Read Una muerte sin nombre Online

Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (38 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
13.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Peyton Gault se alisó los cabellos hacia atrás y apoyó un pie en la barra inferior de la barandilla.

—Supongo que intuí lo peor cuando tenían cinco años y a Jayne le regalaron un perro. Era un cachorrillo precioso... —Se interrumpió de nuevo; después, con la voz quebrada continuó—: Pues bien, el perrito desapareció. Y aquella noche, Jayne despertó y lo encontró sobre su cama. Muerto. Probablemente, Temple lo estranguló.

—¿Ha dicho que enviaron a Jayne a la Costa Oeste? —pregunté.

—Rachael y yo no sabíamos qué más hacer. Estábamos seguros de que sólo era cuestión de tiempo que Temple la matara... cosa que más adelante casi consiguió. Siempre lo he creído así. Verá, yo tenía un hermano en Seattle. Luther.

—El general —apunté.

El hombre mantuvo la mirada fija al frente.

—Veo que saben ustedes muchas cosas de nosotros. Temple se ha ocupado muy bien de que así sea. Y lo próximo será leerlas en libros y verlas en películas.

Descargó un blando puñetazo sobre la barandilla.

—¿Jayne se trasladó a vivir con el hermano de usted y su esposa?

—Y nosotros nos quedarnos a Temple en Albany. Créame, si hubiera podido enviarlo a él y conservar a la niña, lo habría hecho. Jayne era dulce y sensible. Una chiquilla buena y encantadora. —Le rodaban lágrimas por las mejillas—. Tocaba el piano y el saxofón, y Luther la quería como si fuera hija suya. Ellos sólo tenían chicos.

»Las cosas fueron todo lo bien que podía esperarse, visto el problema que teníamos. Rachael y yo íbamos a Seattle varias veces al año. Si para mí era difícil, a mi esposa casi le rompía el corazón. Y después cometimos un gran error.

Hizo un alto para carraspear varias veces.

—Jayne insistió en venir a casa un verano. Estaba a punto de cumplir veinticinco años y supongo que quería pasar el aniversario con todos nosotros. Así pues, Luther y su esposa, Sara, volaron con ella desde Seattle a Albany. Temple se lo tomó como si no le importara, y recuerdo perfectamente haber pensado que quizá todo saldría bien. Quizá, por fin, Temple se había librado de aquel odio que le poseía de pequeño. Jayne se lo pasó estupendamente en la fiesta y decidió sacar de paseo a nuestro viejo perro perdiguero. Quiso que nos hiciéramos una foto, y la hicimos. Entre los nogales. A continuación, todos volvimos a casa excepto ella y Temple.

»Él apareció a la hora de cenar y yo le pregunté dónde estaba su hermana. "Ha dicho que quería montar a caballo un rato", me respondió. Esperamos y esperamos, pero no volvía. Entonces, Luther y yo salimos a buscarla. Encontramos el caballo todavía ensillado y vagando cerca del establo... y allí estaba ella, en el suelo, y había sangre por todas partes.

Se secó las mejillas con las manos, y no podría describir la lástima que sentí por aquel hombre y por su hija Jayne. No me atreví a decirle que su relato tenía un final.

—El médico —Peyton Gault se esforzó en dominarse— supuso que había recibido una coz del caballo, pero yo no quedé convencido. Pensé que Luther mataría al chico. No había ganado una Medalla de Honor por distribuir equipos de campaña, precisamente. Así pues, cuando Jayne se hubo recuperado lo suficiente como para dejar el hospital, mi hermano se la llevó otra vez. Pero ella ya no estuvo bien nunca más.

—Señor Gault —le pregunté—, ¿tiene idea de dónde está su hija ahora?

—Bueno, se marchó por su cuenta hace cuatro o cinco años, cuando Luther murió. Solemos recibir noticias suyas en los aniversarios, por Navidad, cuando le viene en gana.

—¿Se ha puesto en contacto con ustedes estas Navidades? —pregunté.

