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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (32 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—Echó un vistazo. Dijo que buscaba un regalo de última hora.

—¿Cómo era su voz?

—Tranquila. Un poco aguda. Le pregunté para quién era el regalo y dijo que para su madre. Dijo que era doctora. Entonces le enseñé la aguja que terminó por comprar. Un caduceo con dos serpientes en oro blanco enroscadas en torno a una varilla alada de oro natural. Los ojos de las serpientes eran rubíes. Estaba hecho a mano y era absolutamente espectacular.

—¿Y eso fue lo que compró por doscientos cincuenta dólares?

—Sí. —James me estudió detenidamente, con un dedo doblado bajo la barbilla—. Realmente, es usted. Ese caduceo es exactamente usted. ¿No le gustaría que encargara al orfebre otro igual?

—¿Qué sucedió cuando hubo hecho la compra?

—Le pregunté si quería que la envolviese para regalo y dijo que no. Sacó la tarjeta de crédito y entonces comenté: «Vaya, vaya, qué pequeño es el mundo. Su madre trabaja aquí al lado.» El no dijo nada, así que le pregunté si había venido a pasar las vacaciones en casa y sonrió.

—No dijo nada...

—Ni una palabra. Era como querer sacarle información a una piedra. No resultaba nada amistoso. Pero estuvo correcto.

—¿Recuerda cómo iba vestido?

—Llevaba un abrigo largo de cuero negro. Lo llevaba abrochado y con cinturón, de modo que no puedo decirle más. Pero pensé que daba cierta mala espina.

—¿Y el calzado?

—Me parece que llevaba botas.

—¿Se fijó en algún detalle más?

James reflexionó unos instantes, con la mirada en la puerta que quedaba a mi espalda, y respondió:

—Ahora que lo menciona, tenía en los dedos algo que parecían quemaduras. Pensé que era un poco repulsivo.

—¿Qué me dice de su higiene? —pregunté a continuación, pues cuanto más adicto se hace un consumidor de crack, menos se preocupa de su indumentaria y de su aseo.

—Me pareció que iba bastante limpio. Pero, en realidad, no me acerqué a él.

—¿Y no compró nada más?

—Por desgracia, no. —Elmer James apoyó un codo en la vitrina y posó la mejilla en el puño cerrado, con un suspiro—. Me pregunto cómo daría conmigo...

Volví al despacho evitando los charcos de aguanieve de las calles y los vehículos que pasaban por ellos sin ningún miramiento. Uno de los coches me salpicó. Cuando llegué a la oficina, Janet estaba en la biblioteca, observando un vídeo pedagógico de una autopsia, y Lucy trabajaba en la sala de ordenadores. Dejé que siguieran con lo que hacían y bajé al depósito para ver cómo estaba mi equipo.

Fielding, en la primera mesa, se ocupaba de una mujer joven a quien habían encontrado muerta en la nieve bajo la ventana de su cuarto. Observé el tono rosado del cuerpo y me llegó el olor del alcohol en sangre. En el brazo derecho llevaba un vendaje escayolado en el que había garabateados mensajes y autógrafos.

—¿Qué tenemos aquí? —pregunté.

—Tiene una tasa de alcohol de 2,3 —explicó mi ayudante mientras examinaba una sección de aorta—, de modo que no va a ser ésa la causa. Me parece que va a resultar una muerte por congelación.

—¿Qué se sabe de las circunstancias? —pregunté, recordando a pesar mío a Jane.

—Según parece, estuvo bebiendo con unos amigos y cuando la llevaron a casa, hacia las once, nevaba intensamente. La dejaron ante la puerta y no esperaron a ver cómo entraba. La policía cree que se le cayeron las llaves y que iba demasiado bebida como para encontrarlas. —Depositó la sección de aorta en un frasco de formalina—. Entonces, la mujer intentó entrar por una ventana rompiendo el cristal con la escayola. Pero no lo consiguió. —Fielding retiró el cerebro de la báscula—. La ventana estaba demasiado alta y con un solo brazo no habría podido encaramarse a ella, de todos modos. Al final, perdió el conocimiento.

