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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (8 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—Con
certeza
, no —respondió Graham mientras continuaba el examen—. Pero está muy bien realizado. Yo diría que, probablemente, todo es obra de un mismo dentista. Y la única parte del país donde todavía se efectúa este tipo de reparaciones es la Costa Oeste.

—¿Cómo puede saber eso? —intervino O'Donnell.

—Sólo se realiza este tipo de trabajos donde hay dentistas que todavía los practican. Yo no los hago, ni conozco personalmente a nadie que los haga, pero existe una organización llamada Academia Americana de Aplicadores de Pan de Oro que tiene varios cientos de miembros, dentistas que se enorgullecen de realizar todavía reparaciones con este material. Y la mayor concentración de afiliados se da en el estado de Washington.

—¿Y por qué querría alguien un empaste así? —preguntó O'Donnell.

—El oro dura mucho. —Graham le dirigió una mirada—. Hay gente a la que intranquiliza lo que se pone en la boca. Se dice que los productos químicos de los empastes de
composite
pueden causar daños al nervio. Hay quien cree que la plata produce desde fibrosis quística a caída de cabellos.

Entonces habló Marino:

—Y a algunos bichos raros, simplemente, les gusta el efecto que produce el oro.

—Tiene razón —asintió Graham—. Quizá la muerta fuera una de esas personas.

Pero yo no compartía tal opinión. No me parecía que aquella mujer fuera de las que se preocuparan por su aspecto. Incluso sospechaba que, si se había afeitado la cabeza, no era para llamar la atención ni porque fuera la última moda. Cuando iniciamos la exploración interna del cadáver comprendí algo más de ella, al tiempo que el misterio que la envolvía se hacía más profundo.

Había sufrido una histerectomía en la que le habían extirpado el útero por vía vaginal y le habían dejado los ovarios, y tenía los pies planos. También presentaba un hematoma intracerebral en el lóbulo frontal, como resultado de un antiguo traumatismo que le había fracturado el cráneo bajo las cicatrices que habíamos hallado.

—La mujer fue víctima de una agresión; posiblemente hace muchos años —expuse—. Y es la típica lesión craneal que suele asociarse a los cambios de personalidad. —Imaginé a la mujer vagando por el mundo sin que nadie la echara de menos—. Probablemente fue separada de su familia y había padecido un derrame cerebral.

Horowitz se volvió hacia Rader y murmuró:

—Veamos si es posible hacer un análisis lexicológico. Comprobemos si consumía difenilhidantoína.

5

P
oco se podía hacer el resto del día. La ciudad sólo pensaba en la Navidad, y los laboratorios, como la mayoría de oficinas, estaban cerrados. Marino y yo anduvimos varias manzanas en dirección a Central Park y nos detuvimos en una cafetería griega, donde sólo bebí café porque no podía comer nada. Después, tomamos un taxi.

Wesley no estaba en su habitación. Volví a la mía y pasé un largo rato ante la ventana, contemplando los árboles oscuros y enmarañados y las rocas negras entre las extensiones nevadas del parque. El cielo estaba plomizo, cargado. No alcanzaba a ver la pista de patinaje ni la fuente donde habían encontrado a la mujer asesinada. No había llegado a ver el cuerpo en el lugar del descubrimiento, pero había estudiado las fotografías. Lo que había hecho Gault era espantoso. Me pregunté dónde estaría en aquel momento.

No llevaba la cuenta de las muertes violentas en las que había trabajado desde el inicio de mi carrera profesional, pero entendía muchas de ellas mejor de lo que había sabido exponerlas ante los tribunales como testigo pericial. No me resultaba difícil comprender que la gente se dejara llevar por la ira, las drogas, el miedo o la locura hasta el punto de matar. Incluso los psicópatas tenían su propia lógica trastornada. Pero la conducta de Temple Brooks Gault parecía resistir cualquier descripción o interpretación.

Su primer encuentro con el sistema judicial se había producido hacía menos de cinco años, mientras tomaba unas copas en un bar de Abdingdon, Virginia. Un camionero bebido que despreciaba a los afeminados había empezado a molestar a Gault, que era cinturón negro de karate. Gault, sin una palabra, había exhibido su extraña sonrisa. Luego se había puesto en pie, había girado sobre sí mismo y había pateado al tipo en la cabeza. Casualmente, en una mesa próxima había media docena de policías estatales fuera de servicio y ésa, tal vez, fue la única razón de que Gault terminara detenido y acusado de homicidio.

Su paso por la penitenciaría del Estado de Virginia fue breve y poco habitual. Se ganó los favores de un guardián corrupto que falsificó su identidad y le facilitó la fuga. Llevaba muy poco tiempo escapado cuando había dado con un muchacho llamado Eddie Heath y lo había matado de un modo muy parecido a como lo haría con la mujer de Central Park. Después había asesinado al supervisor de mi depósito de cadáveres, al vigilante de la penitenciaría y a otra guardiana de prisiones llamada Helen. En aquel momento, Gault tenía treinta y un años.

