Alzó el brazo para llamar a un taxi y se acercó uno a toda prisa.
—No puedo, y debemos ir a casa. Tenemos una teleconferencia.
Benton abrió la puerta trasera del taxi.
—¿Qué teleconferencia?
—Jaime. —Scarpetta se deslizó al otro extremo del asiento trasero y Benton subió tras ella. Dio la dirección al taxista y dijo a Benton que se abrochara el cinturón. Tenía la peculiar costumbre de recordárselo a la gente, aunque no fuera necesario hacerlo—. Lucy cree que podrán salir de Vermont dentro de un par de horas, que entonces el frente se habrá despejado al sur de Nueva York. Entretanto, Jaime nos quiere a ti, a mí, a Marino, a todos nosotros, al teléfono. Me ha llamado hará unos diez minutos, cuando te esperaba en la calle. No era un buen momento para hablar, por lo que desconozco los detalles.
—¿Ni la menor idea de lo que quiere? —preguntó Benton mientras el taxi doblaba por la Tercera Avenida y se dirigía al norte, los limpiaparabrisas arrastrándose ruidosamente en la lluvia brumosa, la parte superior de los edificios iluminados envuelta en un velo.
—La situación de esta mañana. —No iba a ser específica delante del taxista, independientemente de si entendía el inglés o podía oírlos.
—La situación en la que llevas todo el día metida.
Benton se refería al caso de Toni Darien.
—Ha habido un soplo esta tarde —dijo Scarpetta—. Parece que alguien vio algo.
L
a de Marino era una dirección desafortunada: el número de habitación 666 de Hogan Place I. Le molestó más de lo habitual cuando él y L.A. Bonnell se detuvieron en el pasillo de baldosas grises y paredes cubiertas hasta el techo de archivadores de cartón; los tres seis de la puerta parecían una censura a su carácter, una advertencia que bien valía tener en consideración.
—Hum, bien —dijo Bonnell, alzando la vista—. Yo no podría trabajar aquí. Como mínimo, causa pensamientos negativos. Si la gente cree que algo trae mala suerte, por algo será. Me mudaría sin dudarlo.
Marino abrió la puerta beige, sucia alrededor del pomo, la pintura desconchada en los extremos, el aroma a comida china abrumador. Se moría de hambre, estaba impaciente por echar mano a sus crujientes rollitos de pato y las costillas a la barbacoa, y le gustaba que Bonnell hubiese pedido algo similar, teriyaki de ternera, fideos y nada crudo, nada de esa mierda de sushi que le recordaba al cebo para peces. Bonnell no era como la había imaginado; la creía menuda e inquieta, una fiera que podía tumbarte en el suelo y esposarte las manos a la espalda antes de que supieras lo que pasaba. Con Bonnell, sabías lo que pasaba.
Medía metro ochenta y tenía los huesos grandes, las manos grandes, los pies grandes y las tetas grandes; era la clase de mujer que podía tener a un hombre totalmente ocupado en la cama o darle una patada en el culo, como Xena, la princesa guerrera, vestida con traje chaqueta; sólo que Bonnell tenía los ojos azul hielo y el cabello corto, rubio claro, y Marino estaba bastante seguro de que era natural. Se había sentido orgulloso cuando estaba con ella en la bolera y vio que algunos de los tíos miraban y se daban codazos. Deseó haber podido jugar un poco para pavonearse.
Bonnell entró en el despacho de Marino con las bolsas de comida para llevar y dijo:
—Igual tendríamos que ir a la sala de juntas.
Marino no supo si lo decía por la puerta o por el hecho de que su despacho era un vertedero, y replicó:
—Berger llamará aquí. Es mejor que nos quedemos. Además, necesito el ordenador y no quiero que nadie escuche la conversación. —Depositó su maletín para escenas del crimen, una caja de aparejos de pesca de cuatro compartimentos color gris pizarra, perfecta para sus necesidades, y cerró la puerta—. Ya imaginé que te darías cuenta. —Se refería al número de la habitación—. No vayas a creer que es algo personal acerca de mí.
—¿Por qué iba a creer que era algo personal? ¿Decidiste tú el número del despacho?
Bonnell retiró unos papeles, un chaleco antibalas y la caja de aparejos de una silla, y se sentó.
—Imagina mi reacción cuando me enseñaron este despacho por primera vez. —Marino se acomodó tras varias cordilleras de objetos que había en su mesa de metal—. ¿Quieres esperar a comer después de la llamada?
—Buena idea.
Bonnell miró a su alrededor como si no hubiese espacio para comer, lo que no era verdad. Marino siempre podía encontrar un punto donde depositar una hamburguesa, un bol o una caja de poliestileno.
—Nos quedaremos aquí para la llamada y comeremos en la sala de juntas —dijo Marino.
—Mejor incluso.
—Tengo que admitir que casi lo dejé. Me lo planteé muy en serio. —Marino continuó su historia donde la había dejado—.
La primera vez que me enseñaron este despacho, pensé, vamos, estarás de coña.
