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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (16 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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Sally me dirigió una mirada dubitativa.

—Por cierto, doctora, su sobrina ha llegado hace media hora, más o menos.

—¿Hacia dónde ha ido?

La muchacha señaló las puertas de cristal que desde el vestíbulo daban paso hacia el centro del edificio y, sin darme tiempo a introducir la tarjeta, abrió la cerradura desde el control. Lucy tal vez se dirigía a la cantina, o a la oficina de correos, o a la sala de sesiones o a las instalaciones de Gestión de Ingeniería. También cabía que se encaminara a su cuarto, que estaba en el edificio, aunque en otra ala.

Intenté imaginar dónde podía estar a aquella hora de la tarde, pero la encontré en el último lugar donde la habría buscado. Estaba en mi suite.

—¡Lucy! —exclamé cuando abrí la puerta y la vi allí dentro—. ¿Cómo has entrado?

—Igual que tú —dijo sin gran entusiasmo—. Tengo una llave.

Llevé el equipaje a la sala de estar y lo dejé en un rincón.

—¿Por qué? —pregunté, estudiando su rostro.

—Mi habitación está a este lado; la tuya, en ése.

La planta de seguridad era para los testigos bajo protección, espías y cualquier otra persona que, a juicio del departamento de Justicia, necesitara una protección especial. Para entrar en las habitaciones había que pasar dos juegos de puertas, el primero de los cuales precisaba marcar un código en un teclado digital que era alterado cada vez que se utilizaba. El segundo juego de puertas requería una tarjeta magnética que también se cambiaba a menudo. Siempre estuve convencida de que habían puesto escuchas en todos los teléfonos.

Me habían asignado a aquella zona hacía más de un año, pues Gault no era la única preocupación de mi vida. En cambio, me dejó anonadada que Lucy, ahora, también estuviera alojada allí.

—Creía que estabas en el dormitorio Washington —murmuré.

Lucy pasó al salón y tomó asiento.

—Allí estaba —asintió—. Y desde esta tarde, estoy aquí.

Me senté en el sofá frente a ella. Unas flores de seda decoraban la estancia y las cortinas abiertas enmarcaban una ventana llena de cielo. Mi sobrina vestía pantalones de entrenamiento, zapatillas de correr y una sudadera oscura del FBI, con capucha. Llevaba el cabello pelirrojo bastante corto y nada deslucía la lisura de su rostro de facciones angulosas salvo la llamativa cicatriz de la frente. Lucy estaba ya avanzada en sus estudios en la universidad de Virginia, era guapa y brillante, y la nuestra siempre había sido una relación muy intensa.

—¿Te han puesto aquí porque iba a venir yo? —pregunté, empeñada en comprender qué sucedía.

—No.

—No me has dado un abrazo cuando he entrado —se me ocurrió reprocharle, al tiempo que me levantaba del sofá. Le di un beso en la mejilla, pero se puso tensa y se apartó de mi
abrazo
—. Has estado fumando —dije, y volví a sentarme.

—¿Quién te lo ha dicho?

—No es preciso que nadie me lo diga. Lo noto en tus cabellos.

—Me has dado un beso porque querías comprobar si olía a cigarrillos...

—Y tú no te has acercado porque sabías que notaría el olor a tabaco.

—No me sermonees.

—¡Pues claro que no te sermoneo! —repliqué.

—Sí que lo haces. Eres peor que la abuela...

—¡... que está en el hospital porque fumaba! —exclamé, y sostuve su intensa mirada verde.

—Ya que conoces mi secreto, al menos puedo encender un cigarrillo ahora.

—Esta habitación es de no fumadores. De hecho, en esta habitación no se permite nada —declaré.

Lucy no pestañeó.

—¿Nada?

—Absolutamente nada.

—Pero tú bebes café, aquí. Lo sé muy bien. Te he oído meterlo en el microondas en cuanto has entrado.

—El café está tolerado.

—¡Has dicho «nada»! Para mucha gente de este planeta, el café es un vicio. Y apuesto a que aquí también bebes alcohol.

—Por favor, Lucy, no fumes.

Sacó de un bolsillo un paquete de Virginia Slim mentolado.

—Lo encenderé fuera —dijo.

Abrí las ventanas para que pudiera fumar allí, incapaz de creer que mi sobrina hubiera adoptado un hábito que a mí me había costado tanto esfuerzo desterrar. Lucy era una chica atlética y estaba en una forma física soberbia. Le dije que no entendía lo que hacía.

—Estoy coqueteando con el tabaco. No me excedo.

—¿Quién te ha trasladado a mi suite? Volvamos a hablar de eso —dije mientras ella soltaba una bocanada de humo.

—Ellos.

—¿Quiénes son «ellos»?

—Según parece, la orden vino de arriba.

—¿De Burgess?

Me refería al director adjunto, responsable de la Academia.

—Sí-asintió cabeceando.

—¿Y qué razón tendría para hacerlo? —murmuré, ceñuda.

Lucy hizo caer la ceniza del cigarrillo en el cuenco de su mano.

