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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (27 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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Era Lucy.

—¡Dios santo! —exclamé, con el dedo en el gatillo—. ¡Lucy, por Dios! —Dejé el arma sobre la mesa—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no has llamado primero? ¿Cómo has entrado?

Ella me miró, se fijó en el revólver y puso cara de extrañeza.

—Me trajo Jan, y tengo llave. Me diste una llave de este edificio hace mucho tiempo. Y he llamado antes, pero no estabas.

—¿A qué hora has llamado? —Me sentía aturdida.

—Hace un par de horas. Has estado a punto de disparar.

—No. —Intenté respirar hondo—. No he estado a punto de disparar.

—No tenías el dedo al lado del guardamonte, como deberías, sino en el gatillo. Pero me alegro de que al menos no tuvieras tu Browning, en lugar de un arma que dispara tiro a tiro.

—Basta ya, por favor, basta —musité, y noté un dolor en el pecho.

—Hay más de cinco centímetros de nieve, tía Kay.

Lucy no había pasado de la puerta, como si dudase de algo. Iba vestida como de costumbre, con pantalones de campaña, botas y un anorak de esquí.

Una mano de hierro me oprimía el corazón y mi respiración se hizo trabajosa. Me quedé sentada, inmóvil, mirando a mi sobrina mientras el frío invadía mi rostro.

—Jan está en el aparcamiento —dijo Lucy.

—Ahí atrás esperan los periodistas.

—No he visto a ninguno. Pero, en cualquier caso, estamos en el aparcamiento de pago, al otro lado de la calle.

—Allí ha habido vanos asaltos —le dije—. Y un tiroteo. Hace unos cuatro meses.

Lucy contempló mi rostro y observó mis manos mientras éstas guardaban el revólver en el bolso.

—Estás temblando —murmuró, alarmada—. Tía Kay, estás blanca como una sábana. —Se acercó más a la mesa—. Te llevaré a casa.

El dolor me oprimió el pecho y, en un gesto involuntario, llevé hasta él una mano crispada.

—No puedo...

Apenas era capaz de hablar. El dolor era tan agudo que casi me impedía respirar.

Lucy intentó ayudarme, pero me sentía demasiado débil. Mis manos se entumecían, tenía calambres en los dedos y, con los ojos cerrados e inclinada hacia delante en la silla, quedé bañada en un profuso sudor frío. La respiración se me aceleró, jadeante y superficial.

A Lucy le entró pánico.

Apenas me di cuenta de que hablaba a gritos por teléfono. Intenté decirle que no pasaba nada, que necesitaba una bolsa de papel, y no conseguí articular palabra. Sabía lo que me sucedía, pero no podía comunicárselo. A continuación, noté que Lucy me enjugaba la frente con un paño húmedo y frío y me daba masaje en los hombros, tranquilizándome mientras yo contemplaba con mirada nublada mis manos, cerradas como zarpas en el regazo. Sabía, sí, lo que iba a pasar, pero estaba demasiado agotada como para resistirme a ello.

—Llama a la doctora Zenner —conseguí articular en el instante en que, de nuevo, el dolor me atravesaba el pecho—. Dile que nos espere allí.

—¿Dónde es allí? —Lucy, aterrorizada, me daba más palmaditas en las mejillas.

—En la Escuela de Medicina de Virginia.

—Te pondrás bien. No dije nada. —No te preocupes.

Me fue imposible extender las manos, y tenía tanto frío que me recorría el cuerpo un escalofrío incesante. —Te quiero, tía Kay —gimoteó Lucy.

14

E
l otoño anterior, la Escuela de Medicina de Virginia le había salvado la vida a mi sobrina, pues ningún hospital de la zona era más experto en atender a los accidentados de gravedad en los momentos críticos. Lucy fue trasladada allí después de estrellarse con mi coche y yo estaba convencida de que habría sufrido daños cerebrales permanentes de no haber mediado la gran pericia de los médicos de la unidad de Traumatología.

Yo había estado en la sala de urgencias de ese hospital muchas veces, pero nunca como paciente hasta aquella noche. A las nueve y media me hallaba ya descansando tranquilamente en una pequeña habitación privada de la planta cuarta. Marino y Janet estaban en el pasillo, junto a la puerta; Lucy, al lado de la cama, me cogía la mano.

—¿Ha sucedido algo más en relación con CAIN? —le pregunté.

—No pienses en eso ahora —me ordenó ella—. Tienes que descansar y estar tranquila.

—Ya me han dado algo para que esté tranquila. Y lo estoy.

—Estás fatal —discrepó Lucy.

—No es verdad.

—Al borde de una crisis cardiaca.

—Ha sido sólo un episodio de espasmos musculares e hiperventilación —repliqué—. Sé perfectamente lo que me ha pasado. He revisado el cardiograma. No ha sucedido nada que no hubiera podido arreglar una bolsa de papel cubriéndome la cabeza y un buen baño caliente.

—Lo que tú digas, pero no van a dejar que salgas de aquí hasta que estén seguros de que no sufres más espasmos. Con dolores en el pecho no se va una de juerga.

—A mi corazón no le pasa nada. Y dejarán que me marche cuando yo lo pida.