Había creído de verdad que Jaime Berger le tomaba el pelo, que el número de la puerta era una muestra del humor enfermizo que abundaba en quienes trabajan en la justicia penal. Hasta se le ocurrió que quizá Jaime le estuviera restregando por la cara el motivo de que hubiese acabado con ella; que lo había contratado como un favor, que le daba una segunda oportunidad después de todo lo malo que Marino había hecho. Menudo recordatorio, cada vez que entraba en el despacho. Con todos los años que él y Scarpetta habían trabajado juntos y luego él la hirió de ese modo. Se alegraba de no acordarse demasiado, había estado jodido, borracho perdido, nunca había querido ponerle las manos encima, hacer lo que hizo.
—No me considero supersticioso —le decía a Bonnell—, pero me crié en Bayonne, Nueva Jersey. Fui a una escuela católica, me confirmaron, hasta fui monaguillo, lo que no duró mucho porque siempre me metía en peleas, empecé a boxear. No era el Sangrador de Bayonne, no le hubiera aguantado quince
rounds
a Muhammad Ali, pero un año fui finalista de los National Golden Gloves, pensé en hacerme profesional, pero en lugar de eso me hice poli. —Se aseguró de que Bonnell supiera unas cuantas cosas de él—. Nadie ha negado nunca que seis-seis-seis sea el símbolo de la Bestia, un número que debe evitarse a toda costa. Y siempre lo he hecho, sea en una dirección, un apartado de correos, una matrícula, la hora del día.
—¿La hora del día? —preguntó Bonnell, Marino no supo si divertida, pues su comportamiento era difícil de anticipar o descifrar—. No hay ninguna hora del día que sea las seis y sesenta y seis.
—Las seis y seis minutos del día seis del mes, por ejemplo.
—¿Por qué no te cambia Berger de despacho? ¿No hay otro lugar donde puedas trabajar?
Bonnell se metió la mano en el bolsillo, sacó una memoria USB y se la arrojó a Marino.
—¿Esto es todo? —Marino la enchufó en su ordenador—. ¿Apartamento, escena del crimen y archivos WAV?
—Todo salvo las fotografías que has tomado hoy allí.
—Tengo que descargarlas de la cámara. Nada que sea muy importante. Probablemente nada que no vieras tú cuando estuviste con los de criminalística. Berger dice que estoy en la sexta planta y que mi despacho es el 66 en secuencia numérica. Yo le dije, bueno, también está en el Apocalipsis.
—Berger es judía; no lee el Apocalipsis.
—Eso es como decir que si Berger no lee el periódico, ayer no pasó nada.
—No es lo mismo. El Apocalipsis no trata de algo que ha pasado.
—Trata de algo que va a pasar.
—Algo que va a pasar es una predicción, o la ilusión de que algo suceda, o una fobia —dijo Bonnell—. No es un hecho real.
Sonó el teléfono de la mesa.
Marino descolgó y dijo:
—Marino.
—Soy Jaime. Creo que ya estamos todos. —La voz de Jaime Berger.
—Precisamente hablábamos de ti —dijo Marino. Miraba a Bonnell, le resultaba difícil no hacerlo. Quizá porque era una mujer inusualmente grande, super
deluxe
en todos los sentidos.
—¿Kay? ¿Benton? ¿Todos seguimos ahí? —preguntó Berger.
—Aquí estamos. —Benton sonaba muy distante.
—Te pongo en altavoz —advirtió Marino. Pulsó un botón del teléfono y colgó—. La detective Bonnell, de homicidios, está conmigo. ¿Dónde está Lucy?
—En el hangar, preparando el helicóptero. Con suerte saldremos dentro de unas horas. Por fin ha parado de nevar. Si comprobáis vuestro correo electrónico, encontraréis dos archivos que Lucy ha enviado antes de irse al aeropuerto. Siguiendo el consejo de Marino, analistas del RTCC han entrado en el servidor que opera la cámara de seguridad situada frente el edificio de Toni Darien. Sin duda, todos sabéis que el Departamento de Policía de Nueva York tiene un acuerdo con la mayor parte de los proveedores de cámaras de seguridad para poder acceder a los registros de las grabaciones sin tener que localizar los administradores del sistema para las contraseñas. Resulta que uno de estos proveedores se encarga del edificio de Toni, por lo que el RTCC ha podido acceder al servidor de vídeo y ha examinado algunas de las grabaciones, centrándose prioritariamente en la última semana y comparando las imágenes con fotografías recientes de Toni, entre ellas la de su carnet de conducir y las que aparecen en Facebook y MySpace. Es increíble. El archivo llamado «Grabación 1», empezaremos por ahí. Ya lo he mirado, y también el segundo archivo; lo que he visto corrobora la información recibida hace unas horas que discutiremos con más detalle dentro de unos minutos. Tendríais que poder descargar el vídeo y abrirlo. Así que hacedlo ahora.
—Lo tenemos. —La voz de Benton, y no era agradable. Nunca lo era, últimamente.