—Nadie me ha dado ninguna. Sólo puedo suponer que tiene relación con CAIN, con Gestión de Ingeniería. —Tras una pausa, añadió—: Ya sabes, los mensajes extraños y todo eso...

—Lucy, ¿qué es lo que sucede, exactamente?

—No lo sabemos —respondió con llaneza—. Pero algo pasa.

—¿Gault?

—No hay pruebas de que alguien haya entrado en el sistema. Alguien que no esté autorizado a hacerlo.

—Pero tú crees que sí han entrado.

Aspiró profundamente una calada del cigarrillo, como los fumadores habituales.

—CAIN no está haciendo lo que le decimos que haga. Hace otras cosas, siguiendo instrucciones procedentes de otra parte.

—Tiene que haber un modo de seguir la pista de lo que sucede.

Sus ojos centellearon cuando respondió:

—Créeme, tía, estoy poniendo todo mi empeño en ello.

—No dudo ni de tus esfuerzos ni de tu capacidad.

—No hay rastro —continuó Lucy—. Si alguien se ha colado ahí dentro, no deja el menor indicio. Y esto no es posible. Una no puede introducirse en el sistema y decirle que envíe mensajes o que haga cualquier otra cosa sin que se refleje en el registro de accesos. Y tenemos una impresora que funciona mañana, tarde y noche y que recoge todas las pulsaciones de teclas que hace cualquiera por cualquier razón.

—¿A qué viene ese tono de enfado? —pregunté.

—A que estoy harta de que me culpen de todos los problemas. Que alguien se colara en las instalaciones no fue culpa mía. No tenía la menor idea de que alguien que trabajaba justo a mi lado... —dio otra chupada al cigarrillo—. Si dije que lo arreglaría fue sólo porque me lo pidieron. Porque me lo pidió el senador. O, más exactamente, porque te lo pidió a ti...

—Lucy, no me consta que nadie te considere responsable de los problemas con CAIN —respondí con suavidad; pero el destello de cólera en sus ojos se hizo aún más intenso.

—Si no me creyeran responsable, no me habrían destinado a una habitación en esta planta. En la práctica, esto constituye un arresto domiciliario.

—Tonterías. Yo me alojo aquí cada vez que vengo a Quantico y, desde luego, no estoy bajo arresto domiciliario, como dices.

—A ti te ponen aquí por motivos de seguridad y para que tengas intimidad —replicó Lucy—. En cambio, yo no estoy aquí por eso. Me cargan la culpa otra vez. Me vigilan. Lo noto en cómo me trata cierta gente, allí. —Volvió la cabeza en dirección al edificio que albergaba Gestión de Ingeniería, situado al otro lado de la calle, frente a la Academia.

—¿Qué ha sucedido hoy? —quise saber.

Mi sobrina entró en la cocina, dejó correr el agua sobre la colilla del cigarrillo y echó ésta al cubo de basura. Regresó a la habitación y después de sentarse guardó silencio. La observé y me sentí aún más inquieta. Ignoraba la razón de su enfado y, como sucedía cada vez que Lucy actuaba de un modo que no entendía, volvió a asaltarme el miedo.

El accidente de coche que había sufrido habría podido ser fatal. La herida en la cabeza podía haberla privado de su talento más notable, y me asaltaron imágenes de hematomas y de un cráneo fracturado como un huevo duro. Pensé en la mujer a la que llamábamos Jane, con la cabeza afeitada y las cicatrices, e imaginé a Lucy en lugares donde nadie conocía ni el nombre de mi sobrina.

—¿Qué tal te has sentido últimamente? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—¿Esos dolores de cabeza?

—Todavía los tengo. —La suspicacia ensombreció su mirada—. A veces, el Midrin me alivia. Otras veces, sólo me hace vomitar. Lo único que funciona de verdad es el Fiorinal, pero no tengo.

—No necesitas tomar nada de eso.

—No es a ti a quien le duele la cabeza.

—Al contrario, tengo jaqueca muchas veces —repliqué—. No necesitas tomar barbitúricos. ¿Duermes y comes bien? ¿Haces ejercicio?

—¿Qué es esto, una consulta médica?

—En cierto modo, sí, ya que da la casualidad de que soy médico. Digamos que no habías concertado una cita, pero soy tan amable que te recibo de todos modos.

Una sonrisa asomó en la comisura de sus labios.

—Me porto bien —murmuró, en tono menos defensivo.

—Hoy ha sucedido algo... —repetí.

—Supongo que no has hablado con la comandante Penn.

—Desde esta mañana, no. No sabía que la conocías.

—Su departamento está conectado con nosotros, con CAIN. A las doce de hoy, CAIN ha llamado al terminal de VICAP de la policía de Tráfico. Supongo que tú ya habías salido hacia el aeropuerto.

Asentí y noté un nudo en el estómago cuando recordé los pitidos del buscapersonas de Davila en el depósito.

—¿Y cuál ha sido el mensaje esta vez? —pregunté.

—Lo tengo aquí, si quieres verlo.

—Sí.

