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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (3 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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Entré por una puerta lateral y pulsé un botón de la pared. La puerta de la rampa se abrió despacio con un chirrido y la ambulancia entró por ella. Los auxiliares abrieron la portezuela trasera, sacaron la camilla, la alzaron sobre las ruedas y transportaron el cuerpo por una rampa mientras yo abría una puerta que conducía directamente al depósito.

Las luces fluorescentes, los ladrillos y los suelos de color claro proporcionaban al pasillo un aire aséptico que resultaba engañoso. En aquel lugar no había nada estéril. Ni siquiera se podía calificar de limpio, según las regulaciones médicas normales.

—¿Lo quiere en la cámara? —me preguntó uno de los auxiliares.

—No. Llévenlo a la sala de rayos X.

Abrí más puertas, seguida del traqueteo de la camilla, que iba dejando un rastro de gotas de sangre sobre las baldosas.

—¿Esta noche trabajará sola? —preguntó un auxiliar de aspecto latino.

—Me temo que sí.

Desdoblé un delantal de plástico y me lo puse pasando la cabeza por la abertura, con la esperanza de que Marino se presentase pronto. Cogí una bata quirúrgica verde de un estante del vestuario y me coloqué las fundas para el calzado y dos pares de guantes.

—¿Quiere que la ayudemos a trasladarlo a la mesa? —se ofreció uno de los camilleros.

—Se lo agradecería mucho.

—¡Eh, chicos!, pongámosle el fiambre en la mesa a la doctora.

—¡Por supuesto!

—Mierda, esta bolsa también gotea. Tenemos que pedir otras.

—¿Cómo quiere que lo pongamos?

—Con la cabeza aquí.

—¿Boca arriba?

—Sí. Gracias.

—Muy bien. Uno, dos, tres... arriba.

Trasladamos a Anthony Jones de la camilla a la mesa de disección y uno de los auxiliares empezó a abrir la bolsa.

—No, no. Déjelo así-intervine—. Ya me ocuparé de eso.

—¿Cuánto tiempo estará?

—No mucho.

—Necesitará ayuda para volver a moverlo.

—Aceptaré toda la que tenga —les aseguré.

—Podemos quedarnos un rato. ¿De veras iba a hacer todo esto usted sola?

—Estoy esperando a alguien.

Poco después trasladamos el cuerpo a la sala de autopsias y lo desnudé sobre la primera mesa. Los auxiliares se marcharon y la sala recuperó sus sonidos habituales del agua corriendo por los desagües y del instrumental de acero tintineando contra las bandejas metálicas. Sujeté las radiografías del cadáver sobre los plafones iluminados, donde las sombras y formas de sus órganos y huesos se me aparecieron con nitidez. Las balas y sus múltiples fragmentos desprendidos formaban letales tormentas de nieve en el hígado, los pulmones, el corazón y el cerebro. El cuerpo tenía alojada una bala anterior en el glúteo izquierdo y una fractura curada en el húmero derecho. Jones, como tantos de mis pacientes, había muerto como había vivido.

Estaba practicando la incisión en Y cuando sonó el timbre de la puerta de recepción. No me detuve. El guardia de seguridad se encargaría de quien fuese. A los pocos momentos, oí unas firmes pisadas en el pasillo y entró Marino.

—Habría llegado antes, pero todo el vecindario ha decidido acercarse a ver el espectáculo.

—¿Qué vecindario? —Lo miré con expresión perpleja, blandiendo el escalpelo.

—Todos esos parásitos de Whitcomb Court. Temíamos que hubiese disturbios. Ha corrido la voz de que al tipo lo había matado un policía y, después, que había sido Santa Claus. En cosa de minutos ha empezado a aparecer gente como si saliera de las grietas de las aceras.

Todavía vestido de uniforme, Marino se quitó el abrigo y lo dejó doblado sobre una silla.

—Allá siguen rondando todos con sus botellas de Pepsi de dos litros y sonriendo a las cámaras de televisión. Increíble.

Sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de la camisa.

—Creía que iba usted por buen camino en el asunto de fumar —comenté.

—Sí. Voy cada día mejor.

—Marino, no es cosa para andarse con bromas...

Pensé en mi madre y su traqueotomía. Ni el enfisema la había curado de su hábito, hasta que sufrió la insuficiencia respiratoria.

—Está bien. —Marino se acercó más a la mesa—. Le diré la verdad: he bajado a medio paquete al día, doctora.

Corté las costillas y extraje la placa torácica.

—Molly no me deja fumar ni en su casa ni en su coche.

—¡Bravo por Molly! —Alabé a la mujer con la que Marino había empezado a salir alrededor del Día de Acción de Gracias—. ¿Qué tal le va con ella?

—De maravilla.

—¿Pasarán juntos las Navidades?

—Sí. Iremos a Urbana, con su familia. Hacen un pavo magnífico.

Dejó caer un poco de ceniza al suelo y se quedó en silencio.

—Esto llevará un rato —apunté—. Las balas se han fragmentado, como puede ver ahí, en las radiografías.

