mensaje. Me decía más cosas de él.

Ahora sabía qué le gustaba comer y que no tomaba vino tinto. Sabía la marca de cigarrillos que fumaba, la ropa que vestía... Pensé de nuevo en las botas.

—¿Me escucha? —oí que preguntaba Marino.

Siempre habíamos dado por sentado que las botas eran de Gault.

—Esas botas eran de su hermana —reflexioné en voz alta.

—¿Qué dice? —preguntó Marino con impaciencia.

—Debió de dárselas su tío hace años, y Gault se las quitó.

—¿Cuándo? No lo hizo en Cherry Hill, entre la nieve.

—No sé cuándo. Pudo ser poco antes de que ella muriese. O pudo ser en el museo de Historia Natural. Los dos calzaban aproximadamente el mismo número. Quizá cambiaron de calzado. Pudo suceder de mil maneras. Pero dudo que ella se las diera voluntariamente. Para empezar, sus botas de campaña serían excelentes para la nieve. Sin duda, Jane habría de preferirlas a ésas que encontramos en el campamento de vagabundos de Benny.

Marino permaneció en silencio unos instantes. Después, preguntó:

—¿Y por qué habría Gault de quedarse sus botas? —Muy sencillo —respondí—. Porque las quería.

Aquella tarde llegué al aeropuerto de Richmond con un portafolios lleno hasta los topes y una bolsa con equipaje para una noche. No había llamado a la agencia de viajes porque no quería que nadie supiera adonde iba. En el mostrador de USAir, compré un pasaje a Hilton Head, Carolina del Sur.

—He oído que es un sitio precioso —dijo la sociable azafata—. Hay mucha gente que va allí a jugar a golf y a tenis.

La joven se dispuso a facturar mi única bolsa.

—Tiene que marcarla —le indiqué en voz baja—. Llevo un arma de fuego ahí dentro.

Asintió y me entregó un resguardo anaranjado fluorescente que proclamaba que llevaba un arma de fuego descargada.

—Le permitiré ponerlo dentro —me dijo la joven—. ¿Se puede cerrar la bolsa con llave?

Lo hice y contemplé cómo dejaba la bolsa en la cinta transportadora. Me entregó el billete y me dirigí a la puerta, en el piso superior. Encontré la zona de embarque llena de gente que no parecía muy contenta de regresar a casa y volver al trabajo después de las vacaciones.

El vuelo a Charlotte se me hizo más largo porque el buscapersonas sonó dos veces y yo no podía utilizar el teléfono móvil. Hojeé el
Wall Street Journal y
el
Washington Post
mientras mis pensamientos zigzagueaban por cursos traicioneros. Estudié lo que diría a los padres de Temple Gault y de la mujer asesinada a la que llamábamos Jane.

Ni siquiera podía estar segura de que los Gault me recibieran, pues no había anunciado mi llegada. Su dirección y número de teléfono no constaban en la lista, pero pensé que no podía ser tan difícil localizar la finca que habían comprado, cerca de Beauford. La plantación Live Oaks era una de las más antiguas de Carolina del Sur y la gente de la zona conocería a la pareja cuya propiedad de Albany había quedado arrasada recientemente por una inundación.

En el aeropuerto de Charlotte tuve tiempo de contestar las llamadas. Eran de Rose; quería que le confirmase que tenía fechas libres porque acababan de llegar vanas citaciones.

—Y Lucy ha intentado ponerse en contacto con usted —me dijo.

—Tiene el número de mi busca —respondí, extrañada.

—Le he preguntado si lo tenía —explicó mi secretaria—. Me dijo que intentaría llamarla en otro momento.

—¿Dijo dónde estaba?

—No. Supongo que llamaba desde Quantico.

No tenía tiempo para hacer más preguntas porque la Terminal D quedaba bastante lejos y el avión a Hilton Head salía en quince minutos. Cubrí toda la distancia a la carrera y aún pude comprar un bollo tierno sin sal. Cogí varios sobres de mostaza y subí a bordo la única comida que iba a tomar en todo el día. El hombre de negocios junto al que me senté estudió mi tentempié como si éste le indicara que tenía al lado una tosca ama de casa que no sabía nada de viajar en avión.

Cuando estuvimos en el aire, me apliqué con la mostaza y pedí un whisky con hielo.

—¿Por casualidad tiene cambio de veinte? —pregunté a mi compañero de asiento, pues había oído al sobrecargo quejarse de que no tenía suficientes billetes pequeños.

El hombre sacó el billetero al tiempo que yo abría el
New York Times.
Me dio un billete de diez y dos de cinco, y yo le pagué la bebida.

—Favor por favor —le dije.

—Encantado —respondió con un meloso acento sureño—. Supongo que usted debe de ser de Nueva York.

—Sí —mentí.

