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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (12 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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Marino bajó de la acera y agitó las manos en plena calle. Al instante, un taxi cambió de carril hacia nosotros y se detuvo. Subimos. El conductor era iraní y Marino no se mostró muy amable con él. Cuando volví a mi habitación, tomé un largo baño caliente e intenté llamar a Lucy otra vez. Por desgracia, respondió a la llamada Dorothy.

—¿Cómo está mamá? —fue lo primero que dije.

—Lucy y yo hemos pasado la mañana con ella en el hospital. Está muy deprimida y tiene un aspecto horrible. Pienso en todos estos años que le he repetido que no fumara, y mírala. Una máquina respira por ella. Le han abierto un agujero en la garganta. Y ayer sorprendí a Lucy fumando un cigarrillo en el patio de atrás.

—¿Cuándo ha empezado a fumar? —pregunté, consternada.

—No tengo ni idea. Tú la ves más que yo.

—¿Está ahí?

—Espera.

El auricular se estrelló sonoramente contra algo cuando Dorothy lo soltó.

—¡Felices Navidades, tía Kay!

La voz de Lucy, al otro extremo de la línea, no parecía muy alegre.

—Para mí tampoco han sido unos días muy felices —respondí—. ¿Qué tal la visita a la abuela?

—Se ha echado a llorar y no entendíamos lo que quería decirnos. Después, a mamá le han entrado las prisas por irse porque tenía un partido de tenis.

—¿De tenis? ¿Desde cuándo...?

—Vuelve a estar obsesionada por ponerse en forma.

—Me ha dicho que vuelves a fumar.

—Apenas algún cigarrillo —contestó Lucy con despreocupación como si mi comentario no fuera nada.

—Tenemos que hablar de eso, Lucy. No necesitas otra adicción.

—No me estoy haciendo adicta.

—Eso mismo pensé yo cuando empecé a fumar, a tu edad. Y dejarlo ha sido lo más difícil que he hecho nunca. Un absoluto infierno.

—Sé perfectamente lo difícil que es dejar algo. No tengo intención de ponerme en una situación que no pueda controlar.

—Bien.

—Mañana tomo el avión de vuelta a Washington —añadió.

—Pensaba que ibas a quedarte en Miami una semana, por lo menos.

—Tengo que volver a Quantico. Sucede algo con el CAIN. Esta tarde me han llamado de la IGI.

La Instalación de Gestión de Ingeniería era el recinto destinado por el FBI a la investigación y diseño de elementos de tecnología de alto secreto, desde aparatos de seguimiento a robots. Era allí donde Lucy había estado desarrollando la Red de Inteligencia Artificial sobre el Crimen, conocida por CAIN.

CAIN era un sistema informático centralizado que conectaba departamentos de policía y otras agencias de investigación con una enorme base de datos mantenida por el VICAP, el programa del FBI para la detención de criminales violentos. El objetivo de CAIN era poner a la policía sobre aviso de que quizá se estaba enfrentando a un delincuente violento que había matado o violado anteriormente. Una vez alertada, la policía podía solicitar, como había hecho esta vez la de Nueva York, la colaboración de la unidad de Wesley.

—¿Hay algún problema? —pregunté con inquietud, pues hacía poco había habido uno muy grave.

—Según el registro de accesos, no. No hay constancia de que haya entrado en el sistema nadie que no deba. Pero parece que CAIN está mandando mensajes para los que no ha sido programado. Hace algún tiempo que viene sucediendo algo extraño, aunque hasta hoy he sido incapaz de concretarlo. Es como si el programa pensara por sí mismo.

—Creí que éste era el objetivo de la inteligencia artificial.

—No exactamente —declaró mi sobrina, que tenía el CI de un genio—. No se trata de mensajes normales.

—¿Puedes ponerme un ejemplo?

—Está bien. Ayer, la policía de Transportes británica introdujo un caso en su terminal VICAP. Se trataba de una violación cometida en uno de los pasos subterráneos del centro de Londres. CAIN procesó la información, comparó los detalles con la base de datos y pidió a la terminal dónde se había registrado el caso. El agente investigador de Londres recibió un mensaje que solicitaba más información sobre la descripción del agresor. En concreto, CAIN quería saber el color del vello púbico del agresor y si la víctima había tenido un orgasmo.

—No lo dirás en serio... —murmuré.

—CAIN no ha sido programado para hacer preguntas ni remotamente parecidas. Es evidente que no forman parte de los protocolos del VICAP. El agente de Londres, desconcertado, informó de lo sucedido a un superintendente ayudante, el cual llamó al director de Quantico, quien mandó intervenir a Benton Wesley.

—¿Y Benton te llamó? —pregunté.

—En realidad, hizo que alguien de Gestión de Ingeniería se pusiera en contacto conmigo. Él también piensa volver a Quantico, mañana.

—Ya veo. —Mi voz se mantuvo firme, sin demostrar que me importara en absoluto que Wesley se marchase al día siguiente y todavía no me hubiese dicho nada—. ¿Estás segura de que el agente de Londres hablaba en serio? No se inventaría algo así para gastarnos una broma, ¿verdad?

