El factor Scarpetta (8 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El factor Scarpetta
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No había un trastorno de la personalidad que Benton temiese más que el histrionismo, y desde el momento de la detención de Dodie en Detroit, Michigan, por hurto menor y alteración del orden público, el objetivo de todos los involucrados había sido conseguirle cuidados psiquiátricos, lo más lejos posible de ellos. Nadie quería tener nada que ver con esta mujer pomposa, que aullaba en la librería del Betty's Café que ella era tía de la estrella de cine Hap Judd, que estaba en su «lista gratuita» y que, por tanto, meterse cuatro DVD de Judd en los pantalones no era robar. Hasta la misma Betty se mostró más que dispuesta a no presentar cargos siempre que Dodie no volviera a pisar jamás su tienda, o Detroit, o el estado de Michigan. El trato era que Dodie estuviese hospitalizada un mínimo de tres semanas y, si lo acataba, se olvidarían del caso.

Ella había cooperado con la condición de que la admitiesen en McLean porque era donde iban los VIP, los ricos y famosos; porque estaba cerca de su propiedad de Greenwich, Connecticut, y también de Salem, donde le gustaba comprar artículos de brujería, dar conferencias y hacer rituales, así como ofrecer, a cambio de un precio, los dones del Oficio. Insistió en que, dado el dinero que iba a costarle la hospitalización privada, quería que la atendiese el experto forense más prominente y prestigioso, un varón con un doctorado como mínimo y formado en el FBI, que además tuviese una mentalidad abierta hacia lo sobrenatural y tolerancia hacia otras fes, la religión antigua incluida.

La primera elección de Dodie fue el psiquiatra forense Warner Agee porque había realizado perfiles criminológicos para el FBI, según ella, y también lo hacía en televisión. La petición fue denegada. Por un lado, Agee no estaba relacionado con el McLean y, por otro, la Oficina del Fiscal del Distrito de Detroit no quería asociarse en ningún modo con quien llamaban «el teledoctor forense». Que el nombre de Agee fuera conocido era suficiente para que Benton se largase en dirección contraria, independientemente de quién fuera la paciente: hasta tal punto despreciaba a ese hombre. Pero Benton tenía obligaciones profesionales hacia McLean y fue mala suerte por su parte ser el candidato obvio para la desagradable tarea de evaluar a esta mujer que afirmaba ser una bruja con parientes famosos. El objetivo era mantenerla fuera de los juzgados y fuera de la cárcel; aunque seguro que ninguna cárcel del planeta la querría.

Durante las cuatro semanas que había sido paciente de Benton, éste pasó todo el tiempo que le era posible en Nueva York, no sólo para estar con Scarpetta, sino para mantenerse lejos de Dodie. Se había sentido tan aliviado cuando le dieron el alta el pasado domingo por la tarde, que comprobó varias veces si la habían pasado a buscar para llevarla a casa, no a una propiedad en Greenwich, porque eso era otra mentira. La depositaron en una casa pequeña de Edgewater, Nueva Jersey, donde vivía sola, tras haber pasado por cuatro maridos, todos muertos o huidos años atrás. Pobres desgraciados.

Benton descolgó el teléfono, marcó la extensión del jefe de psiquiatría forense de Bellevue, el doctor Nathan Clark, y le preguntó si podía dedicarle unos minutos. Mientras esperaba, volvió a examinar el sobre de FedEx; algunos detalles seguían desconcertándole y preocupándole, y le impulsaban a actuar de modos que sabía inapropiados. No había dirección de remite en el albarán del transportista y la dirección de Benton en Bellevue estaba escrita con una caligrafía tan funcional y precisa que parecían caracteres de imprenta. Para nada lo que habría esperado de alguien como Dodie, que lo único que había escrito durante su estancia en McLean era un garabato largo y torcido con el que firmó varios formularios.

Sacó la gruesa tarjeta brillante del sobre: un Santa Claus grande y gordo era perseguido por una furiosa señora Claus armada con un rodillo, y la frase: «¡A quién llamas zorra...!» Abrió la felicitación y la voz grabada y desafinada de Dodie Hodge empezó a cantar, con la melodía de «A Holly, Holly Christmas»:

Felices Navidades tengas

y, si de mí te acuerdas
,

pon muérdago donde te quepa

y un ángel de tu árbol cuelga.

¡Felices, Felices Navidades
,

A Benton y Kay les desean!

Una y otra vez, la misma letra enloquecedora con voz entrecortada e infantil.

—No es exactamente Burl Ives —dijo el doctor Clark, entrando con el abrigo, su sombrero y una gastada cartera de cuero de correa larga, que a Benton le recordaba las sacas de los carteros en la época de los carromatos y el correo a caballo.

—Si puedes soportarlo, seguirá hasta que se acabe el tiempo de grabación. Exactamente cuatro minutos —dijo Benton.