Lucy entró en su habitación y volvió con un maletín. Lo abrió, sacó un fajo de papeles y me entregó uno que era una impresión sacada del terminal de VICAP situado en la unidad de Comunicaciones, que estaba bajo el mando de Frances Penn. En el papel se leía:

MENSAJE PQ21 96701 001145 INICIO

DE: CAIN A: TODAS LAS UNIDADES Y MANDOS

ASUNTO: POLICÍAS MUERTOS

A TODOS LOS MANDOS INTERESADOS:

COMO MEDIDA DE SEGURIDAD, CUANDO INTERVENGAN O PATRULLEN LOS TÚNELES DEL METRO, LOS AGENTES LLEVARÁN CASCO.

MENSAJE PQ21 96701 001145 FINAL

Contemplé el escrito unos instantes, desconcertada y enfurecida. Por fin, pregunté:

—¿No hay un nombre de usuario asociado con la persona que utilizó la red para escribir eso?

—No.

—¿Y no existe ningún modo de seguir el rastro?

—Por medios convencionales, no.

—¿Qué opinas de esto, Lucy?

—Opino que, cuando entraron en las instalaciones, quienquiera que se introdujera en CAIN le implantó un programa.

—¿Como un virus?

—Sí, una especie de virus —continuó Lucy—, y lo adjudicó a un archivo que no se nos ha ocurrido examinar. Es una especie de programa que permite a alguien moverse por nuestro sistema sin dejar rastro.

Evoqué la silueta de Gault recortada por la luz de su linterna la noche anterior, en el túnel, entre unos raíles interminables que se internaban más y más en la oscuridad y en el morbo. Gault se desplazaba con toda facilidad por unos terrenos que la mayoría de la gente no alcanzaba ni a ver. Andaba ágilmente sobre el acero engrasado, sobre agujas hipodérmicas y sobre los fétidos cubiles de humanos y de ratas.

Gault era un virus que, de algún modo, se había introducido en nuestros cuerpos, en nuestros edificios y en nuestra tecnología.

—En resumen —musité—, CAIN está infectado por un virus.

—Uno muy inusual. No es un virus destinado a reventar el disco duro o a falsear los datos. Y no es un virus genérico, sino específico para la Red de Inteligencia Artificial sobre el Crimen, porque su propósito es permitir el acceso a las bases de datos de CAIN y del VICAP. Es una especie de llave maestra que abre todas las habitaciones de la casa.

—Y está fijado a un programa ya existente.

—Sí. Se podría decir que CAIN tiene un huésped. Está en algún programa que se utiliza normalmente. Un virus no puede causar daño a menos que el ordenador ejecute una rutina o una subrutina que provoque la lectura del programa huésped.

—Entiendo. Y este virus no está en ninguno de los archivos que se leen cuando se despide el ordenador, por ejemplo.

Lucy cabeceó para corroborarlo.

—¿Y cuántos archivos de programa hay en CAIN? — pregunté.

—¡Oh, Dios mío! —fue su respuesta—. Miles. Y algunos son tan largos que podrían dar la vuelta a este edificio. Y el virus podría estar en cualquier parte. El hecho de que haya habido otros programadores además de mí no hace sino complicar la situación. No estoy muy familiarizada con los archivos escritos por otros.

Con aquel «otros» se refería a Carrie Grethen, que había sido compañera de programación e íntima amiga de Lucy. Carrie también estaba en contacto con Gault y era la responsable de la entrada del intruso en las instalaciones, el otoño anterior. Lucy no hablaba nunca de ella e incluso evitaba pronunciar su nombre.

—¿Es posible que ese virus sólo esté unido a programas escritos por Carrie? —pregunté.

Lucy no cambió de expresión.

—Sí, puede estar en uno de los programas que no he elaborado yo, pero también puede esconderse en uno de los míos. No lo sé. Lo estoy mirando, pero quizá me lleve mucho tiempo.

Sonó el teléfono.

—Probablemente es Jan. —Se levantó y se dirigió a la cocina.

Consulté el reloj. Me esperaban en la unidad dentro de media hora. Lucy, cubriendo con la mano el aparato, se volvió hacia mí.

—¿Te importa si Jan se pasa por aquí? Iremos a correr.

—No me importa en absoluto —respondí.

—Pregunta si querrás correr con nosotras.

Sonreí y moví la cabeza negativamente. Yo no mantendría el ritmo de Lucy aunque mi sobrina fumara dos paquetes al día, y Janet podría pasar por atleta profesional. Las dos juntas me producían la vaga impresión de ser vieja y estar guardada en el cajón equivocado.

—¿Te apetece algo de beber? —Lucy había colgado el teléfono y estaba junto al frigorífico.

—¿Qué me ofreces? —Observé su esbelta figura inclinada hacia delante; con un brazo mantenía abierta la puerta del frigorífico mientras con la otra mano tanteaba entre unas latas en las bandejas.

—Pepsi Diet,
Zima.
, Gatorade y Perrier.

—¿Zima?

—¿No lo has probado?

—No bebo cerveza.

—No es cerveza. Te gustará.

—No sabía que aquí hubiera servicio de habitaciones —comenté con una sonrisa.

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