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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (2 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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Me arrodillé junto a Trevi, que se había quedado a solas en el suelo, sumido en el asombro por los juguetes que acababa de recibir.

—¡Vaya coche de bomberos que tienes ahí! —le dije.

—Se encienden las luces.

El chiquillo señaló un piloto que se encendía y parpadeaba en el techo del vehículo cuando se pulsaba un interruptor.

Marino se agachó también junto al pequeño.

—¿Te han dado pilas extra para el camión? —Fingió un tono de voz severo, pero no pudo disimular su afabilidad—. Tienes que pedirlas del tamaño adecuado. ¿Ves esa tapa? Hay que poner las pilas ahí. Y debes utilizar las de tamaño
C...

El primer disparo sonó como el petardeo de un coche; procedía de la cocina. A Marino se le heló la mirada mientras desenfundaba la pistola y Trevi se enroscaba en el suelo como un ciempiés. Cubrí al chiquillo con mi cuerpo y escuché la rápida sucesión de disparos de una semiautomática que vaciaba el cargador junto a la puerta trasera de la vivienda.

—¡Al suelo! ¡AL SUELO!

—¡Oh, Dios mío!

—¡Oh, Señor!

Cámaras y micrófonos saltaron por los aires mientras los presentes chillaban, trataban de llegar a la puerta y se arrojaban al suelo.

—¡TODO EL MUNDO AL SUELO!

Marino se encaminó a la cocina en posición de combate, con la nueve milímetros preparada. El tiroteo cesó y la habitación quedó en completo silencio.

Con el corazón desbocado, levanté a Trevi. Empecé a temblar. La abuela seguía en el sofá, inclinada hacia delante y cubriéndose la cabeza con los brazos como si estuviera en un avión a punto de estrellarse. Me senté a su lado y estreché al niño contra mí. Trevi estaba rígido y su abuela sollozaba, aterrorizada.

—¡Oh, Señor! ¡Por favor, no...! —gimió la anciana meciéndose hacia delante y hacia atrás.

—Ya ha pasado todo —le dije con voz firme.

—¡No puedo más! ¡Oh, Dios mío, no puedo soportar más esto! ¡Dios bendito!

—Ya ha pasado todo —repetí, y la cogí de la mano—. Escúcheme. Ya ha terminado. No hay más tiros.

La abuela siguió meciéndose.

Trevi se colgó de su cuello.

Marino reapareció en el hueco de la puerta que comunicaba el cuarto de estar y la cocina, con expresión tensa y mirada penetrante.

—Doctora...

Con un gesto, me indicó que le siguiera. Lo hice y me condujo a un mísero patio trasero cruzado por cuerdas de tender la ropa, donde la nieve se arremolinaba en torno a un bulto oscuro caído en la hierba helada. La víctima era un joven negro; yacía boca arriba y sus ojos entreabiertos contemplaban, ciegos, el cielo lechoso. Su chaleco azul de plumón presentaba pequeños desgarrones. Una bala había penetrado por su mejilla derecha y, cuando le comprimí el pecho y le insuflé aire en la boca, la sangre empapó mis manos y se enfrió de inmediato en mi rostro. No podía hacer nada por él.

Las sirenas ulularon en el aire nocturno como una compañía de espectros muy furiosos que protestara por aquella nueva muerte.

Me incorporé hasta quedar sentada, jadeante. Marino me ayudó a ponerme en pie y vi por el rabillo del ojo unas siluetas que se movían.

Volví la cabeza y observé que tres agentes se llevaban esposado al comisario Santa Claus. Se le había caído el gorro del disfraz y lo distinguí no lejos de mí, en el patio trasero, entre los casquillos de bala que brillaban bajo el haz de luz de la linterna de Marino.

—Por Dios bendito, ¿qué ha sucedido? —pregunté, aún aturdida.

—Parece que nuestro buen Santa Claus quería estafar a este buen San Crack y han tenido un pequeño altercado aquí fuera —respondió Marino, muy agitado y jadeante—. Por eso se había detenido la comitiva precisamente en este cuchitril. El único que había previsto hacer una parada aquí era nuestro comisario.

No salía de mi aturdimiento. Noté el sabor a sangre en la boca y pensé en el sida.

Apareció el jefe de policía y empezó a hacer preguntas. Marino le dio explicaciones:

—Seguro que el comisario decidió entregar algo más que regalos de Navidad en este barrio.

—¿Drogas?

—Eso creemos.

—Me preguntaba por qué nos habíamos detenido aquí —comentó el jefe—. La dirección no constaba en la lista.

—Pues ahí tiene la causa. —Marino dirigió una mirada inexpresiva hacia el cuerpo caído en el suelo.

—¿Ha sido identificado?

—Anthony Jones, de la saga de los hermanos Jones. Diecisiete años. Ha estado en la cárcel más veces que la doctora en la ópera. A su hermano mayor lo mataron el año pasado en un ajuste de cuentas. Fue en Fairfield Court, en Phaup Street. Y creemos que fue Anthony quien mató a la madre de Trevi el mes pasado, pero ya sabe cómo funcionan las cosas por estos pagos: nadie vio nada y no hubo acusación. Quizá podamos resolver el caso ahora.

