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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (5 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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Los agentes del otro lado de la fuente procedían a rociar dos huellas con cera especial y sostenían los botes de aerosol a una distancia segura y en un ángulo adecuado para que el chorro de cera a presión no borrara algún pequeño detalle de la marca. Otro agente removía la pasta de moldear en un cuenco de plástico.

Una vez aplicadas vanas capas de cera, la pasta se habría enfriado lo suficiente como para verterla y sacar los moldes. Las condiciones para la operación, normalmente muy arriesgada, eran bastante favorables. No hacía sol, no soplaba el viento y, según las apariencias, los técnicos de la policía de Nueva York habían conservado la cera a temperatura adecuada, puesto que los aerosoles no habían perdido presión y las boquillas no escupían ni se atascaban como tantas veces había visto suceder en circunstancias similares.

—Quizá tengamos suerte en esta ocasión —le dije a Wesley mientras Marino se acercaba.

—Vamos a necesitar toda la del mundo —asintió él, y desvió la mirada hacia las sombrías arboledas.

A nuestra derecha quedaban las quince hectáreas de la zona conocida como The Ramble, el aislado rincón de Central Park famoso por sus observatorios de aves y por sus tortuosos senderos a través de un terreno rocoso y cubierto de densa vegetación. Todas las guías de la ciudad que había visto en mi vida advertían a los turistas que The Ramble no era un lugar recomendable para paseantes solitarios en ninguna época del año y a ninguna hora del día. Me pregunté cómo habría convencido Gault a su víctima para llevarla al parque. Me pregunté dónde la habría conocido y qué lo había impulsado a actuar. Tal vez era, simplemente, que había visto en ella una presa oportuna y que le habían entrado ganas de hacerlo.

—¿Cómo se llega aquí por The Ramble? —pregunté a quien me quiso escuchar.

El agente que agitaba la pasta me miró a los ojos. Tendría la edad de Marino y unas mejillas carnosas y enrojecidas por el frío.

—Hay un camino junto al lago —indicó, y el aliento escapó de su boca en una vaharada.

—¿Qué lago?

—Ahora no se distingue muy bien. Está helado y cubierto de nieve.

—¿Sabe si es éste el camino que tomaron?

—El parque es muy grande, señora. La nieve está muy revuelta en muchos otros lugares, como en The Ramble, por ejemplo. Ni tres metros de nieve impedirían que la gente ronde esa zona en busca de drogas o de ciertos encuentros. Aquí, en Cherry Hill, las cosas son distintas. No se permiten los coches y, desde luego, los caballos no se acercan por la zona con un tiempo así. Por eso tenemos suerte.

—¿Por qué cree que la víctima y el asesino venían de The Ramble? —preguntó Wesley, siempre directo y a menudo severo cuando su mente de investigador procedía con sus complejas rutinas y buscaba en su temible base de datos.

—Uno de los muchachos cree haber descubierto las huellas del calzado de la mujer por ahí —continuó el locuaz agente—. El problema, como pueden ver, es que no se distinguen demasiado bien.

Echamos un breve vistazo a la nieve, que ya empezaba a estar muy pisoteada por los representantes de la ley. Las pisadas de la víctima no tenían marcas.

—Además —añadió el agente—, como puede haber un componente homosexual, consideramos que su primer destino pudo ser The Ramble.

—¿Qué es eso de un componente homosexual? —preguntó Wesley con un hilo de voz.

—Según anteriores descripciones de los sujetos, su aspecto era el de una pareja homosexual.

—No hablamos de dos hombres —apuntó Wesley.

—A primer golpe de vista, la víctima no parecía una mujer.

—¿A primer golpe de vista de quién?

—De la policía de Tránsito. Deberían hablar con ellos, realmente. Eh, Mossberg, ¿tienes lista la pasta para el molde?

—Yo prepararía otra capa.

—Ya hemos hecho cuatro. O sea, tenemos una base perfecta, si la pasta está lo bastante fría.

El agente apellidado Mossberg se puso en cuclillas y empezó a verter con cuidado la pasta viscosa en una huella cubierta de cera roja. Las huellas de la víctima estaban cerca de las que queríamos conservar. El pie tenía más o menos el mismo tamaño que el de Gault. Me pregunté si encontraríamos sus botas alguna vez y mis ojos siguieron el rastro hasta una zona a unos cinco metros de la fuente, donde las marcas pasaban a ser las de unos pies descalzos. En quince pasos, sus pisadas desnudas iban directamente hasta la fuente donde Gault le había disparado en la cabeza.

Contemplé las sombras que las luces de la plaza mantenían a distancia, noté el efecto del intenso frío y seguí sin entender la falta de reacción de la mujer. No comprendía su docilidad de la noche anterior.

—¿Por qué no se resistió? —pregunté.

—Porque Gault la tenía paralizada de miedo —respondió Marino, a mi lado en aquel momento.

—¿Usted se quitaría la ropa aquí en medio, por la razón que fuera?

—Yo no soy ella. —Bajo sus palabras asomaba la cólera.