—El mismo día de Navidad, no; pero llamó un par de semanas antes.

El señor Gault reflexionó profundamente, con una expresión extraña.

—¿Dónde estaba? —pregunté.

—Llamó desde Nueva York.

—¿Sabe lo que hacía allí, señor Gault?

—Nunca sé lo que hace. Si le soy franco, creo que se limita a ir de acá para allá y llama cuando necesita dinero. —Fijó la mirada en una grulla real posada sobre un tocón.

—Cuando llamó de Nueva York —insistí—, ¿le pidió dinero?

—¿Le molesta si fumo?

—Claro que no.

Sacó un paquete de Merit del bolsillo superior de la chaqueta y pugnó por encender un cigarrillo contra el viento. Se volvió en una dirección y en otra hasta que, finalmente, coloqué una mano encima de las suyas y la cerilla se mantuvo encendida. El hombre estaba temblando.

—Es muy importante que me responda a lo del dinero —le dije—. ¿Cuánto y cómo se lo envió?

Tras un silencio, él respondió:

—Verá, de todo eso se ocupa Rachael.

—¿Y qué hizo su esposa? ¿Mandó un giro telegráfico? ¿Le envió un cheque?

—Supongo que no conoce a mi hija. Es imposible que nadie le pague un cheque. Rachael le envía giros regularmente. Verá, Jayne tiene que medicarse para evitar padecer ataques. Por lo que le sucedió en la cabeza.

—¿Adonde envía los giros?

—A una oficina de la Western Union. Rachael podría decirle cuál.

—¿Y su hijo? ¿Tiene algún contacto con él?

—No, en absoluto. —Su expresión se endureció.

—¿Alguna vez él ha intentado volver a casa?

—No.

—¿Y aquí? ¿Sabe él que ahora viven aquí?

—La única conversación que quiero tener con Temple es a través de una escopeta de dos cañones. —Tensó los músculos de la mandíbula—. Me da absolutamente igual que sea mi hijo.

—¿Se ha enterado de que Temple está utilizando su tarjeta de la AT&T?

El señor Gault se irguió y dejó caer una punta de ceniza que el viento dispersó.

—No puede ser.

—¿Su esposa paga las facturas?

—Bueno, ésas, sí.

—Entiendo —asentí.

Arrojó el cigarrillo al fango y un cangrejo fue tras él.

—Jayne está muerta, ¿verdad? Usted es forense y ha venido por eso.

—Sí, señor Gault. Lo lamento mucho.

—Lo he presentido en el momento en que me ha dicho quién era usted. Esa mujer que creen que Temple asesinó en Central Park es mi pobre hija...

—Por eso he venido —asentí—. Pero necesito la ayuda de usted para demostrar que lo es.

Me miró a los ojos y noté en los suyos un cansado alivio. Se incorporó y percibí su orgullo.

—Sí, señora. No quiero que termine en una tumba anónima para pobres. La quiero aquí, con Rachael y conmigo. Por fin puede vivir con nosotros, porque ya es demasiado tarde para que él pueda hacerle daño.

Volvimos sobre nuestros pasos por el embarcadero.

—Me ocuparé de que así sea —afirmé bajo el viento que aplanaba la hierba y nos revolvía los cabellos—. Lo único que necesito es una muestra de sangre de usted.

18

A
ntes de entrar en la casa, el señor Gault me advirtió que su esposa no sabría encajar los hechos. Con toda la delicadeza posible, me confió que Rachael no había afrontado nunca la realidad del malhadado destino de sus hijos.

—No es que le vaya a dar un ataque —explicó en voz baja mientras subíamos los peldaños del porche—. Sencillamente, no aceptará lo que le diga, ¿entiende a qué me refiero?

—Tal vez quiera usted ver las fotos aquí fuera —le propuse.

—Fotos de Jayne. —De nuevo, se mostraba muy cansado.

—De ella y de unas huellas de pisadas.

—¿Huellas de pisadas? —repitió, pasándose los encallecidos dedos por los cabellos.