—Envió una copia impresa por fax y, según Gestión de Ingeniería, el mensaje parece auténtico. Sólo un programador íntimamente familiarizado con CAIN podría haberse introducido en el sistema y haber fingido una transmisión así. Además, por lo que me han dicho, en el registro de acceso no hay rastro de que nadie haya manipulado nada.

Lucy volvió a explicarme que CAIN funcionaba sobre una plataforma UNIX con redes de área locales conectadas a redes de área generales. Me habló de accesos, puertos y contraseñas que cambiaban automáticamente cada sesenta días. En realidad, solamente los tres súper usuarios, uno de los cuales era ella, podían acceder al cerebro del sistema. Los usuarios situados en puntos remotos, como el agente de Londres, no podían hacer otra cosa que introducir sus datos en un terminal o en un PC conectados al servidor, de veinte gigabytes, ubicado en Quantico.

—CAIN es, probablemente, el sistema más seguro de que he oído hablar jamás —añadió Lucy—. Mantenerlo hermético es nuestra principal prioridad.

Pero el hermetismo no se había cumplido siempre. El otoño anterior, la seguridad de las instalaciones había sido violada y no nos faltaban razones para pensar que Gault había tenido que ver con ello. No era necesario que se lo recordara a Lucy. Cuando se produjo el problema, mi sobrina ya se había incorporado al equipo y ahora estaba encargada de reparar los daños causados.

—Escucha, tía Kay —comentó, como si me hubiera leído el pensamiento—. He vuelto del revés todo el CAIN. He revisado cada programa y he reescrito partes considerables de alguno de ellos para asegurarme de que el sistema no se desmande.

—¿Que no se desmande CAIN? —inquirí—. ¿Y si se inmiscuye Gault?

—No entrará nadie en el sistema —declaró ella con rotundidad—. Nadie. No hay modo de hacerlo.

Entonces le conté lo de la tarjeta American Express y su silencio me produjo un escalofrío.

—Oh, no —respondió al fin—. Ni se me pasó por la cabeza.

—¿Recuerdas que te la di en otoño, cuando empezaste tu período de prácticas en Quantico? Te dije que podías usarla para pagar los billetes de tren y los pasajes de avión.

—Pero no llegué a necesitarla porque terminaste por dejarme tu coche. Entonces sucedió el accidente y, durante un tiempo, no fui a ninguna parte.

—¿Dónde guardaste la tarjeta? ¿En el billetero?

—No. —Lucy confirmó mis temores—. La dejé en un cajón de mi escritorio, en Quantico, dentro de una carta tuya. Imaginé que era un lugar tan seguro como cualquier otro.

—¿Y la tenías allí cuando quien fuese irrumpió en el edificio?

—Sí. La tarjeta ha desaparecido, tía Kay. Cuanto más pienso en ello, más segura estoy. De lo contrario, la habría visto desde entonces —añadió con un titubeo—. Habría tropezado con ella al buscar cualquier cosa en el cajón. Lo comprobaré otra vez cuando vuelva, pero sé que no la voy a encontrar.

—Es lo que imaginaba —murmuré.

—Lo siento muchísimo, de veras. ¿Te han cargado muchas compras en la cuenta?

—Creo que no.

No le conté a Lucy quién estaba utilizando la tarjeta.

—A estas alturas ya la habrás cancelado, ¿no? —preguntó Lucy.

—Se están ocupando de ello —respondí—. Dile a tu madre que iré a ver a la abuela tan pronto pueda.

—Tan pronto puedas significa que, de momento, no vendrás —replicó mi sobrina.

—Ya lo sé. Soy una hija terrible y una tía fatal.

—No siempre eres tan mala, como tía.

—Muchísimas gracias —musité.

7

L
a comandante Frances Penn vivía en el lado oeste de Manhattan, desde donde se alcanzaba a ver las luces de New Jersey en la orilla contraria del Hudson. El apartamento estaba en la planta quince de un edificio deslustrado de una zona sucia de la ciudad, pero la dejadez del barrio y de la casa quedaron olvidados al instante cuando se abrió la puerta blanca de la vivienda.

El piso me pareció lleno de luz y de arte e impregnado de la fragancia de alimentos exquisitos. Las paredes, encaladas, estaban decoradas con dibujos a pluma y acuarelas y pasteles abstractos. Una breve mirada a los libros de los estantes y de las mesas me indicó que a Frances Penn le gustaban Ayn Rand y Annie Leibovitz y que leía numerosas biografías y obras de historia.

—Permítame el abrigo —me dijo.

Le entregué el abrigo, los guantes y un chal negro de casimir que me gustaba mucho porque había sido un regalo de Lucy.

—Se me olvidó preguntarle si hay algo que no puede comer —me dijo desde el armario del vestíbulo, contiguo a la puerta del apartamento—. ¿Puede comer marisco? Si no, tengo pollo...

—El marisco irá perfecto —asentí.