Tras la ventana había empezado a nevar y, a lo lejos, los copos de nieve envolvían los árboles como un velo de niebla. Unas herraduras resonaron en el pavimento al paso de un carruaje, tirado por un caballo, con dos pasajeros arrebujados bajo sendas mantas a cuadros. El caballo, en realidad una yegua, era viejo y tenía una pisada insegura y, cuando resbaló, el cochero lo azotó salvajemente. Otros caballos de la vecina parada de coches contemplaron con triste alivio la escena, baja la cabeza y el pelaje descuidado, y me subió a la garganta una oleada de rabia que era como bilis. El corazón me latió con furia. De pronto, alguien llamó a la puerta y me volví.

—¿Quién es?

—¿Kay? —dijo la voz de Wesley tras una pausa.

Le dejé pasar. Llevaba una gorra de béisbol y tanto ésta como los hombros del gabán estaban mojados de la nevada. Se quitó unos guantes de piel, los guardó en los bolsillos y se despojó del gabán sin apartar la vista de mí.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—¡Te voy a enseñar qué sucede! —dije con un temblor en la voz—. ¡Ven aquí y mira! —Le así de la mano y le conduje hasta la ventana—. ¡Mira eso! ¿Crees que esos patéticos caballos, pobrecillos, tienen algún día libre? ¿Te parece que reciben los cuidados adecuados? ¿Crees que los limpian o los cepillan como es debido alguna vez? ¿Sabes qué ocurre cuando resbalan, cuando el suelo está helado y el caballo es tan viejo que casi no se tiene en pie?

—Kay...

—¡Los azotan más fuerte!

—Kay...

—¿Y por qué no haces algo al respecto? —le grité.

—¿Qué quieres que haga?

—Haz algo. Lo que sea. El mundo está lleno de gente que no hace nada y ya estoy harta, maldita sea.

—¿Te parece bien que presente una queja a la Sociedad Protectora de Animales?

—Sí, me parece bien. Y yo enviaré otra.

—¿Y te parece bien que lo hagamos mañana? No creo que hoy encontremos a nadie...

Seguí mirando por la ventana y el cochero volvió a descargar el látigo sobre la yegua.

—¡Ya es suficiente! —mascullé.

—¿Adonde vas?

Benton me siguió cuando salí de la habitación. Me dirigí al ascensor mientras él se apresuraba tras de mis pasos. Crucé el vestíbulo a grandes zancadas y salí del hotel sin abrigo. En aquel momento, la nieve caía con intensidad y cubría la calle helada con una suave capa. El objeto de mi cólera era un viejo que se cubría con un sombrero, encogido en el asiento de los pasajeros. Cuando vio que se acercaba una mujer de mediana edad, seguida de un hombre alto, se enderezó.

—¿Le apetece una vueltecita en coche de caballos? —preguntó con fuerte acento.

La yegua estiró el cuello hacia mí y agachó las orejas como si supiera lo que se avecinaba. Era un saco de huesos y piel, ésta cruzada de cicatrices, con unos cascos descuidados y unos ojos apagados y de contornos enrojecidos.

—¿Cómo se llama la yegua? —pregunté.

—Blancanieves.

El hombre tenía un aspecto tan lastimoso como el del pobre animal. Empezó a recitar las tarifas.

—No estoy interesada en los precios —le interrumpí.

Me dirigió una mirada cansina. Se encogió de hombros y preguntó:

—Entonces, ¿cuánto tiempo quiere pasear?

—No lo sé —respondí secamente—. ¿Cuánto tiempo necesitaré hacerlo hasta que empiece a azotar a Blancanieves otra vez? Y otra cosa: cuando llega la Navidad, ¿le pega más que de costumbre, o menos?

—Me porto bien con el caballo —respondió con aire estúpido.

—Usted es cruel con este animal y, probablemente, lo es también con todo lo que vive y respira —insistí.

—Tengo un trabajo que cumplir... —dijo el hombre, entrecerrando los ojos.

—Soy doctora y se lo echo en cara —repliqué en un tono de voz más seco.

—¿Qué? —preguntó con una risita—. ¿Es médico de caballos?

Me acerqué al cochero hasta que estuve a pocos centímetros de sus piernas, cubiertas con una de las mantas.

—Vuelva a azotar a la yegua —le dije con el tono de acerada calma que reservaba para quienes aborrecía—, y yo lo veré. Y este nombre de ahí también lo verá. Desde esa ventana de ahí arriba —señalé mi habitación—. Y el día menos pensado usted se levantará y descubrirá que he comprado su empresa y lo he despedido.

—Señora, usted no va a comprar ninguna empresa —replicó el viejo, al tiempo que observaba con curiosidad la fachada del Athletic Club.

—Y usted no entiende la realidad.

El cochero hundió la barbilla bajo el cuello de la chaqueta y no hizo caso de mis palabras.

Regresé a la habitación en silencio. Wesley tampoco abrió la boca. Hice una profunda inspiración, pero no pude contener el temblor de las manos. Benton se acercó al minibar y preparó un whisky para cada uno; después, hizo que me sentara en la cama, colocó varias almohadas bajo mi espalda y se quitó el gabán, que extendió sobre mis piernas.