—¿Recuerda si Jayne tenía un par de botas militares de campaña?

El señor Gault sacudió lentamente la cabeza.

—No. Pero Luther tenía muchas de esas cosas.

—¿Sabe qué número calzaba su hermano?

—Tenía el pie más pequeño que el mío. Supongo que un cuarenta o un cuarenta y uno.

—¿Sabe si el general le regaló alguna vez unas botas así a Temple?

—¿Qué? —exclamó con brusquedad—. Lo único que haría Luther con unas botas de ésas, si tuviera cerca a ese chico, sería ponérselas y emprenderla a patadas con él.

—Las botas podrían haber sido de Jayne.

—Sí, claro. Ella y Luther debían de calzar el mismo número, más o menos. Era una chica alta; de hecho, tenía la misma estatura que Temple. Siempre he sospechado que eso era parte del problema.

El señor Gault se habría quedado allí fuera todo el día, bajo el viento, hablando y hablando. No quería darme ocasión de abrir el portafolios porque sabía lo que había en su interior.

—No es preciso que hagamos esto —le dije—. No es necesario que vea usted las fotos. Podemos limitarnos a utilizar el análisis de ADN.

Cuando llegamos a la puerta, el hombre se volvió hacia mí con ojos llorosos y murmuró:

—Si no le importa, creo que será mejor que se lo cuente yo a Rachael.

El zaguán de la casa de los Gault estaba encalado, con ribetes en un tono gris claro. Del elevado techo colgaba una vieja lámpara de bronce y desde el vestíbulo arrancaba una grácil escalera de caracol que conducía a la planta superior. En el salón había muebles antiguos de estilo inglés, alfombras orientales e imponentes retratos al óleo de gentes de otra época. Rachael Gault estaba sentada en un delicado sofá, con la labor de punto de aguja en el regazo. El espacioso arco de entrada al salón me permitió ver que aquella misma labor de punto cubría las sillas del comedor.

—¿Rachael? —El señor Gault se detuvo ante ella como un soltero tímido, con el sombrero en la mano—. Tenemos visita.

La mujer hizo un punto más, alzó la vista con una sonrisa y dejó a un lado la labor.

—¡Oh, qué agradable sorpresa! —exclamó.

Rachael había sido, en sus buenos tiempos, una belleza rubia, de piel, ojos y cabellos claros. Me fascinó constatar que Temple y Jayne habían heredado los rasgos de su madre y de su tío, pero preferí no hacer especulaciones y me limité a atribuirlo a las leyes de Mendel y a sus estadísticas de probabilidades genéticas.

El señor Gault tomó asiento en el sofá y me ofreció la silla de respaldo alto.

—¿Qué tiempo hace ahí fuera? —inquirió Rachael con la fina sonrisa de su hijo y la cadencia hipnótica de su marcado acento sureño—. Me pregunto si todavía quedará alguna gamba. —Me miró directamente—. Perdone, pero no sé su nombre, querida. Vamos, Peyton, no seas descortés. Preséntame a esta nueva amiga que has hecho.

Con las manos sobre las rodillas y la cabeza hundida, el señor Gault lo intentó otra vez:

—Rachael, la señora es una doctora de Virginia...

—¿Ah, sí? —Las manos delicadas de la mujer se cerraron en torno a la labor que tenía en el regazo.

—Digamos que es una especie de forense. —El hombre miró a su esposa fijamente y anunció—: Cariño, Jayne ha muerto.

La señora Gault reanudó su trabajo con dedos ágiles.

—¿Sabe?, ahí fuera teníamos un magnolio que vivió casi cien años hasta que lo derribó un rayo, la primavera pasada. ¿Se imagina usted? —Sin dejar de mover las agujas, añadió—: Aquí padecemos muchas tormentas, desde luego. ¿Qué tiempo hace donde vive usted?

—Vivo en Richmond —respondí.

