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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (7 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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Cruzamos varias puertas y, por fin, Emily asomó la cabeza al despacho del jefe y anunció nuestra presencia con suavidad, para no sobresaltarlo: el doctor Horowitz, ya entrado en años, se volvía duro de oído. El despacho estaba impregnado del perfume de numerosas plantas en flor, pues al doctor le encantaban las orquídeas, las violetas africanas y las gardenias, que lucían espléndidas bajo sus cuidados.

—Buenos días, Kay. —Horowitz se levantó de su asiento tras el escritorio—. ¿Ha traído a alguien con usted?

—El capitán Marino debería reunirse con nosotros aquí.

—Emily se ocupará de enseñarle el camino. A menos que esté dispuesta a esperarlo.

Comprendí que Horowitz no quería esperar. No había tiempo. El doctor estaba al mando de la mayor oficina forense del país, en cuyas mesas de acero se realizaba la autopsia de ocho mil cuerpos al año: la población de una ciudad pequeña. Una cuarta parte de los cadáveres correspondía a víctimas de homicidios y muchas de éstas no llegaban ni a tener nombre. En Nueva York era tan difícil identificar a los muertos que la división de detectives de la Policía Metropolitana había establecido una unidad de su sección de personas desaparecidas en el mismo edificio.

Horowitz descolgó el teléfono y habló con alguien cuyo nombre no mencionó.

—La doctora Scarpetta ha llegado. Vamos para allá.

—Me ocuparé de encontrar al capitán Marino —dijo Emily—. Creo que ese nombre me suena.

—Llevamos muchos años trabajando juntos —le comenté—. Y ha colaborado con la Unidad de Apoyo a la investigación del FBI, en Quantico, desde su creación.

—Creía que se llamaba Unidad de Ciencias de la Conducta, como en las películas.

—El FBI le ha cambiado el nombre, pero su objetivo es el mismo —respondí.

Me refería al pequeño grupo de agentes que se había hecho famoso por su capacidad para elaborar perfiles psicológicos y perseguir a los agresores y asesinos sexuales. Cuando, recientemente, yo me había incorporado a la unidad como consultora en patología forense, creía que no me quedaba mucho por ver. Me equivocaba.

El sol entraba por las ventanas del despacho de Horowitz y se reflejaba en los estantes de cristal llenos de flores y de bonsáis. Sabía que en la oscuridad húmeda del cuarto de baño crecían orquídeas, colgadas de perchas alrededor del lavamanos y de la bañera; en casa, el doctor tenía un invernadero. La primera vez que vi a Horowitz, me había recordado a Abraham Lincoln. Los dos hombres tenían caras enjutas y benévolas, ensombrecidas por una guerra que desgarraba su sociedad. Trasmitían un aire trágico como si hubieran sido escogidos para ello, y las manos de ambos eran grandes y pacientes.

Bajamos a lo que en la oficina forense de Nueva York se llamaba «mortuorio», una denominación extrañamente dulcificada para un depósito de cadáveres situado en una de las ciudades más violentas de Estados Unidos. El aire que penetraba por la entrada de vehículos era muy frío y olía a cigarrillos y a muerte. Los rótulos de las paredes pedían que no se arrojaran sábanas con sangre, mortajas, trapos sueltos ni envases a los cubos de basura. Se exigían fundas para los zapatos, estaba prohibido comer y en muchas puertas había avisos de nesgo biológico. Horowitz explicó que la autopsia de la mujer desconocida que creíamos última víctima de Gault la efectuaría uno de sus treinta principales ayudantes.

Entramos en un vestuario donde el doctor Lewis Rader, con bata de quirófano, procedía a sujetarse una batería autónoma en torno a la cintura.

—Doctora Scarpetta —dijo Horowitz—, ¿conoce al doctor Rader?

—Nos conocemos desde siempre —comentó Rader con una sonrisa.

—Sí —declaré cálidamente—. Pero la última vez que nos vimos, creo recordar, fue en San Antonio.

—¡Vaya! ¿Tanto tiempo ha pasado?

Había sido en la sesión «Traiga su propia diapositiva» de la Academia Norteamericana de Ciencias Forenses, una velada anual en la que los colegas nos reuníamos a exponer casos y charlar. Rader había presentado el caso de la extraña muerte de una joven por un rayo. Como se había encontrado a la mujer con las ropas arrancadas y con una herida en la cabeza —producto del golpe contra el asfalto en la caída—, había llegado a la oficina del forense como víctima de una agresión sexual. Así lo creyó la policía, hasta que Rader demostró que la hebilla del cinturón de la mujer estaba imantada y que el cuerpo tenía una pequeña quemadura en la planta de un pie.

Recordé que, tras la presentación, Rader me había servido un Jack Daniels en un vaso de papel y juntos evocamos los viejos tiempos en que había pocos patólogos forenses y yo era la única mujer. Rader rondaba los sesenta y era muy respetado por sus colegas, pero no habría sido un buen jefe: no habría sabido entendérselas con el papeleo ni con los políticos.