—¡Vaya amigos! —comenté, y me retiré de la mesa.

La doctora Anderson, nueva en el empleo, estaba fotografiando a una anciana de noventa y un años con una fractura de cadera. Recogí los papeles de un escritorio cercano y eché un rápido vistazo al caso.

—¿Hay que hacer la autopsia? —pregunté.

—Sí —respondió ella.

—¿Por qué?

La doctora Anderson dejó lo que estaba haciendo y me miró a través de la careta protectora. Vi cierto desafío en sus ojos.

—La fractura es de hace dos semanas. El forense de Albemarle sospecha que la muerte pudo deberse a complicaciones de un accidente.

—¿Cuáles son las circunstancias de su muerte?

—Presentaba derrame pleural e insuficiencia respiratoria.

—No veo ninguna relación directa entre eso y una fractura de cadera —comenté. La doctora Anderson descansó sus manos enguantadas en el borde de la mesa de acero inoxidable—. La voluntad divina puede llevársenos en cualquier momento —añadí—. Puede dejar eso. No es un caso para un forense.

—Doctora Scarpetta —dijo Fielding por encima del gemido de la sierra de Stryker—, ¿sabe que la reunión del Consejo de Trasplantes es el jueves?

—Tengo que presentarme ante el tribunal. —Me volví hacia la doctora Anderson—. ¿Tiene usted comparecencias el jueves?

—Por fuerza. No dejan de enviarme citaciones aunque mi testimonio ya esté estipulado.

—Pídale a Rose que se encargue de ello. Si está libre y no tenemos exceso de trabajo, puede acompañar usted a Fielding a la reunión.

Me pregunté si faltaría alguna caja de guantes más y registré carretillas y cajones, pero parecía que Gault sólo se había llevado los que había en la furgoneta. A continuación, me pregunté qué más habría encontrado en mi despacho y mis pensamientos tomaron un tinte sombrío.

Fui directamente al despacho, sin cruzar palabra con ninguna de las personas que me encontré por el camino, y abrí la puerta del buró sobre el cual tenía el microscopio. En el fondo del primer cajón había guardado un excelente juego de cuchillas de disección que Lucy me había regalado por Navidad. Fabricadas en Alemania, eran de acero inoxidable con empuñaduras lisas y livianas; unos instrumentos caros e increíblemente afilados. Aparté álbumes de diapositivas, periódicos, pilas y bombillas de microscopio y resmas de papel impreso. Las cuchillas habían desaparecido.

Rose estaba al teléfono en su despacho, contiguo al mío. Fui a verla y esperé junto a su mesa.

—... Pero si ya se ha fijado su comparecencia —decía en aquel momento—. Si ya se ha fijado su comparecencia, es evidente que no hay necesidad de enviarle citaciones para que declare...

Me miró y puso los ojos en blanco. A Rose empezaba a notársele la edad, pero estaba tan alerta y tan firme como siempre. Nevara o hiciera sol, nunca abandonaba su puesto.

—Sí, sí. Ahora empezamos a entendernos... —Garabateó algo en un bloc de notas—. Le prometo que la doctora Anderson estará muy agradecida. Desde luego. Buenos días.

Mi secretaria colgó y me miró.

—Hay demasiados asuntos en marcha, doctora, se lo aseguro.

—¡Dígamelo a mí! —respondí.

—Será mejor que tenga cuidado. Un día de estos quizá me encuentre trabajando para otro.

—No la culparía si lo hiciera —dije. Me sentía demasiado cansada para bromear.

Rose me miró como una madre perspicaz que supiera que su hija había estado bebiendo, o fumando a escondidas, o que había salido sin permiso.