—¡Ah, sí! —La mujer movía las agujas cada vez más deprisa—. Bueno, tuvimos suerte de que no se nos quemara todo cuando la guerra. Seguro que tiene usted algún tatarabuelo que combatió en ella, ¿verdad?

—Soy de origen italiano —respondí—. Aunque mi familia directa procede de Miami.

—Bueno, allí hace bastante calor, ciertamente.

El señor Gault permanecía sentado en el sofá con gesto de impotencia, renunciando a mirar a ningún lado.

—Señora —dije entonces—, tuve ocasión de ver a Jayne en Nueva York.

—¿De veras? —Rachael puso cara de sincera satisfacción—. ¡Vaya!, cuéntemelo todo. —Sus manos se movían como colibríes.

—Cuando la vi estaba terriblemente delgada y se había cortado los cabellos.

—Nunca estaba satisfecha de su pelo —dijo ella—. Cuando lo llevaba corto parecía Temple. Son gemelos y la gente solía confundirlos y pensaba que Jayne era un chico. Por eso siempre lo ha llevado largo. Y me sorprende mucho que me diga que se lo ha cortado.

—¿Habla usted por teléfono con su hijo, señora? —quise saber.

—Bueno, no llama con la frecuencia que debería, ese chico malo. Pero sabe que puede hacerlo cuando quiera.

—Jayne llamó aquí un par de semanas antes de Navidad... —apunté.

Ella no dijo nada y continuó tejiendo.

—¿Le comentó si había visto a su hermano?

Rachael se mantuvo en silencio.

—Lo pregunto porque él también estaba en Nueva York.

—Desde luego, le dije a Temple que debía cuidar de su hermana y desearle unas felices Pascuas —declaró la señora Gault.

Al oír aquello, su marido dio un respingo.

—¿Le envió dinero, señora? —continué.

Ella levantó la vista y me miró a los ojos.

—Me parece que hace usted unas preguntas un poco personales...

—Sí, señora. Me temo que debo hacerlas.

Enhebró una aguja con un hilo de color azul subido. Probé con otro argumento:

—Los médicos hacemos preguntas personales. Es parte de nuestro trabajo.

—Sí, tiene usted razón. —La mujer soltó una risilla—. Supongo que por ello detesto tanto ir a verlos. Creen que pueden curarlo todo con leche de magnesio. Es como beber pintura blanca. Peyton, ¿te importaría traerme un vaso de agua con un poco de hielo? Y pregúntale a nuestra invitada qué le apetece.

—Nada —indiqué al hombre en tono pausado, mientras él, a regañadientes, se ponía en pie y dejaba la estancia.

—Ha sido usted muy considerada al enviarle dinero a su hija —dije a Rachael—. Por favor, cuénteme cómo ha hecho para que le llegara a Jayne en una ciudad tan grande y activa como Nueva York.

—Le puse un giro a través de la Western Union, como siempre.

—¿Y dónde le envió ese giro, exactamente?

—A Nueva York. Es ahí donde Jayne está ahora.

—¿Dónde de Nueva York, señora Gault? ¿Y dice que le ha enviado dinero otras veces, antes de ésta?

—Se lo envié a una farmacia. Porque la chica tiene que tomar su medicación.

—Para los ataques, sí. La difenilhidantoína.

—Jayne me dijo que no era un barrio muy recomendable. —Continuó su labor unos instantes—. Se llamaba Houston. Aunque no se pronuncia como la ciudad de Texas.

—¿Houston y qué? —pregunté.

—No comprendo... —La mujer empezaba a mostrarse muy agitada.

—Dígame qué calle lo cruza. Necesito una dirección.

—¿Por qué?

—Porque es posible que sea el último lugar donde estuvo su hija antes de morir.

BOOK: Una muerte sin nombre
13.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ibiza Summer by Anna-Louise Weatherley
Osama by Chris Ryan
Initiation by Rose, Imogen
My Lady Vixen by Mason, Connie
My Notorious Gentleman by Foley, Gaelen
Bodies by Robert Barnard
Love In The Library by Bolen, Cheryl