Cuando nos pusimos las bombonas de oxígeno, las máscaras y las capuchas, parecía que nos vistiéramos para salir al espacio. Existía el riesgo de sida si una se pinchaba o se cortaba mientras trabajaba en un cuerpo infectado, pero una amenaza mayor eran las infecciones de transmisión aérea, como la tuberculosis, la hepatitis o la meningitis. Ahora llevábamos guantes dobles, respirábamos aire purificado y nos cubríamos con batas y prendas desechables. Algunos, como Rader, llevaban guantes de malla de acero inoxidable que recordaban la cota de malla medieval.

Me disponía a ponerme la capucha cuando entró O'Donnell, el detective con el que había hablado la noche anterior, acompañando a Marino, que mostraba un aspecto irritable y resacoso. También ellos se pusieron mascarillas y guantes; nadie habló ni cruzó la mirada con los demás. Nuestro caso anónimo estaba en el cajón 121 y, cuando salimos del vestuario, los auxiliares del mortuorio sacaron el cuerpo de la cámara frigorífica y lo colocaron sobre una camilla. Sobre la fría plancha de acero, la mujer daba lástima en su desnudez.

Las zonas de piel y Carrie extirpadas del hombro y del interior del muslo eran manchas repulsivas de sangre ennegrecida. La piel tenía el rosa brillante del
livor mortis
por frío, típico de los cuerpos congelados o de la gente que ha muerto por exposición a bajas temperaturas. La herida de bala en la sien derecha era de grueso calibre y distinguí de un vistazo la clara marca del orificio en el lugar donde Gault había apoyado el arma contra aquella cabeza y había oprimido el gatillo.

Los auxiliares, con bata y guantes, condujeron el cadáver a la sala de rayos X, donde cada uno de nosotros recibió unas gafas de plástico, con cristales teñidos de color naranja, que añadir a nuestras armaduras. Rader puso en funcionamiento una fuente de energía luminosa llamada Luma-Lite, una simple caja negra con un cable de fibra óptica de color azul intenso. Era, a su modo, otro par de ojos que podía ver lo que nosotros no alcanzábamos: una suave luz blanca que hacía fluorescentes las huellas digitales y provocaba que los cabellos, las fibras textiles y las manchas de narcóticos y de semen brillaran como llamas.

—Que alguien apague las luces —dijo Rader.

A oscuras, empezó a revisar el cuerpo con la Luma-Lite, y múltiples fibras se encendieron como finísimos alambres al rojo. Con un fórceps, Rader recogió muestras del vello púbico, de los pies, de las manos y de la pelusa que cubría el cuero cabelludo. Cuando pasó la luz por las yemas de los dedos de la mano derecha, unas pequeñas zonas amarillas brillaron como el sol.

—Ahí tiene algún producto químico —apuntó Rader.

—A veces, el semen se ilumina así.

—No creo que se trate de eso.

—Podría ser restos de droga —apunté.

—Pasémoslo a una torunda —dijo Rader—. ¿Dónde está el ácido clorhídrico?

—Ahora se lo traigo.

El producto químico fue recuperado y Rader continuó el examen. La lucecita blanca recorrió la geografía del cuerpo de la mujer, las zonas oscuras donde había sido extirpada la Carrie, la llanura del vientre y las suaves laderas de los pechos. En las heridas no encontramos prácticamente residuos extraños, lo cual corroboraba nuestra teoría de que Gault la había matado y mutilado en el sitio donde fue encontrada, pues, de haberla transportado hasta allí después de la agresión, algunos restos de tierra o maleza se habrían adherido a la sangre al coagularse ésta. A decir verdad, las heridas eran las partes más limpias de todo el cuerpo.

Trabajamos en la oscuridad más de una hora, durante la cual fui descubriendo a la mujer centímetro a centímetro. Tenía la piel clara y parecía enemiga del sol. Era delgada, poco musculosa, y medía un metro setenta. Varios aretes y pendientes, todos ellos de oro, le adornaban las orejas, tres en la izquierda y dos en la derecha. Al tener los cabellos rubio oscuro y los ojos azules, sus rasgos no habrían resultado tan insulsos de no llevar afeitada la cabeza y de no estar muerta. Observé las uñas de sus manos, sin pintar y roídas hasta la base.

La única señal de heridas antiguas eran unas cicatrices en la frente y en la coronilla , junto al hueso parietal izquierdo; unas cicatrices lineales, de tres a cinco centímetros de longitud. El único rastro visible del posible fogonazo era una marca en la palma de la mano derecha, entre el índice y el pulgar, lo que me sugirió un gesto defensivo de dicha mano en el momento del disparo. Aquella marca habría descartado el suicidio aunque todos los demás indicios apuntaran a ello. Pero, naturalmente, no era el caso.

La voz de Horowitz sonó detrás de mí:

—Supongo que no sabemos si era diestra o zurda...

—Tiene el brazo derecho ligeramente más desarrollado que el otro —indiqué.

—Entonces, imagino que era diestra. Y su higiene y alimentación eran precarias.