El doctor Clark dejó sus pertenencias en una silla, se acercó a Benton y se inclinó para examinar la felicitación, posando ambas manos en el extremo de la mesa para mantener el equilibrio. Tenía poco más de setenta años y hacía poco le habían diagnosticado la enfermedad de Parkinson, un cruel castigo para un hombre de talento cuyo cuerpo siempre había sido tan ágil como su mente. Tenis, esquí, alpinismo, pilotar su propia avioneta; no había muchas cosas que no hubiese probado con éxito, su amor por la vida era ilimitado. Se habían burlado de él la biología, la genética, el entorno, quizás algo tan prosaico como la exposición a la pintura con plomo o las viejas cañerías; los radicales libres habrían dañado los ganglios basales de su extraordinario cerebro. Quién demonios sabía cómo había acabado Clark con semejante flagelo. Pero avanzaba con rapidez. Ya estaba encorvado y sus movimientos eran lentos y torpes.

Benton cerró la tarjeta y la voz de Dodie se interrumpió bruscamente a media canción.

—Fabricación casera, es evidente —dijo Benton—. En una típica felicitación con voz, el tiempo de grabación suele ser de diez segundos, cuarenta y cinco como mucho, pero nunca cuatro minutos. Por lo que sé, para componer una grabación más larga hay que comprar un módulo de voz vacío que tenga más memoria. Se pueden adquirir en Internet y te fabricas tu propia tarjeta de felicitación. Que es lo que ha hecho esta antigua paciente mía. O alguien lo ha hecho por ella.

Cogió la tarjeta con las manos, enfundadas en guantes de algodón blanco, y la volvió en diferentes ángulos para que el doctor Clark examinara los extremos y viese cómo los habían pegado cuidada y meticulosamente.

—Ella encontró esta tarjeta de felicitación, o alguien lo hizo —continuó Benton—, y luego grabaron la voz en un módulo que pegaron dentro. Después pegaron un papel blanco encima, posiblemente la página en blanco recortada de otra tarjeta de felicitación. Motivo por el cual el interior de esta tarjeta está en blanco. Dodie no escribió nada ahí. Dodie no escribió nada durante toda su estancia en McLean. Ella dice que no escribe.

—¿Grafofobia?

—Eso y la medicación, o al menos es lo que dice.

El doctor Clark se desplazó al otro lado de la mesa:

—Una perfeccionista que no soporta la crítica.

—Una falsa enferma.

—Ah. Trastorno facticio. ¿Por qué motivo? —El doctor Clark ya no confiaba en lo que Benton le decía.

—El dinero y la atención son dos motivaciones importantes. Pero quizás haya algo más. Empiezo a preguntarme quién y qué tuvimos en McLean durante un mes. Y por qué.

El doctor Clark se sentó despacio, con cuidado; el mínimo acto físico no era algo que pudiese hacer sin más. Benton reparó en cuánto había envejecido su colega desde el verano.

—Siento importunarte con eso. Sé que estás ocupado —añadió Benton.

—Nunca me importunas, Benton. Echaba de menos hablar contigo y he estado pensando que debía llamarte. Me preguntaba cómo estabas. —El doctor Clark lo dijo como si tuvieran asuntos que hablar y Benton se hubiera mostrado esquivo—. Así que ella se negó a hacer las pruebas de papel y lápiz.

—No hizo el Bender-Gestalt, ni la figura compleja de Rey-Osterrieth, ni la sustitución de símbolos-dígitos, ni el test de cancelación de letras, ni siquiera el test del trazo.

—¿Y las pruebas de la función psicomotora?

—Ni el test de los cubos, ni el del tablero perforado, ni el de oscilación dactilar.

—Interesante. Nada que mida el tiempo de reacción.

—Su última excusa fue la medicación que tomaba; dijo que le provocaba temblores, que las manos le temblaban tanto que ni podía sostener un lápiz y no quería humillarse intentando escribir, dibujar o manipular objetos.

Benton no pudo evitar pensar en el estado del doctor Clark mientras explicaba las supuestas dolencias de Dodie Hodge.

—Nada que le exija llevar una acción física cuando se le pide, nada que pueda, en su opinión, incitar a la crítica o al juicio. No quiere que la midan. —El doctor Clark miró por la ventana, detrás de la cabeza de Benton, como si hubiese algo que mirar aparte de los ladrillos beige del hospital y el avance de la noche—. ¿Medicación?

—Ahora nada, supongo. No es exactamente cumplidora con las tomas y no le interesan las sustancias, a menos que la hagan sentir bien. Alcohol, por ejemplo. Durante su hospitalización tomaba Risperdal.

—Que puede causar discinesia tardía. Pero de forma atípica —consideró el doctor Clark.

—No tuvo espasmos musculares ni tics, salvo los que simulaba. Claro que ella afirma que su estado es crónico.

—Teóricamente podría ser un posible efecto permanente del Risperdal, sobre todo en mujeres de cierta edad.

—En su caso es simulación, sólo mentiras. Ella tiene algún plan. Gracias a Dios, seguí mi intuición e hice que grabasen todas mis sesiones con ella en vídeo.