—Eres una mala paciente.

—La mayoría de los médicos lo es.

Lucy clavó la mirada en la pared. Desde que entrara en la habitación no había tenido el menor gesto de ternura.

—¿En qué piensas? —le pregunté, insegura respecto a la razón de su enfado.

—Van a establecer un puesto de mando —me informó—. Les he oído comentarlo en el pasillo.

—¿Un puesto de mando?

—En la central de la policía —explicó—. Marino ha estado yendo y viniendo de la cabina de teléfonos para hablar con el señor Wesley.

—¿Dónde está?

—¿Quién? ¿El señor Wesley o Marino?

—Benton.

—Viene hacia aquí —dijo mi sobrina.

—Sabe que estoy aquí... —murmuré.

Lucy me miró. No era tonta.

—Viene de camino —repitió, en el momento en que entraba en la habitación una mujer alta de cabellos cortos, canosos, y ojos penetrantes.

—¡Vaya, vaya, Kay! —exclamó la doctora Anna Zenner, inclinándose para abrazarme—. Así que ahora tengo que hacer visitas a domicilio.

—Esta no es una visita a domicilio, precisamente —respondí—. Esto es un hospital. ¿Recuerdas a Lucy?

—Desde luego.

La doctora Zenner dirigió una sonrisa a mi sobrina.

—Esperaré fuera —dijo Lucy.

—Olvidas que no vengo al centro si no es imprescindible —continuó la doctora—. Sobre todo cuando nieva como hoy.

—Te lo agradezco, Anna. Sé que no haces visitas a domicilio, ni hospitalarias, ni de ninguna clase —reconocí sinceramente mientras se cerraba la puerta—. Me alegro mucho de tenerte aquí.

La doctora se sentó al borde de la cama y yo percibí al instante su energía: con su sola presencia dominaba la habitación sin esfuerzo. A sus setenta y pocos años, estaba en una forma envidiable y era una de las mejores personas que conocía.

—¿Qué te has hecho a ti misma? —me preguntó, con su acento alemán que el tiempo apenas había suavizado.

—Me temo que, finalmente, me está afectando —contesté—. Son esos casos...

—No oigo hablar de otra cosa —asintió ella—. Cada vez que abro un periódico o pongo la tele.

—Esta noche, por poco le pego un tiro a mi sobrina —confesé mirándola a los ojos.

—¿Cómo ha sido eso?

Se lo conté.

—Pero no llegaste a disparar.

—A punto estuve de hacerlo.

—No salió ninguna bala, ¿verdad?

—No.

—Entonces no estuviste tan cerca de hacerlo —concluyó ella.

—Habría sido el final de mi vida. —Noté que los ojos se me llenaban de lágrimas y los cerré.

—Kay, también habría sido el final de tu vida si hubiese sido otro el que entraba por esa puerta. Otro a quien tenías razones para temer, ¿entiendes a qué me refiero? Has reaccionado lo mejor que podías.

Tomé aliento con una inspiración profunda y trémula.

—Y el resultado no es tan malo —continuó ella—. Lucy está bien. Acabo de verla y es una muchacha sana y hermosa.

Me cubrí el rostro con las manos y me eché a llorar como no lo había hecho en mucho tiempo. Anna Zenner me acarició la espalda y sacó unos pañuelos de papel de una caja, pero no intentó librarme de la depresión hablando: permaneció callada y me dejó llorar.

—Qué vergüenza... —murmuré por fin entre sollozos.

—No debes avergonzarte —respondió—. A veces, hay que soltar lo que una lleva dentro. Tú no lo haces lo suficiente y entiendo lo que te pasa.

—Mi madre está muy enferma y no he ido a Miami a verla. Ni una sola vez. —Era incapaz de sentir consuelo—. Soy una extraña en mi despacho. No puedo estar en ninguna parte, ni en mi propia casa, sin medidas de seguridad.

—Sí, he visto mucha policía a la puerta de la habitación —comentó la doctora Zenner.

Abrí los ojos y la miré.

—Ese hombre se está descontrolando —musité. Anna Zenner clavó su mirada en la mía—. Eso es bueno, así debo creerlo. Significa que se vuelve más atrevido, que corre más riesgos. Es lo que hizo Bundy, al final.

Mi interlocutora optó por lo más adecuado: escuchar. Yo continué hablando:

—Cuanto más se descontrole, más probabilidades hay de que cometa un error y lo cojamos.

—E imagino que, en estos momentos, también es más peligroso que nunca —apuntó ella—. No tiene freno. Incluso mató a Santa Claus...

—Mató a un comisario que hacía de Santa Claus una vez al año. Y ese comisario también estaba profundamente implicado en una red de drogas. Quizás era ésa la conexión entre ellos.

—Háblame de ti.

Aparté la mirada e hice otra profunda inspiración. Por fin estaba más tranquila. Anna era una de las pocas personas de este mundo en cuya presencia tenía la sensación de que no necesitaba llevar la iniciativa. La doctora Zenner era psiquiatra; la conocía desde mi traslado a Richmond y me había ayudado durante la separación de Mark y, más tarde, cuando su muerte. Anna tenía el corazón y las manos de un músico.