Marino contempló los morbosos claroscuros expuestos sobre los plafones iluminados de la sala.

—¿Qué utilizó? ¿Una Hydra-Shok? —pregunté.

—Hoy día, todos los policías de por aquí emplean la Hydra-Shok. Supongo que entiende por qué. Consigue su objetivo.

—Los riñones presentan una fina granulación superficial. Es muy joven para eso.

Marino echó un vistazo, curioso.

—¿Qué significa?

—Probablemente, un indicio de hipertensión.

Se quedó callado. Quizá se preguntaba si sus riñones tendrían el mismo aspecto. Yo sospechaba que sí.

—Me ayudaría mucho que tomara usted notas —apunté.

—No hay problema, siempre que lo deletree todo.

Se acercó a un estante y tomó lápiz y una tablilla sujetapapeles. Se puso unos guantes. Yo había empezado a dictarle pesos y medidas cuando sonó el buscapersonas que Marino llevaba al cinto. Lo soltó del cinturón, lo levantó para observar la pantalla y su expresión se ensombreció.

Se acercó al teléfono del otro extremo de la sala de autopsias y marcó un número. Habló dándome la espalda y sólo capté palabras sueltas que llegaron hasta la mesa donde yo estaba trabajando, pero su tono de voz me indicó que le comunicaban una mala noticia.

Cuando colgó, yo estaba extrayendo fragmentos de plomo del cerebro y garabateaba notas a lápiz en un paquete de guantes vacío, manchado de sangre. Interrumpí lo que estaba haciendo y le miré.

—¿Qué ocurre? —pregunté. Daba por sentado que la llamada guardaba relación con el caso, pues lo sucedido aquella noche era, ciertamente, bastante malo.

Vi a Marino sudoroso y con el rostro encendido, casi amoratado.

—Benton Wesley me ha enviado un 911 por el buscapersonas.

—¿Qué le ha enviado? —pregunté.

—Es el código que acordamos utilizar si Gault daba otro golpe.

—¡Oh, Dios! —musité.

—Le he dicho a Wesley que no se molestara en llamarla a usted, que yo le comunicaría la noticia.

Posé las manos en el borde de la mesa y, con voz tensa, pregunté:

—¿Dónde?

—Han encontrado un cuerpo en Central Park. Una mujer blanca, de treinta y tantos años. Parece que Gault ha decidido celebrar la Navidad en Nueva York.

Yo había temido este día. Había rogado al cielo que el silencio de Gault se hiciera permanente y había albergado la esperanza de que estuviera enfermo o hubiese muerto en algún pueblo remoto donde nadie conociera su identidad.

—Central nos envía un helicóptero —continuó Marino—. Tenemos que marcharnos tan pronto acabe usted el examen de este caso. ¡Maldito hijo de puta! —Empezó a deambular por la sala con aire furioso—. ¡Tenía que hacerlo en Nochebuena! —Lanzó una mirada colérica—. ¡A propósito! ¡Lo ha programado a propósito!

—Vaya a llamar a Molly —dije, pensando sobre todo en conservar la calma y apresurar el trabajo.

—Y me ha de pillar llevando encima esta ropa.

Se refería al uniforme de gala.

—¿Tiene otra disponible?

—Pasaré un momento por mi casa; aprovecharé para dejar el arma. ¿Qué hará usted, doctora?

—Siempre tengo aquí lo que pueda necesitar. Mientras está fuera, ¿le importaría llamar a casa de mi hermana, en Miami? Lucy tenía que llegar allí ayer. Dígale lo que sucede y que no me esperen; por lo menos, de momento.

Le di el número y se marchó.

Casi a medianoche, la nevada había cesado y Marino estaba de vuelta. Anthony Jones reposaba en la cámara frigorífica y todas sus lesiones, antiguas y recientes, quedaban documentadas para el día en que hubiera que presentarlas ante el tribunal.

Nos dirigimos a la terminal de Aero Services International y allí, tras la cristalera, observamos el turbulento descenso de Benton Wesley en un Belljet Ranger.

El helicóptero se posó con limpieza en una pequeña plataforma de madera y un camión cisterna surgió de entre las densas sombras. Las nubes se deslizaban como velos sobre el rostro de la luna llena.

Vi a Wesley saltar del aparato y apartarse a toda prisa de las aspas en movimiento. Advertí una expresión de furia en su rostro e impaciencia en su zancada. Alto y erguido, se comportaba con una serena energía que atemorizaba a la gente.

—Tardaremos diez minutos en repostar —anunció cuando llegó donde estábamos nosotros—. ¿Hay café por aquí?

—Me parece una buena idea —asentí—. ¿Quiere que le traigamos uno, Marino?

—No.

Lo dejamos y anduvimos hasta un pequeño vestíbulo encajado entre salas de espera.

—Lamento mucho todo esto —me dijo Wesley con suavidad.

—No tenemos elección.

—Él también lo sabe. No ha escogido al azar el momento de actuar. —Llenó dos vasos de plástico y observó el café—: Está bastante fuerte.

—Cuanto más, mejor. Te noto cansado.