—No sabemos nada de esa mujer —intervino Wesley con su lógica.

—Excepto que se había afeitado la cabeza por alguna extraña razón.

—No sabemos lo suficiente para tener las claves de su conducta —precisó Wesley—. Ni siquiera la hemos identificado.

—¿Qué cree que hizo Gault con la ropa de la chica? —preguntó Marino, y miró a su alrededor con las manos metidas en los bolsillos del largo abrigo de piel de camello que había empezado a llevar tras varias citas con Molly.

—Probablemente, lo mismo que con la ropa de Eddie Heath —apuntó Wesley, que no pudo resistir más la tentación de adentrarse en la arboleda. Sólo un poco.

Marino me miró y dijo:

—Ya sabemos qué hizo con la ropa del chico. Pero aquí no estamos en el mismo caso.

—Supongo que de eso se trata, precisamente. —Miré a Wesley con irritación—. Gault hace lo que le da la gana.

—Yo, personalmente, no creo que esa sabandija la guarde como recuerdo. No querrá cargar con un montón de trapos cuando decida trasladarse.

—Se deshace de la ropa —apunté.

Un encendedor Bic dio varios chispazos fallidos antes de que Marino pudiera extraerle una llamita trémula.

—Tenía a esa mujer bajo su control absoluto —medité en voz alta—. La condujo aquí y le dijo que se desnudara, y ella lo hizo. Ahí se ve dónde acaban las huellas de las botas y empiezan las de los pies descalzos. No hubo la menor resistencia, el menor intento de escapar...

Marino encendió un cigarrillo. Wesley salió de entre los árboles y se acercó a nosotros, muy pendiente de dónde pisaba. Noté que me miraba.

—Tenían una relación —apunté.

—Gault no tiene relaciones —dijo Marino.

—Las tiene, a su modo. Retorcidas y desviadas, pero las tiene. Ya lo vimos con el guardián de la penitenciaría de Richmond y con Helen, la celadora.

—Sí, y los mató a ambos. A Helen le cortó la cabeza y la dejó en una jodida bolsa de bolos en un campo. El granjero que encontró el regalito todavía no se ha recuperado. He oído que empezó a beber como una esponja y que no planta nada en aquel terreno. Ni siquiera deja entrar a las vacas.

—No he dicho que no mate a la gente con la que se relaciona —repliqué—. Sólo que tiene relaciones.

Inspeccioné de cerca las huellas de la víctima. Calzaba unas botas quizá del número treinta y nueve.

—Supongo que también sacarán moldes de las pisadas de ella —comenté.

En aquel momento, el agente Mossberg empleaba una pequeña espátula para extender la pasta sobre cada milímetro de la huella de zapato. Había empezado a nevar otra vez; copos pequeños y duros que picaban como aguijones.

—No lo creo —contestó Marino—. Se limitarán a sacar fotos. Esa mujer ya no va a subir al estrado de los testigos...

Pero yo estaba acostumbrada a testigos que no decían nada a nadie, excepto a mí.

—Me gustaría tener un molde de una huella de la bota —insistí—. Tenemos que identificar a la mujer y el calzado puede ayudarnos.

Marino se acercó a Mossberg y a sus compañeros y todos empezaron a hablar y a lanzarme esporádicas miradas de reojo. Wesley levantó la vista al cielo encapotado, mientras arreciaba la nevada.

—¡Dios, espero que esto se acabe! —masculló.

La nieve caía con más fuerza cuando Frances Penn nos condujo al New York Athletic Club, en Central Park South. No se podía hacer nada más hasta que saliera el sol y temí que, para entonces, el rastro homicida de Gault se hubiera perdido.

La comandante Penn conducía pensativa por las calles, desiertas para una ciudad tan grande. Eran casi las dos y media de la madrugada y no nos acompañaba ninguno de sus agentes. Yo iba sentada delante, con ella, y Marino y Wesley ocupaban el asiento trasero.

—Con franqueza, le aseguro que no me gustan las investigaciones multijurisdiccionales —le dije a la conductora.

—Eso es porque tiene mucha experiencia en ellas, doctora. Todo el que ha pasado por ese suplicio acaba echando pestes.

—Es que son una verdadera peste —asintió Marino.

Wesley, como era típico en él, se limitaba a escuchar.

—¿Qué vamos a encontrarnos? —pregunté. Pese a mostrarse lo más diplomática posible, la comandante captó lo que yo quería saber.

—Oficialmente, el caso lo llevará el departamento de Policía de Nueva York, pero los que se encargarán de la investigación, los que dedicarán más horas y harán el trabajo más sucio, serán mis agentes. Siempre sucede así cuando compartimos algún caso que despierta la atención de los medios de comunicación.

—Mi primer empleo como agente fue en el cuerpo de Policía de Nueva York —apuntó Marino. La comandante le miró por el espejo retrovisor—. Abandoné esta cloaca por propia voluntad —añadió él con su diplomacia habitual.

—¿Conoce a alguien allí, todavía? —preguntó ella.