Marino encontró el correo del que hablaba Berger y abrió el vídeo mientras Bonnell se levantaba de su silla y se acercaba a verlo, agachándose a su lado. No había audio, sólo imágenes del tráfico de la Segunda Avenida frente al edificio de ladrillo de Toni Darien; coches, taxis y autobuses al fondo, peatones vestidos para el clima lluvioso de invierno, algunos con paraguas, ajenos a la cámara que los grababa.
—Ahora aparece ella. —Berger siempre sonaba como si estuviera al mando, hasta cuando hablaba con normalidad, independientemente del tema—. Viste una parka verde oscuro con ribete de piel en la capucha. Lleva la capucha puesta, guantes negros y una bufanda roja. Un bolso de piel negro, pantalones negros y zapatillas de deporte.
—Estaría bien conseguir un primer plano de las zapatillas, para ver si son las mismas que calzaba esta mañana cuando la encontraron. —La voz de Scarpetta—. Unas Asics modelo Gel-Kayano, blancas con rayas rojas a los lados y talón rojo. Número 42.
—Aquí las zapatillas son blancas con algo de rojo —dijo Marino, consciente de la cercanía de Bonnell. Sentía su calidez en la pierna, junto al codo.
La figura de la parka verde estaba de espaldas, la cara no se veía por su posición respecto a la cámara y porque llevaba la capucha puesta. Dobló a la derecha y subió saltando los escalones mojados del portal con las llaves ya en la mano, lo que indicó a Marino que Toni era organizada y pensaba en lo que hacía, que estaba al tanto de lo que la rodeaba y era consciente de su seguridad. Toni abrió la puerta y desapareció en el interior. La hora grabada en el vídeo era las 17.47 del 17 de diciembre, el día anterior. Luego una pausa, y otra grabación de la misma figura de la parka verde con la capucha puesta, el mismo gran bolso negro al hombro, que salía del edificio, bajaba los escalones, doblaba a la derecha y se alejaba en la noche lluviosa. La hora grabada era las 19.01 del 17 de diciembre.
—Siento curiosidad. —Era Benton quien hablaba—. Puesto que no le vemos la cara, ¿cómo saben los analistas quién es?
—Me preguntaba lo mismo, pero creo que se debe a que las imágenes anteriores, que veréis en breve, muestran claramente que se trata de ella —respondió Berger—. Según los analistas del RTCC, lo que vemos ahora es la última imagen de Toni con vida. La última vez que se la grabó entrando o saliendo de su edificio. Parece que regresó a su apartamento y que estuvo allí poco más de una hora, luego se marchó. La pregunta es: ¿dónde estuvo después?
—Debo añadir —y era Scarpetta quien hablaba— que Grace Darien recibió un mensaje de Toni aproximadamente una hora después de este segundo fragmento del vídeo. Alrededor de las ocho de la noche.
—He dejado un recado en el contestador de la señora Darien. Conseguiremos su móvil para ver qué más encontramos ahí —dijo Marino.
—No sé si querréis profundizar en esto ahora. Pero la hora del mensaje de texto y de los vídeos se contradice con lo que he observado al examinar el cuerpo —apuntó Scarpetta.
—Centrémonos primero en lo que encontró el RTCC; luego pasaremos a los resultados de la autopsia —replicó Berger.
Berger acababa de decir que consideraba más importantes los hallazgos del RTCC que los de Scarpetta. ¿Una declaración de un testigo y Berger ya lo tenía todo resuelto? Pero Marino no conocía los detalles, sólo lo que Bonnell le había contado, y había sido muy imprecisa; al final, había admitido haber hablado por teléfono con Berger y que Berger le había dicho que no contara a nadie ningún detalle de su conversación. Todo lo que Marino había logrado sacarle a Bonnell era que había aparecido un testigo cuya información dejaría «más claro que el agua» por qué el apartamento de Toni no guardaba relación con su asesinato.
—Mirando los vídeos, vuelvo a preguntarme qué pasó con su abrigo. La parka verde no está en su casa ni ha aparecido —dijo Marino.
—Si alguien tuviese el móvil de Toni —Scarpetta seguía con su tema—, esa persona podría haber enviado un mensaje de texto a cualquiera de los contactos de Toni, su madre incluida. No hace falta ninguna contraseña para enviar un mensaje de texto. Sólo necesitas el teléfono móvil de la persona a cuyo nombre quieres que aparezca el mensaje; en este caso, Toni Darien. Si alguien que tenía su teléfono revisó los mensajes que había enviado y recibido, esa persona sabría qué escribir y cómo escribirlo, si el objetivo era engañar a alguien para que creyese que ese mensaje era de Toni, si el objetivo era hacer creer que seguía viva anoche, cuando no era así.
—Según mi experiencia, no es habitual que los asesinatos se planeen tan inteligente o minuciosamente como sugieres —objetó Berger.
Marino no podía creérselo. Berger le estaba diciendo a Scarpetta que esto no era Agatha Christie, no era una puta novela policiaca.
—Habitualmente no haría esta observación —respondió Scarpetta, sin mostrar irritación alguna—, pero el homicidio de Toni Darien no tiene nada de habitual.