—¿Por casualidad va a Hilton Head para la convención de electrodomésticos de Carolina? Es en el Hyatt.

—No. Voy a la convención de funerarias —mentí de nuevo—. En el Holiday Inn.

—¡Ah!

No dijo nada más.

El aeropuerto de Hilton Head estaba lleno de aviones privados y de Learjets pertenecientes a los potentados que tenían casas en la isla. La terminal era poco más que una cabana y el equipaje estaba apilado en el exterior, sobre una plataforma de madera. Hacía fresco y el cielo estaba oscuro y amenazador; escuché las quejas de los pasajeros mientras se apresuraban a alcanzar los coches y microbuses que los aguardaban.

—¡Oh, mierda! —exclamó el hombre del avión, porque se disponía a recoger sus palos de golf cuando retumbó un trueno y el relámpago iluminó una parte del cielo como si hubiera empezado una guerra.

Alquilé un Lincoln plateado y pasé un rato resguardada en su interior en el aparcamiento del aeropuerto. La lluvia tamborileaba en el techo y me impedía ver más allá del parabrisas. Estudié el mapa que me habían dado en la Hertz. Anna Zenner tenía la casa en Palmetto Dunes, no lejos del Hyatt, adonde se dirigía el hombre del avión. Miré si su coche estaba todavía en el aparcamiento pero, por lo que alcancé a ver, él y sus palos habían desaparecido.

La lluvia amainó y seguí las salidas del aeropuerto hasta la William Hilton Parkway, que me llevó a la Queens Folly Road. Desde allí, di unas vueltas hasta localizar la casa. Esperaba encontrar algo más pequeño. El refugio de Anna no era una casita de vacaciones. Era una espléndida mansión rústica, de maderas y cristales ajados por los embates del clima. El jardín trasero, donde aparqué, estaba abarrotado de altos palmitos y grandes árboles envueltos en musgo negro. Una ardilla corrió tronco abajo por un árbol mientras yo subía los peldaños que conducían al porche. El animal se acercó y se irguió sobre las patas traseras moviendo las mandíbulas a toda velocidad, como si tuviera mucho que contarme.

—Apuesto a que ella te da de comer, ¿verdad? —le dije.

Saqué la llave. La ardilla se mantuvo erguida con las patas delanteras levantadas, como si protestara de algo.

—Pues yo no he tomado nada, aparte de un bollo —le dije—. Lo siento muchísimo. —Callé un instante mientras el bicho se acercaba un poco más, a saltitos—. Y si tienes la rabia, habrá que pegarte un tiro.

Entré en la casa y lamenté no ver ningún dispositivo de alarma contra ladrones.

—Una lástima —murmuré; pero no iba a desanimarme por eso.

Cerré la puerta y pasé el pestillo. Nadie conocía mi presencia allí. Seguro que estaría a salvo. Anna llevaba años acudiendo a Hilton Head y no había considerado necesario tener un sistema de segundad. Gault estaba en Nueva York y no se me ocurría cómo podría haberme seguido. Entré en el salón, de madera rústica y con unos ventanales que iban desde el suelo hasta el techo. Una magnífica alfombra india cubría las planchas de madera del piso y el mobiliario era de caoba blanqueada y estaba tapizado con telas prácticas en colores luminosos, encantadoras.

Deambulé de habitación en habitación con una creciente sensación de hambre mientras el océano tomaba un color de plomo fundido y un ejército de nubes oscuras avanzaba resueltamente desde el norte. Un largo camino de tablas partía de la casa y avanzaba entre las dunas. Me llevé un café hasta su extremo. Desde allí vi gente que paseaba, montaba en bicicleta o hacía ejercicio en la playa. La arena era dura y gris y varios escuadrones de pelícanos pardos volaban en formación como si prepararan un ataque aéreo contra un país de peces hostiles, o quizá como defensa contra el mal tiempo.

Una marsopa asomó del agua mientras unos hombres lanzaban pelotas de golf al mar y, de pronto, el viento arrancó una plancha de surf de poliestireno de las manos de un chiquillo. La plancha rodó por la playa mientras el niño corría desesperadamente tras ella. Le vi continuar la persecución durante unos cientos de metros, hasta que su presa subió por mi duna entre los matojos de hierbas y saltó la valla de la finca. Corrí hasta la plancha y la agarré antes de que el viento se la llevara de nuevo. Al chiquillo le cambió la expresión cuando me descubrió observándole.

No debía de tener más de ocho o nueve años y llevaba téjanos y una sudadera. Su madre venía por la playa, tratando de alcanzarle.

—¿Me da mi plancha, por favor? —dijo el pequeño sin levantar la vista de la arena.

—¿Quieres que te ayude a volver con ella hasta tu madre? —le pregunté en tono cariñoso—. Con este viento, te costará mucho llevarla tú solo.

BOOK: Una muerte sin nombre
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