—¿Y eso qué le pareció a ella?

—Interpretaba el papel que se le ocurría, según su estado de ánimo: seductora, caritativa o bruja.

—¿Temes que pueda ser violenta?

—Sufre obsesiones violentas, afirma tener recuerdos de excesos en cultos satánicos, que su padre mataba a niños en altares de piedra y tenía relaciones sexuales con ella. No hay pruebas de que ocurriese nada semejante.

—¿Y qué pruebas podría haber?

Benton no respondió. No le estaba permitido comprobar la veracidad de las afirmaciones de un paciente. Se suponía que él no podía investigar. Operar de este modo era contra intuitivo para él, era casi intolerable, y los límites no estaban claros.

—No le gusta escribir, pero le va el drama —dijo el doctor Clark, observándolo con detenimiento.

—El drama es el denominador común —replicó Benton, y supo que el doctor Clark ya se acercaba a la verdad.

Intuía lo que Benton había hecho; o que había hecho algo. Benton pensó que subconscientemente había orquestado la conversación sobre Dodie porque en realidad necesitaba hablar de sí mismo.

—Una sed insaciable de dramatismo y un trastorno del sueño que ha sufrido durante la mayor parte de su vida —siguió Benton—. Le hicieron pruebas en el laboratorio del sueño de McLean y parece ser que ha participado en varios estudios actográficos a lo largo de los años; es evidente que sufre un trastorno del ritmo circadiano y padece insomnio crónico. Cuanto más se agrava, más empeoran su criterio y su percepción, más caótico se vuelve su estilo de vida. Tiene un amplio repertorio de conocimientos; tiene un nivel de inteligencia entre brillante y superior.

—¿Alguna mejora con el Risperdal?

—Se estabilizó su estado de ánimo, menos hipomanía, dijo que dormía mejor.

—Si ha dejado la medicación, es muy probable que empeore. ¿Qué edad tiene?

—Cincuenta y seis.

—¿Bipolar? ¿Esquizofrénica?

—Sería más tratable si lo fuera. Trastorno de la personalidad eje dos, histriónica con rasgos de trastorno límite y antisocial.

—Encantador. ¿Y por qué se le prescribió Risperdal?

—Cuando ingresó el mes pasado, parecía sufrir ideas delirantes y falsas, pero en realidad es una mentirosa patológica.

A continuación Benton le ofreció un breve resumen de la detención de Dodie en Detroit.

—¿Alguna posibilidad de que te acuse de haber violado sus derechos civiles, que afirme que la hospitalización se llevó a cabo en contra de su voluntad, que diga que fue coaccionada y forzada a tomar una medicación que la ha perjudicado de forma permanente? —preguntó el doctor Clark.

—Firmó un acuerdo voluntario, se le facilitó un tocho con sus derechos civiles, una notificación de sus derechos para consulta legal y todo lo demás. Por ahora, no es un litigio lo que me preocupa, Nathan.

—No suponía que llevabas guantes de reconocimiento porque temes que te demanden.

Benton devolvió la felicitación y el sobre de FedEx a la bolsa de pruebas y la selló de nuevo. Se sacó los guantes y los arrojó a la papelera.

—¿Cuándo le dieron el alta de McLean? —preguntó el doctor Clark.

—La tarde del pasado domingo.

—¿La entrevistaste, hablaste con ella, antes de que se fuera?

—Dos días antes, el viernes.

—¿Y entonces no te dio ningún recuerdo, ninguna felicitación navideña, cuando podría haberlo hecho en persona y experimentar la gratificación de mirar tu reacción?

—No lo hizo. Habló de Kay.

—Comprendo.

Claro que lo comprendía. Sabía muy bien la clase de asuntos que preocupaban a Benton.

El doctor Clark añadió:

—¿Es posible que Dodie seleccionara McLean porque sabía de antemano que tú, el célebre marido de la célebre Kay Scarpetta, trabajaba allí? ¿Es posible que Dodie eligiese McLean para poder pasar tiempo en exclusiva contigo?

—Yo no fui su primera opción.

—¿Quién lo fue?

—Otro.

—¿Alguien a quien yo conozca? —preguntó el doctor Clark, como si tuviese a alguien en mente.

—Conoces su nombre.

—Posiblemente dudas de que su primera opción fuese en realidad su primera opción, ya que los motivos y la sinceridad de Dodie están en duda. ¿Fue McLean su primera elección?

—Lo fue.

—Eso es significativo, ya que quizás el primer facultativo que eligió no tenía privilegios allí, a menos que formara parte del personal.

—Que es lo que pasó —dijo Benton.

—¿Ella tiene dinero?

—Supuestamente de todos los maridos por los que ha pasado. Se alojó en el pabellón, que es de pago y no lo cubre ninguna aseguradora, como bien sabes. Pagó en efectivo. Bueno, su abogado lo hizo.

—¿Cuánto es ahora? ¿Tres mil al día?

—Algo así.

—Pagó más de noventa mil dólares en efectivo.

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