—¿Qué sucede, doctora?

—¿Ha visto mis cuchillas de disección?

Rose no sabía de qué le hablaba.

—Las que me regaló Lucy. Un juego de tres cuchillas en una caja de plástico duro. De tres tamaños distintos.

—¡Ah, sí! Ahora me acuerdo. Creía que las guardaba en sus cajones.

—Pues no están —dije.

—Vaya. Espero que no haya sido la brigada de la limpieza. ¿Cuándo las vio por última vez?

—Probablemente, justo después de que Lucy me las diera, y eso fue antes de Navidad, sin duda, porque me comentó que no pensaba llevarlas a Miami. Le enseñé a usted el juego completo, ¿recuerda? Y luego lo guardé en el cajón porque no quería dejarlas abajo.

Rose me miró con expresión ceñuda.

—Ya sé lo que está pensando, doctora. ¡Uf, qué idea tan siniestra! —musitó con un estremecimiento.

Acerqué una silla y me senté.

—Sólo imaginar que ese hombre pueda hacer algo así con mis...

—No piense en esas cosas, doctora —me interrumpió—. No tiene usted ningún control sobre lo que él haga.

Aparté la mirada.

—Me preocupa Jennifer —dijo entonces mi secretaria.

Jennifer era una de las empleadas de la oficina. Su principal responsabilidad era seleccionar fotos, atender los teléfonos e introducir casos en nuestra base de datos.

—Está traumatizada —añadió Rose.

—Por lo que acaba de suceder, supongo.

—Sí. Hoy se ha pasado el día en el cuarto de baño, llorando. Desde luego, lo sucedido es terrible y circulan muchos comentarios, pero esa chica está más perturbada que nadie. He intentado hablar con ella. Me temo que va a renunciar al empleo. —Apuntó el ratón en el icono de WordPerfect y pulsó—. Imprimiré los protocolos de las autopsias para que usted los revise.

—¿Ya los ha pasado al ordenador?

—Esta mañana he llegado temprano. Tengo un coche con tracción en las cuatro ruedas.

—Hablaré con Jennifer —dije.

Salí al pasillo y eché una ojeada a la sala de ordenadores. Lucy estaba como hipnotizada ante el monitor y no la molesté. En el vestíbulo de la sección, Támara atendía una llamada mientras sonaban otras dos líneas y alguien más recibía la frustrante señal de ocupado. Cleta hacía fotocopias mientras Jo, en una terminal, introducía datos de los certificados de defunción.

Volví sobre mis pasos por el corredor y abrí la puerta del lavabo de señoras. Jennifer estaba inclinada sobre una de las piletas y se mojaba la cara con agua fría.

—¡Oh! —exclamó al verme en el espejo—. Hola, doctora —añadió, apurada y abatida.

Era una joven sencilla que batallaría toda su vida con las calorías y con la ropa capaz de ocultarlas. Tenía los ojos hinchados, unos dientes saltones y los cabellos lacios. Llevaba demasiado maquillaje incluso en ocasiones como aquélla, en las que el aspecto no debería importar.

—Siéntate, haz el favor —le dije con tono cariñoso, conduciéndola hacia una silla de plástico roja, cerca de las taquillas.

—Lo siento —murmuró Jennifer—. Ya sé que hoy no he hecho nada...

Acerqué otra silla y me senté a su lado para que no tuviera que alzar la cabeza al mirarme.

—Estás muy alterada —comenté.

Jennifer se mordió el labio inferior para evitar que le temblara y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —pregunté.

Ella movió la cabeza y estalló en sollozos.

—No puedo parar —balbució—. No puedo dejar de llorar. Y basta con que alguien arrastre una silla por el suelo para que me sobresalte. —Con manos inseguras se enjugó las lágrimas en una toallita de papel—. Me siento a punto de volverme loca.

—¿Cuándo empezó todo esto?