La expresión del jefe no varió un ápice.

—¿Trevi? ¿Se refiere al niño de ahí dentro?

—Aja. Es probable que Anthony también sea el padre del pequeño. O que lo fuera.

—¿Qué hay del arma utilizada?

—¿En qué caso?

—En éste.

—Una Smith & Wesson 38; todo el cargador vaciado. Jones no había soltado todavía el arma y hemos encontrado un cargador en la hierba.

—Disparó cinco veces y falló... —murmuró el jefe, resplandeciente con su uniforme de gala y la gorra salpicada de copos de nieve.

—Bueno, no estoy tan seguro. El comisario Brown llevaba puesto un chaleco.

—Llevaba un chaleco antibalas bajo el disfraz de Santa Claus. —El jefe repetía las palabras de Marino como si tomara notas.

—Aja. —Marino se inclinó a examinar un extremo del tendedero y recorrió con el haz de luz el metal oxidado del poste, medio caído hacia un lado. Con el pulgar enguantado, tocó un orificio causado por una bala—. Vaya, vaya —comentó—, parece que esta noche han disparado aquí a un negro y a un polacón.

El jefe guardó silencio durante unos instantes y, por último, murmuró:

—Mi mujer es polaca, capitán.

Marino se quedó cortado y yo contuve la respiración.

—Su apellido no es polaco, jefe...

—Por supuesto. Lleva mi apellido y yo, desde luego, no lo soy —replicó el jefe, que era negro—. Le sugiero que refrene sus comentarios étnicos y racistas, capitán —añadió en tono de advertencia, con los músculos de las mandíbulas muy tensos.

Llegó la ambulancia. Empecé a tintar.

—Mire, no era mi intención... —comenzó a disculparse Marino.

El jefe no le dejó seguir:

—Creo que es usted el candidato perfecto para asistir a las clases sobre diversidad cultural.

—Ya he hecho ese curso.

—Ya ha hecho ese curso, señor, pero va a hacerlo otra vez, capitán.

—Lo he hecho tres veces. No es preciso que me mande allí una cuarta —replicó Marino, más dispuesto a acudir al proctólogo que a repetir una sola clase más de diversidad cultural.

Se oyeron portazos y alguien acercó una camilla metálica chirriante.

—Marino —dije yo—, aquí ya no puedo hacer nada más. —Quería que callase antes de que se metiera en más problemas—. Y tengo que ir a la oficina...

—¿Qué? ¿Lo va a despachar esta noche? —preguntó Marino con cierto abatimiento.

—Creo que es una buena idea, en vista de las circunstancias —respondí, nerviosa—. Además, me marcho de viaje mañana por la mañana.

—¿Navidades con la familia? —intervino el jefe Tucker, un hombre muy joven para ocupar un cargo tan alto.

—Sí.

—Eso está muy bien —afirmó sin la menor sonrisa—. Venga conmigo, doctora Scarpetta. La llevaré al depósito.

Marino me miró mientras encendía un cigarrillo.

—Pasaré por allí tan pronto haya terminado —dijo.

2

P
aul Tucker había sido nombrado jefe de policía de Richmond hacía varios meses, pero sólo nos habíamos visto brevemente en una gala social. Aquella noche era la primera vez que nos encontrábamos en la escena de un crimen y todo lo que sabía de aquel hombre habría cabido en una ficha de archivo.

Había sido una estrella del baloncesto en la Universidad de Maryland y finalista de las becas Rhodes. Estaba en una forma física insuperable, era excepcionalmente inteligente y se había graduado en la Academia Nacional del FBI. Me parecía que me caía bien, pero no estaba segura.

—Marino no le desea ningún mal, jefe —comenté mientras pasábamos un cruce en ámbar en East Broad Street.

Noté en mi rostro la mirada de los ojos oscuros de Tucker y percibí su curiosidad.

—El mundo está lleno de gente que no desea causar ningún mal pero lo causa, y mucho —dijo.

Tenía una voz grave y modulada que me evocó el bronce y la madera pulimentada.

—No puedo discutirle eso, coronel Tucker.

—Llámeme Paul.

No le dije que podía llamarme Kay porque, después de tantos años moviéndome en aquel ambiente, había aprendido un poco.

—No servirá de nada enviarlo a otro curso de diversidad cultural —continué.

—Marino necesita aprender disciplina y respeto.

Tucker volvía a mirar al frente.

—Es un oficial disciplinado y respetuoso. A su manera.

—Necesita aprender a serlo como es debido.

—No conseguirá cambiarlo, coronel —le aseguré—. Es un hombre difícil, irritante, maleducado... y el mejor detective de homicidios con quien he trabajado.

Tucker guardó silencio hasta que llegamos a los límites exteriores del Hospital de Virginia y tomamos a la derecha por la calle Catorce.

—Dígame, doctora Scarpetta —me comentó entonces—. ¿Cree que su amigo Marino es un buen jefe de comisaría?