—Siempre doy esa impresión.

—¿Tus hijos han venido a pasar las fiestas?

—Sí. Están todos... menos yo, claro. —Le vi apartar la mirada—. Los juegos de ese tipo van a más.

—Si ha sido Gault, estoy de acuerdo.

—Sé que ha sido él —afirmó con una calma controlada que no podía ocultar su rabia.

Wesley odiaba a Temple Brook Gault; se sentía exasperado y desconcertado ante su genio malévolo.

El café no estaba muy caliente y lo tomamos deprisa. Wesley no revelaba la familiaridad que había entre nosotros más que en la mirada, que yo había aprendido a leer muy bien. El no solía recurrir a las palabras y me había vuelto experta en escuchar su silencio.

—Vamos —dijo.

Me tomó del codo y llegamos a la altura de Marino cuando éste ya se dirigía a la puerta con nuestro equipaje.

El piloto era un miembro del HRT, el Equipo de Rescate de Rehenes del FBI. Con el traje negro de vuelo y pendiente de lo que sucedía a su alrededor, nos miró como para comunicar que se había percatado de nuestra presencia, pero no agitó la mano, no sonrió ni dijo una palabra mientras abría las puertas del helicóptero. Nos agachamos bajo las aspas, y desde entonces siempre asociaré el viento que originaban éstas con el asesinato. Era como si, cada vez que Gault actuaba, el FBI se presentara en un torbellino de viento y metal reluciente y me arrancara del suelo.

Llevábamos varios años tras él y era imposible realizar un inventario completo del daño que había causado. Ignorábamos a cuánta gente había asesinado, pero contábamos cinco muertos por lo menos, entre ellos una mujer embarazada que había trabajado para mí en cierta ocasión y un muchacho de trece años llamado Eddie Heath. Tampoco sabíamos cuántas vidas había emponzoñado con sus maquinaciones, pero la mía, ciertamente, era una de ellas. Wesley estaba detrás de mí con los auriculares puestos, y el respaldo del asiento, demasiado alto, me impidió verlo cuando me volví. Las luces interiores se habían apagado y empezamos a elevarnos despacio. Nos deslizamos de costado y pusimos rumbo al nordeste. El cielo estaba cubierto de nubes y las extensiones de agua, abajo, brillaban como espejos en la noche invernal.

La voz de Marino irrumpió bruscamente en mis auriculares:

—¿En qué estado han encontrado a la víctima?

—Congelada —respondió Wesley.

—Eso significa que puede haber estado vanos días a la intemperie sin que empezara a descomponerse, ¿no es así, doctora?

—Si hubiera estado a la intemperie varios días —respondí—, seguro que alguien la habría descubierto hace tiempo.

—Creemos que fue asesinada anoche —intervino Wesley—. Estaba a plena vista, sentada con la espalda apoyada en...

—Sí, a esa sabandija le gusta hacer eso. Es cosa suya.

—Deja sentada a su víctima o la mata mientras está sentada —continuó Wesley—. Lo ha hecho con todas, hasta ahora.

—Todas las que sabemos hasta el momento —les recordé.

—Las víctimas de que tenemos constancia.

—Sí. Sentadas en un coche, en una silla, apoyadas contra un cubo de basura.

—El chico de London, Canadá.

—Es verdad. Ése no.

—Parece que a ése se limitaron a dejarlo cerca de unas vías de tren.

—No sabemos quién lo hizo..., pero no creo que fuera Gault. —Wesley parecía seguro de lo que decía.

—¿Por qué se preocupará de que los cuerpos estén sentados? ¿Qué opinan?

—Es su manera de burlarse de nosotros —respondió Marino.

—Por desprecio, por mofarse —apuntó Wesley—. Lleva su firma. Y sospecho que tendrá un significado más profundo.

Yo también lo sospechaba. Todas las víctimas de Gault aparecían sentadas con la cabeza inclinada hacia delante y las manos en el regazo o extendidas a los costados, como muñecos. La única excepción era Helen, una celadora de prisión. Aunque el cuerpo de ésta, vestido de uniforme, estaba colocado en la silla de rigor, al cadáver le faltaba la cabeza.

—Desde luego, la disposición... —empecé a decir.

Los micrófonos activados por la voz nunca conseguían sincronizarse por completo con el ritmo de la conversación. Costaba entenderse.

—Ese cerdo quiere restregarnos los muertos por las nances.

—No creo que sea su única...

—Ahora mismo, Gault quiere que sepamos que está en Nueva York...

—Déjeme terminar. Benton, ¿qué hay del simbolismo?

—Podría disponer los cuerpos de diversas maneras, pero hasta hoy ha escogido siempre la misma postura. Los deja sentados. Forma parte de su fantasía.

—¿Qué fantasía?

—Si lo supiera, Pete, quizá no tendríamos que hacer este viaje.

Un rato más tarde, el piloto comunicó por la radio:

—La FAA anuncia un SIGMET.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Marino.

—Un aviso de turbulencias. En Nueva York hay viento de veinticinco nudos con ráfagas de hasta treinta y siete.

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