—Ayer. —Se sonó la nariz—. Después de que encontraran al comisario y al policía. He oído lo del que descubrieron abajo. ¡Dicen que incluso las botas se quemaron!

—Jennifer, ¿recuerdas los folletos que os repartí acerca del síndrome de estrés postraumático?

—Sí, doctora.

—Es algo de lo que todos debemos preocuparnos en un lugar como éste. Todos. Incluso yo.

—¿Usted? —preguntó, boquiabierta.

—Desde luego. Debo tenerlo en cuenta más que nadie.

—Yo creía que usted ya estaba acostumbrada.

—Quiera Dios que ninguno de nosotros se acostumbre a estas cosas.

—Me refiero a que... —bajó la voz como si estuviéramos hablando de sexo—, ¿se pone usted como yo en estos momentos? —Enseguida se apresuró a añadir—: Seguro que no.

—Seguro que sí —contesté—. En ocasiones me siento muy alterada.

Jennifer volvía a tener los ojos llenos de lágrimas. Efectuó una profunda inspiración y me confió:

—Eso hace que me sienta mucho mejor, ¿sabe, doctora? Cuando era pequeña, mi padre no cesaba de decirme lo tonta y gorda que era. No creía que alguien como usted pudiera sentirse nunca como yo.

—Pues nadie debería hablarte de ese modo-respondí con vehemencia—. Eres una persona encantadora, Jennifer, y es una suerte para todos nosotros contar contigo.

—Gracias —musitó la muchacha, bajando la vista.

—Bien —le dije al tiempo que me ponía en pie—, creo que deberías tomarte libre el resto del día y disfrutar de un largo y agradable fin de semana. ¿Qué me dices a eso?

Jennifer continuó con la mirada fija en el suelo.

—Creo que lo vi —me confió, y de pronto se mordió el labio inferior.

—¿Qué viste?

—A ese hombre. —Levantó la vista hacia mí—. Cuando vi las imágenes en televisión, no podía creerlo. No dejo de pensar que podría habérselo dicho a alguien. Si lo hubiera hecho...

—¿Dónde creíste verlo?

—En Rumors.

—¿El bar?

Jennifer asintió.

—¿Cuándo fue eso? —seguí preguntando.

—El martes.

—¿El martes pasado? ¿El día después de Navidad?

Examiné a Jennifer detenidamente. Aquella noche, Gault estaba en Nueva York. Yo misma le había visto en el túnel del metro; al menos, creía haberle visto.

—Sí, doctora. Eran las diez, más o menos, y yo estaba bailando con Tommy —me explicó. Yo no tenía idea de quién era el tal Tommy—. Le vi allí, apartado de todos. No pude dejar de reparar en él por sus cabellos blancos. No estoy acostumbrada a ver a alguien de su edad con un pelo tan blanco. Recuerdo que iba vestido con un traje negro muy llamativo y debajo llevaba una camiseta negra. Imaginé que era de fuera de la ciudad. Quizás de un sitio grande, como Los Ángeles o algo así.

—¿Le viste bailar con alguien?

—Sí, doctora. Bailó con un par de chicas y las invitó a una copa, ya sabe. Cuando me volví a fijar en él, ya se marchaba.

—¿Se marchó solo?

—Me pareció que iba con él una chica.

—¿Sabes quién? —pregunté con un mal presagio: esperaba que la mujer, quienquiera que fuese, hubiera sobrevivido.

—No la conocía —respondió Jennifer—. Sólo recuerdo que ese hombre estaba bailando con ella. Debió de sacarla a bailar tres veces y, al final, dejaron la pista juntos, cogidos de la mano.

—Describe a la mujer —le pedí.

—Era negra y estaba muy guapa con su vestidito rojo, muy corto y con un escote muy pronunciado. Recuerdo que llevaba un carmín de labios rojo subido y un peinado de esos de mil pequeñas trenzas con abalorios brillantes en las puntas.

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