—Bien.

Me condujo a la sala de estar, desde la cual se dominaba una vista espléndida del puente de George Washington, que salvaba el río como un collar de brillantes piedras preciosas suspendido en el espacio.

—Creo que bebe usted whisky.

—Sería mejor algo más suave —respondí, y tomé asiento en un mullido sofá de cuero color miel.

—¿Vino, entonces?

Dije que sí y la comandante desapareció en la cocina el tiempo necesario para servir dos copas de un Chardonnay fresco. Frances llevaba unos pantalones vaqueros negros y un suéter de seda gris con las mangas subidas. Así observé por primera vez las terribles cicatrices de sus antebrazos. Me sorprendió mirándolas.

—Un recuerdo de mis días de juventud más alocados —comentó—. Iba de paquete en una motocicleta y terminé dejándome buena parte de la piel en la carretera.

—Donantecicletas, las llamamos los forenses.

—Era de mi novio. Yo tenía diecisiete años y él, veinte.

—¿Qué le pasó a él?

—Salió despedido hacia el carril contrario y lo mató un coche que venía —explicó Frances con la frialdad de quien hace mucho tiempo que habla con naturalidad de una pérdida—. Fue entonces cuando me interesé por el trabajo policial. —Tomó un sorbo de vino y añadió—: No me pregunte qué relación hay porque no estoy segura de saberlo.

—A veces, cuando a alguien le sobreviene una tragedia, se convierte en un estudioso del tema.

—¿Esa es la explicación para usted?

Me observaba detenidamente con unos ojos que se perdían pocas cosas y que revelaban aún menos.

—Mi padre murió cuando yo tenía doce años —me limité a decir.

—¿Dónde fue eso?

—En Miami. Era dueño de una pequeña tienda de alimentación de la que terminó encargándose mi madre, porque él estuvo enfermo muchos años hasta que murió.

—Si su madre llevaba la tienda, ¿quién se encargaba de la casa durante la enfermedad de su padre?

—Yo, supongo.

—Ya me lo parecía. Probablemente lo he adivinado antes de que me contara una palabra. Y supongo que es usted la hija mayor, que no tiene hermanos y que siempre ha sido una superejecutiva incapaz de aceptar un fracaso.

La escuché en silencio.

—En consecuencia, las relaciones personales se le resisten porque no se ajustan a sus normas. No consigue establecer una relación amorosa satisfactoria o llegar a un matrimonio feliz. Y si alguien que le importa tiene un problema, siempre cree que debería haberlo prevenido y no duda en intervenir para solucionarlo.

—¿Por qué me está analizando?

Hice la pregunta directamente, pero sin la menor actitud defensiva. Más que otra cosa, estaba fascinada.

—Su historia es la mía —dijo la comandante—. Hay muchas mujeres como nosotras. Pero parece que nunca nos llevamos bien, ¿no se ha dado cuenta de eso?

—Me doy cuenta continuamente —asentí.

—En fin... —Dejó la copa de vino—. En realidad no la he invitado para entrevistarla. Pero faltaría a la verdad si no dijera que deseaba tener una oportunidad de que nos conociéramos mejor.

—Gracias, Frances. Me alegro de que piense así.

—Discúlpeme un momento.

Se levantó y volvió a la cocina. Oí cerrarse la puerta del frigorífico, correr el agua y un ligero ruido de utensilios de cocina. Al cabo de un instante, estaba de vuelta con la botella de Chardonnay en una cubeta con hielo, que colocó sobre el cristal de la mesilla de café.

—El pan está en el horno, los espárragos cociéndose al vapor y lo único que queda es saltear las gambas —anunció, mientras volvía a sentarse.

—Frances, ¿cuánto tiempo lleva conectado con CAIN su departamento? —le pregunté.

—Unos meses apenas. Hemos sido uno de los primeros organismos del país que nos hemos conectado a él.

—¿Y el departamento de Policía Metropolitana?

—Está poniendo manos a la obra. En Tránsito tenemos un sistema de ordenador más sofisticado y un gran equipo de programadores
y
analistas, de modo que enseguida nos conectamos online.

—Gracias a usted —apunté. La comandante sonrió y yo continué—: Sé que el departamento de Policía de Richmond está conectado, igual que Chicago, Dallas, Charlotte, la policía estatal de Virginia y la policía de Transporte británica. Y buen número de departamentos más, tanto en el país como en el extranjero, están en vías de hacerlo.

—¿Qué le ronda por la cabeza? —me preguntó ella.

—Cuénteme qué sucedió en Nochebuena, cuando fue encontrado el cuerpo de la mujer sin identificar cuyo asesinato hemos atribuido a Gault. ¿Qué intervención tuvo CAIN?

—El cuerpo fue encontrado en Central Park a primera hora de la mañana y, naturalmente, tuve noticia de ello de inmediato. Como ya he mencionado, el
modus operandi
me resultó familiar, de modo que introduje los detalles en CAIN para ver qué salía. Eso debí de hacerlo a última hora de la tarde.

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