Apagó las luces y se sentó a mi lado. Durante un rato, me frotó el cuello mientras yo no apartaba la vista de la ventana. Con la nevada, el cielo tenía un aspecto gris y húmedo, aunque no tan deprimente como cuando llovía. Me pregunté a qué venía aquella diferencia; ¿por qué la nieve parecía suave mientras que la lluvia resultaba más dura y, curiosamente, más fría?

Cuando la policía había descubierto el frágil cuerpo desnudo de Eddie Heath en Richmond, también por Navidad, hacía un frío terrible y llovía. El chiquillo estaba sentado, con la espalda apoyada en un cubo de basura, tras un edificio abandonado de ventanas atrancadas con tablones y, aunque no llegaría a recuperar la conciencia en ningún momento, no estaba muerto todavía. Gault se lo había llevado de un supermercado al que la madre de Eddie había enviado al pequeño a comprar una lata de sopa.

No olvidaré nunca la desolación del rincón asqueroso donde se había producido el hallazgo ni la crueldad gratuita de Gault al colocar el cuerpo cerca de la bolsita con la lata de sopa y la barra de caramelo que Eddie había comprado antes de su muerte. Aquellos detalles le hacían tan real que incluso el agente del condado de Henrico se había echado a llorar. Vi en mi mente las heridas de Eddie y recordé la cálida presión de su mano cuando lo examiné en la unidad de cuidados intensivos de pediatría antes de que le desconectaran los aparatos de asistencia vital.

—¡Oh, Dios! —murmuré en la penumbra de la habitación—. ¡Oh, Dios, qué harta estoy de todo esto!

Wesley no respondió. Se había levantado y le vi de pie ante la ventana, vaso en mano.

—Estoy harta de tanta crueldad. Harta de gente que azota a los caballos y mata a chiquillos y a mujeres que padecen lesiones cerebrales.

Wesley no se volvió. Se limitó a decir:

—Es Navidad. Deberías llamar a tu familia.

—Tienes razón. Es exactamente lo que necesito para animarme.

Me soné la nariz y descolgué el teléfono. En casa de mi hermana, en Miami, no contestó nadie. Saqué la agenda del bolso y llamé al hospital donde se encontraba internada mi madre desde hacía semanas. Una enfermera de la UCI me dijo que Dorothy acompañaba a mi madre y me pasó la comunicación.

—¿Diga?

—Felices Navidades —deseé a mi única hermana.

—Supongo que es una ironía, si piensas dónde estoy. Desde luego, este lugar no tiene nada de feliz, aunque no puedas saberlo porque no estás aquí...

—Te aseguro que conozco bien las salas de cuidados intensivos —respondí—. ¿Dónde anda Lucy y cómo está?

—Ha salido a hacer unos recados con su amiga. Me han dejado aquí y volverán dentro de una hora. Después iremos a misa. Bueno, no sé si la amiga querrá venir, porque no es católica.

—La amiga de Lucy tiene nombre. Se llama Janet y es muy agradable.

—En eso no voy a meterme.

—¿Cómo está mamá?

—Sigue igual.

—¿Sigue igual? ¿Qué significa eso, Dorothy? —Mi hermana empezaba a causarme irritación.

—Hoy han tenido que aspirarle muchísimo. No sé qué problema tiene, pero no puedes imaginarte lo que es ver cómo intenta toser y ese tubo horrible en la garganta se lo impide. Hoy sólo ha resistido cinco minutos sin el respirador.

—¿Sabe qué día es?

—¡Oh, sí! —respondió Dorothy con tono siniestro—. Sí, desde luego. Le he puesto un arbolito en la mesilla y se ha echado a llorar.

Noté un dolor sordo en el pecho.

—¿Cuándo vendrás? —continuó mi hermana.

—No lo sé. No podemos movernos de Nueva York, en este momento.

—Katie, ¿te das cuenta de que has pasado toda la vida preocupada por gente muerta? —Su voz se hizo más cortante—. Me parece que sólo te relacionas con muertos...

—Dorothy, dile a mamá que la quiero y que he llamado. Y, por favor, di a Lucy y a Janet que intentaré llamar otra vez esta noche o mañana.

Colgué.

Wesley seguía ante la ventana, de espaldas a mí. Estaba al corriente de mis dificultades familiares.

—Lo siento —murmuró, comprensivo.

—Mi madre seguiría igual aunque yo estuviera allí.

—Ya lo sé. Pero la cuestión es que tú deberías estar allí y yo, en casa.

Cuando dijo «en casa» me sentí incómoda, porque su hogar no era el mío. Volví a pensar en el caso que teníamos entre manos y, cuando cerré los ojos, vi a la mujer de la fuente, con su aspecto de maniquí sin ropa y sin peluca. Repasé mentalmente sus espantosas heridas.

—Benton, ¿a quién mata Gault en realidad, cuando acaba con sus víctimas?

—A sí mismo —respondió—. Gault se mata a sí mismo.

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