—Como las de una mujer de la calle. Una prostituta. Yo me inclino por eso —apuntó O'Donnell.

La voz de Marino se dejó oír al otro lado de la mesa:

—No conozco a ninguna que se atreva a afeitarse la cabeza.

—Depende de a quién intentara atraer —le respondió O'Donnell—. El agente de paisano que la vio en el metro la tomó por un hombre...

—Cuando sucedió eso, estaba con Gault-dijo Marino.

—Estaba con el tipo que usted cree que era Gault.

—Nada de creer —insistió Marino—. El acompañante era él. Casi puedo oler a ese hijo de puta. Como si dejara un rastro de pestilencia en todo lo que toca.

—Me parece que lo que huele es ella —musitó O'Donnell.

—Mueva la luz hacia abajo, hasta aquí. —Rader recogió más fibras mientras las voces incorpóreas seguían conversando en una oscuridad como de terciopelo—. Así está bien, gracias.

—Esto me resulta muy inusual —confesé finalmente—. Por lo general, cuando aparecen tantas fibras, se trata de un caso en que el cadáver ha sido envuelto en una manta sucia o transportado en el portaequipajes de un coche.

—Está claro que no se había bañado últimamente, y es invierno —dijo Rader mientras movía el cable de fibra óptica e iluminaba la marca de una vacuna de la infancia—. Quizá llevaba la misma ropa desde hace días y, si viajaba en el metro o en autobús, seguro que recogió un montón de porquería.

En resumidas cuentas, teníamos allí a una indigente cuya desaparición nadie había denunciado porque no tenía casa, ni persona alguna que la conociera o que se preocupara por ella.

Nos rendimos a la evidencia: estábamos ante el típico —y trágico— caso de una persona sin hogar. Así lo aceptamos hasta que la llevamos a la mesa seis de la sala de autopsias, donde esperaba el dentista forense, el doctor Graham, para realizar el examen de la dentadura.

Graham, un joven de hombros anchos y con el aire abstraído que yo asociaba con los profesores de la facultad de Medicina, era cirujano dentista en Staten Island cuando trabajaba con los vivos. Pero aquel día tenía consulta con unos clientes que se quejaban en silencio (un trabajo que hacía por una minuta que, probablemente, no le alcanzaba para cubrir la carrera del taxi y el almuerzo). El
rigor mortis
ya estaba avanzado y, como una chiquilla terca que odiara ir al dentista, la muerta se resistía a colaborar. Por fin, Graham consiguió abrirle las mandíbulas con una lima fina.

—¡Vaya! ¡Feliz Navidad! —exclamó, mientras acercaba una lámpara de luz más intensa—. Tiene la boca llena de oro.

—Qué curioso —comentó Horowitz como un matemático que reflexionara sobre un problema.

—Son reparaciones con pan de oro. —El dentista empezó por señalar dos empastes de metal dorado junto a la encía en cada uno de los incisivos—. Aquí, aquí, y aquí —indicó sucesivamente—. Seis en total. Es muy raro. De hecho, no lo había visto nunca. En un depósito de cadáveres, nada menos.

—¿Qué diablos es eso del pan de oro? —dijo Marino.

—Un incordio, eso es lo que es —respondió Graham—. Un trabajo muy difícil y poco atractivo.

—Creo que, tiempo atrás, lo exigían para aprobar el examen para la licenciatura de odontólogo —intervine.

—Exacto. —Graham continuó su trabajo—. Los estudiantes lo aborrecíamos.

Procedió a explicar que las restauraciones con pan de oro requerían que el dentista empastara los dientes con pellas de oro, y que el menor rastro de humedad hacía saltar el empaste. Aunque los arreglos eran muy buenos, exigían un trabajo intensivo, minucioso y caro.

—Y no hay muchos pacientes —añadió— que quieran que se les vea el oro, sobre todo en la cara externa de los incisivos.

Continuó anotando diversas reparaciones, extracciones, formas y deformaciones que hacían de aquella mujer quien era. Tenía las mandíbulas ligeramente desalineadas y una zona de desgaste semicircular en los incisivos, que Graham atribuyó al roce con la boquilla (el dentista estaba al corriente de que la difunta fumaba en pipa).

—¿No debería tener manchas de tabaco en los dientes, si era fumadora empedernida? —pregunté, pues no observé en ellos rastro alguno de nicotina.

—Es posible. Pero fíjese en la erosión del esmalte: ahí, esas zonas excavadas en la línea de las encías, que precisaron del arreglo con pan de oro... —Indicó los puntos a que se refería—. Los principales daños de los dientes apuntan a un exceso obsesivo de cepillado.

—Como si, a copia de restregarse los dientes con el cepillo diez veces al día, pudiera hacer desaparecer las manchas del tabaco —comentó Marino.

—Tanta limpieza de dientes no encaja con su escasa higiene personal —objeté yo—. En realidad, la boca de esa mujer no encaja en absoluto con el resto de ella.

—¿Puede decirnos cuándo le hicieron este trabajo dental? —preguntó Rader.

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