—Me sucede lo que a él. Me estoy descontrolando —confesé con frustración.

—Tienes que contarme más cosas.

—Por eso estoy aquí. —Volví la mirada hacia ella—. Por eso llevo este camisón y por eso estoy en esta cama. Por eso he estado a punto de disparar contra mi sobrina y por eso ahí fuera hay tanta gente preocupada por mí. Hay gente recorriendo las calles y vigilando mi casa, preocupada por mí. Por todas partes hay gente preocupada por mí.

—A veces tenemos que pedir refuerzos...

—No quiero refuerzos —respondí con impaciencia—. Lo que quiero es que me dejen en paz.

—¡Ja! Yo creo que necesitas todo un ejército. Nadie puede enfrentarse a solas con ese hombre.

—Tú eres psiquiatra. ¿Por qué no analizas sus actos?

—No me ocupo de los trastornos de personalidad —fue su respuesta—. Se trata de un sociópata, desde luego. —Se acercó a la ventana, separó las cortinas y miró al exterior—. ¿Qué te parece? Todavía está nevando. Quizá tenga que pasar la noche aquí, contigo. A lo largo de los años he tenido pacientes que casi no eran de este mundo y siempre he intentado desembarazarme de ellos rápidamente.

»Es lo que sucede con esos criminales que entran en la leyenda. Acuden a los dentistas, a los psiquiatras o a los estilistas del cabello. No podemos evitar encontrárnoslos, igual que nos encontramos a cualquiera. Una vez, en Alemania, traté a un hombre durante un año hasta que supe que había ahogado a tres mujeres en la bañera. Era su especialidad. Les servía vino y las bañaba. Cuando llegaba a los pies, las agarraba por los tobillos y tiraba bruscamente. En esas bañeras grandes, si a una la agarran así y le levantan los pies en el aire, una no se puede incorporar. —Hizo una pausa y añadió—: No soy psiquiatra forense.

—Ya lo sé.

—Pude haberlo sido. Lo pensé muchas veces, ¿también lo sabías?

—No.

—Pues voy a decirte por qué evité esa especialidad —me confió—. No puedo perder tanto tiempo estudiando monstruos. Vosotros, los que os ocupáis de las víctimas, ya lo pasáis suficientemente mal. Pero sentarme en la misma habitación que los Gault del mundo... creo que eso me emponzoñaría el alma. —Hizo una pausa—. Tengo que confesarte algo terrible. —Volvió la cabeza y me miró con un destello en los ojos—: No me importa en absoluto por qué esa gente hace lo que hace. Yo los haría colgar a todos.

—Y yo no defendería lo contrarío —murmuré.

—Pero eso no significa que no tenga una intuición acerca de ese individuo concreto. Yo lo llamaría una intuición femenina, en realidad.

—¿Acerca de Gault?

—Sí. ¿Conoces a mi gato, Chester?

—¡Ah, sí! Es el gato más gordo que he visto nunca —bromeé.

Ella no sonrió.

—Cuando Chester sale y caza un ratón, juega con él hasta que lo mata. Es un comportamiento de lo más sádico. Por fin, cuando ya lo ha matado, ¿qué hace? Lo trae a casa, lo sube al dormitorio y lo deja en mi almohada. Es un regalo para mí.

—¿Qué insinúas, Anna? —Me sentía de nuevo helada.

—Creo que ese hombre tiene una extraña relación simbólica contigo. Como si fueras la madre y él te trajera las piezas que cobra.

—Eso es inconcebible —protesté.

—Supongo que le excita acaparar tu atención. Quiere impresionarte. Cuando mata a alguien, es un regalo que te hace. Y sabe que tú lo estudiarás muy detenidamente e intentarás descubrir cada detalle, casi como una madre que contempla los dibujos que su chiquitín trae de la escuela. Esas muertes terribles son su arte, ¿comprendes?

Pensé en el pago que Gault había realizado con la tarjeta en la galería de Shockhoe Slip. Me pregunté qué clase de obra de arte habría comprado.

—Tu hombre sabe que estarás analizándole y pensando en él continuamente, Kay.

—Anna, ¿estás insinuando que esas muertes pueden ser culpa mía?

—¡No digas tonterías! Si empiezas a creer tal cosa, es que tengo que empezar a verte en la consulta. Regularmente.

—¿Qué grado de peligro corro?

—En esto, debo ser prudente —dijo y se detuvo a reflexionar—. Ya sé lo que opinarán otros. Por eso hay tanta policía aquí.

—¿Y tú, qué opinas?

—Personalmente, no creo que corras un gran peligro físico. Por lo menos, de momento. Pero me parece que toda esa gente que te rodea piensa lo contrario. Ya ves, ese hombre está haciendo tuya su realidad.

—Explícate, por favor.

—El no tiene a nadie. Y querría que tú tampoco tuvieras a nadie.

—No tiene a nadie a causa de lo que hace —murmuré, irritada.

—Lo único que puedo decir es que, cada vez que mata, está más aislado. Y ahora tú también lo estás. Sigue un patrón definido, ¿lo ves?

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