—La mayoría de los muchachos con los que empecé ya deben de estar jubilados, o retirados por invalidez... o habrán ascendido y estarán gordos y encadenados al escritorio.

Me pregunté si Marino había pensado que sus colegas debían de pensar lo mismo de él. Entonces, Wesley abrió la boca por fin:

—Quizá no sería mala idea ver quién sigue en activo todavía, Pete. Amigos, me refiero.

—Sí, bueno, no gaste saliva en eso.

—No queremos tener problemas fuera de nuestra jurisdicción.

—No hay modo de evitarlos por completo —respondió Marino—. Aquí, la policía se va a pelear por el caso y todos se mostrarán tacaños a la hora de compartir lo que saben. Todo el mundo quiere ser un héroe.

—No podemos permitir que suceda eso —continuó Wesley sin la más ligera variación de intensidad o de tono.

—Tienes razón, no podemos —asentí.

—Acudan a mí cuando quieran —se ofreció la comandante Penn—. Haré cuanto esté en mi mano.

—Si se lo permiten —apuntó Marino.

En la policía de Tránsito había tres comandancias y la de Frances Penn era la de Desarrollo de Apoyo a la Gestión. Ella estaba a cargo de la formación y el entrenamiento profesional, y del análisis criminalista. Los detectives descentralizados del departamento actuaban bajo las órdenes de la comandancia de Campo y, por tanto, no respondían ante Frances Penn.

—Estoy también a cargo de los ordenadores y, como saben, nuestro departamento tiene uno de los sistemas informáticos más sofisticados de Estados Unidos. Si pude notificar tan pronto a Quantico, fue gracias a nuestra conexión con CAIN. Yo participo en esta investigación. No deben preocuparse —declaró con calma.

—Siga hablando de la utilidad de CAIN en este caso —intervino de nuevo Wesley.

—Tan pronto tuve detalles de la naturaleza del homicidio, creí reconocer algo familiar. Introduje los datos que recibíamos en la terminal VICAP y lo encontré enseguida; por lo tanto, me puse en contacto con ustedes en el mismo momento en que CAIN respondió.

—¿Había oído hablar de Gault, comandante? —preguntó Wesley.

—No puedo decir que conociera en detalle su
modus operandi.

—Ahora ya lo conoce —afirmó Wesley.

La comandante Penn detuvo el coche ante el Athletic Club y abrió las puertas.

—Sí —murmuró, sombría—. Ahora ya lo conozco.

Nos registramos en un mostrador desierto, en un precioso vestíbulo de muebles antiguos y maderas viejas.

Marino se dirigió hacia el ascensor sin esperarnos y supe por qué. Quería llamar a Molly, de quien estaba más pendiente de lo que resultaba razonable, y le importaba un bledo lo que Wesley y yo pudiéramos hacer.

—Dudo que el bar esté abierto a esta hora... —me dijo Wesley cuando las puertas metálicas se cerraron y Marino subió, invisible, hasta su planta.

—Seguro que no.

Echamos una mirada a nuestro alrededor como si, caso de quedarnos allí el tiempo suficiente, fuera a aparecer alguien por arte de magia con una botella y un par de vasos.

—Vamos. —Me tocó levemente el codo y nos dirigimos al ascensor.

Al llegar a la planta doce me acompañó a mi habitación, y no se le escapó mi nerviosismo cuando intenté abrir con la tarjeta de plástico. Al principio la coloqué del revés; después, no acerté a poner la banda magnética en el sentido adecuado y el piloto del tirador continuó rojo.

—Déjame a mí —se ofreció Wesley.

—Creo que ya lo tengo.

—¿Podemos tomar un último trago? —preguntó cuando, al fin, abrí la puerta y encendí la luz.

—A esta hora nos convendría más un somnífero, probablemente.

—La última copa viene a ser algo parecido.

La habitación era modesta pero bien amueblada. Dejé el bolso sobre la cama, de tamaño imperial.

—¿Eres miembro del club por tu padre? —pregunté.

Wesley y yo no habíamos estado nunca juntos en Nueva York y me fastidió que hubiera otro detalle más acerca de él que me resultaba desconocido.

—Sí, ésa es la razón. Mi padre trabajó en Nueva York y yo venía a menudo a la ciudad, cuando era joven.

—El minibar está debajo del televisor —indiqué.

—Necesito la llave.

—Por supuesto.

En sus ojos había una chispa de diversión cuando tomó la pequeña llave metálica que le tendí. Sus dedos me rozaron la palma de la mano con una suavidad que me recordó otros tiempos. Wesley tenía estilo y no se parecía a nadie.

—¿Quieres que busque hielo? —preguntó mientras destapaba un botellín de Dewars y lo repartía en dos vasos.

—Yo lo prefiero a palo seco.

—Bebes como un hombre.

Me ofreció el vaso. Le observé mientras se despojaba del abrigo de lana oscura y de la chaqueta, de corte elegante. La camisa blanca, almidonada, mostraba algunas arrugas después del ajetreo de la larga jornada. Finalmente, se quitó la sobaquera con la pistola y la dejó sobre una cómoda.

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