La pregunta me desconcertó. El ascenso de Marino a teniente ya me había sorprendido y su nombramiento como capitán me había llenado de asombro. Dan siempre había odiado los galones e, incluso después de convertirse en lo que aborrecía, seguía despreciando a los mandos como si él no lo fuera.

—Creo que es un policía excelente. Es honrado a carta cabal y tiene buen corazón.

—Doctora, ¿piensa responder a mi pregunta? —insistió Tucker en un tono de cierto regocijo.

—Marino no es un político.

—Desde luego.

El reloj de la torre de la estación de Main Street indicaba la hora desde su elevada posición sobre la vieja estación de trenes abovedada, con su techo de terracota y su red de raíles. Detrás del edificio de los laboratorios aparcamos en la plaza reservada bajo el rótulo de «Forense Jefe», un espacio de asfalto nada impresionante donde mi coche pasaba la mayor parte de su vida.

—Marino dedica demasiado tiempo al FBI —comentó Tucker.

—Y presta servicios de incalculable valor —añadí.

—Sí, sí, ya lo sé. Y usted también, doctora. Pero el caso de Marino presenta un grave inconveniente. Se supone que está al mando de la Primera Comisaría y no debe ocuparse de los crímenes de otras ciudades. Y yo intento dirigir un departamento de Policía...

—Cuando se produce un acto de violencia, sea donde sea, es problema de todos —respondí—. Da igual a qué comisaría o departamento pertenezca.

Tucker fijó la mirada en la puerta de la rampa de acceso con aire pensativo. Dijo:

—Desde luego, yo sería incapaz de dedicarme a lo que hace usted a estas horas de la noche, cuando no hay nadie por aquí excepto los cuerpos de la cámara frigorífica.

—No es a ellos a quienes temo —repliqué sin inmutarme.

—Pues a mí, por irracional que sea la idea, me darían mucho miedo.

Los faros iluminaron el muro de estuco y acero, todo ello pintado del mismo color beige, insulso y deslustrado. En una puerta lateral, un rótulo rojo anunciaba a los visitantes que el interior del edificio se consideraba zona de nesgo biológico y ofrecía instrucciones para la manipulación de los cadáveres.

—Tengo que preguntarle una cosa... —murmuró Tucker. El tejido de lana del uniforme rozó la tapicería con un susurro cuando el coronel cambió de posición y se inclinó un poco hacia mí. Me llegó el aroma a colonia Hermes. Era un hombre guapo, de pómulos altos y dientes fuertes y blancos, cuyo cuerpo daba una sensación de fuerza, como si su negra piel fuera el camuflaje de un leopardo o de un tigre.

—¿Por qué lo hace? —fue su pregunta.

—¿Por qué hago qué, coronel?

Tucker se echó hacia atrás en el asiento.

—Mire —respondió mientras en el mensáfono parpadeaban unas luces—, usted es abogada y médico. Usted es jefe y yo también. Por eso se lo pregunto. No pretendo faltarle al respeto.

Esto último estaba muy claro.

—No sé por qué —confesé, pues.

Tucker guardó silencio unos instantes; por fin, volvió a hablar:

—Mi padre estaba empleado en un almacén de maderas y mi madre limpiaba casas de ricos en Baltimore. —Hizo una breve pausa—: Ahora, cuando voy a Baltimore, me alojo en buenos hoteles y como en los restaurantes de moda. La gente me saluda. En algunas cartas que me llegan me llaman «Honorable». Vivo en Windsor Farms.

»Tengo a mis órdenes a más de seiscientos hombres y mujeres armados en esta violenta ciudad, doctora. Y sé muy bien por qué hago lo que hago: porque cuando era joven no tenía poder. Vivía con gente que no tenía poder y aprendí que todo el mal sobre el que oía predicar en la iglesia tenía su raíz en el abuso de aquello que yo no tenía.

La cadencia y la coreografía de los copos de nieve no habían cambiado. Contemplé cómo cubrían lentamente el capó del coche.

—Coronel Tucker —lo interrumpí—, es Nochebuena y el comisario Santa Claus, presuntamente, acaba de matar a alguien a tiros en Whitcomb Court. Los de la prensa deben de andar locos. ¿Qué aconseja que hagamos?

—Estaré toda la noche en la central. Me aseguraré de que patrullen en torno a este edificio. ¿Quiere que alguien la escolte hasta su casa?

—Supongo que me llevará Marino, pero, desde luego, llamaré si creo que necesito una escolta adicional. Debe usted saber que esta situación se complica aún más por el hecho de que Brown me odia y ahora voy a ser testigo pericial en el caso.

—Ojalá todos pudiéramos tener tanta suerte.

—No me siento afortunada.

—Tiene razón —declaró él con un suspiro—. No debe sentirse afortunada porque la suerte no tiene nada que ver con el asunto.

—Aquí llega mi caso —comenté al ver entrar la ambulancia en el aparcamiento, sin luces ni sirenas porque no hay prisa ninguna cuando se transporta un cadáver.

—Feliz Navidad, jefa Scarpetta —se despidió Tucker cuando me apeé del coche.

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