—Como arrojar cacahuetes a los elefantes —había dicho Agee a Carley, en una noche que nunca olvidaría—. Nosotros somos los cacahuetes, ellos los elefantes. Nosotros jamás seremos pesos pesados, ni aunque llegásemos a vivir tanto como los elefantes, y lo irónico del asunto es que algunos de estos elefantes no son lo bastante viejos para unirse al circo. Mira a éste. —Dio unos golpecitos a la fotografía de una joven de una belleza feroz, que miraba audazmente a la cámara con un brazo alrededor de Rupe. El año escrito en la página era 1996.
—Será una joven actriz. —Carley intentaba averiguar cuál.
—Inténtalo de nuevo.
—Vale, ¿quién es? Es bonita de una forma distinta. Como si fuera un chico muy guapo. Quizá lo sea. No, creo que veo pechos. Sí. —Movió la mano de Agee al girar la página, y el roce lo sobresaltó un poco—. Aquí hay otra. Sin duda no es un chico. Guau. Muy guapa, pese a la ropa de Rambo y la falta de maquillaje; tiene un cuerpo muy bonito, atlético. Estoy intentando recordar dónde la he visto.
—No la has visto y nunca lo adivinarás. —Dejó su mano donde estaba con la esperanza de que ella volviese a moverla—. Te doy una pista. FBI.
—Debe de ser del crimen organizado, si puede permitirse estar en la colección de estrellas de Starr. —Como si los seres humanos no se diferenciaran de los valiosos coches antiguos de Rupe—. Al otro lado de la ley, ésa es la única relación con el FBI que puede tener si es asquerosamente rica. A menos que sea como nosotros.
Se refería a la lista de segundones.
—No es como nosotros. Ella podría comprar esta mansión y aún le sobraría el dinero.
—¿Quién diantres es?
—Lucy Farinelli.
Agee encontró otra fotografía, esta de Lucy en el garaje de Starr, sentada al volante de un Duesenberg, resuelta a descifrar un bólido antiguo de valor incalculable que no dudaría en conducir, lo que quizás hizo ese día en concreto o cualquier otro, cuando estaba en la contaduría de Starr, contando su dinero.
Agee no lo sabía. No había coincidido en la mansión con Lucy, por la sencilla razón de que Agee sería la última persona invitada para entretenerla o complacerla. Como mucho, ella lo recordaría de Quantico, donde como niña prodigio ayudó a diseñar y programar la Red de Inteligencia Artificial contra el Crimen, a la que el FBI se refería simplemente como CAIN.
—Vale, sí sé quién es éste. —Carley estaba intrigada, ahora que había descubierto la relación de Lucy con Scarpetta, y sobre todo con Benton Wesley, que era alto y de atractivos rasgos muy marcados, como de granito—. Fue en quien se inspiró el actor de
El silencio de los corderos.
—Según ella—. ¿Cómo se llama, el que interpretaba a Crawford?
—Y una mierda. Benton ni estaba en Quantico cuando se rodó la película. Estaba trabajando sobre el terreno, en un caso, y hasta él te lo confirmaría, por muy arrogante y gilipollas que sea —dijo Agee, que sintió algo más que ira. Otras sensaciones se agitaban en su interior.
Carley estaba impresionada.
—Entonces los conoces.
—A toda la panda. Yo los conozco y, como mucho, quizás ellos sepan de mí, de oídas. No somos amigos. Bien, con excepción de Benton. Él me conoce bastante. La vida y sus relaciones disfuncionales. Benton se folla a Kay. Kay quiere a Lucy. Benton le consigue a Lucy unas prácticas en el FBI. Y Warner acaba puteado.
—¿Por qué te putearon?
—¿Qué es inteligencia artificial?
—Un sustituto de la verdadera.
—Verás, puede ser difícil si llevas esto. —Agee se tocó los audífonos.
—Pareces oírme bien, no sé a qué te refieres.
—Baste decir que me habrían confiado ciertas tareas, ciertas oportunidades, de no haber aparecido un sistema informático que las hiciese por mí —había dicho Agee.
Quizá fue el vino, un burdeos excelente, pero empezó a contar a Carley su injusta y poco satisfactoria carrera, y el precio que había pagado; la gente y sus problemas, los polis con sus traumas y su estrés, y los peores eran los agentes, a quienes no se les permitía ser humanos, que eran primero y ante todo FBI, y se veían obligados a descargarse en un psicólogo o psiquiatra designado por el FBI. Hacer de canguro, servir de consuelo, casi nunca consultado sobre casos criminales, nunca si causaban sensación. Ilustró sus palabras con una historia ambientada en la academia del FBI de Quantico, Virginia, en 1985, cuando un director adjunto llamado Pruitt había dicho a Agee que alguien que era sordo no podía ir a las cárceles de máxima seguridad a realizar entrevistas.
Un psiquiatra forense que utilizaba audífonos y leía los labios implicaba ciertos riesgos inherentes y, con toda franqueza, el FBI no utilizaría a alguien que podía malinterpretar lo que decían criminales peligrosos o que tenía que pedirles continuamente que repitiesen lo que habían dicho. ¿O si ellos malinterpretaban lo que Agee les decía? ¿Y si malinterpretaban lo que Agee hacía, un gesto, el modo en que cruzaba las piernas o ladeaba la cabeza? ¿Y si a algún esquizofrénico paranoico que acababa de descuartizar a una mujer y sacarle los ojos no le gustaba que Agee le mirase los labios?
Fue entonces cuando Agee supo quién era él para el FBI, quién sería siempre para el FBI. Un discapacitado. Alguien imperfecto. Alguien que no imponía lo suficiente. La cuestión no era su capacidad para evaluar asesinos en serie; la cuestión eran las apariencias, cómo iba a representar a la Todopoderosa Agencia. La cuestión era que lo consideraban una vergüenza. Agee había dicho a Pruitt que entendía la situación y que haría lo que el FBI necesitase, por supuesto. Era hacerlo a su modo o de ninguno, y Agee siempre había querido acercarse a la lumbre del FBI, desde que era un frágil niñito que jugaba a policías y ladrones, al ejército y Al Capone, y disparaba pistolas de juguete que apenas alcanzaba a oír.
El FBI podía utilizarlo para uso interno, le dijeron. Episodios críticos, gestión del estrés, la Unidad de Protección de los Agentes Secretos, básicamente servicios psicológicos para los que mantienen la ley y el orden, sobre todo para los agentes que salen de misiones secretas. Incluidos en el amasijo estaban los agentes especiales supervisores, los que elaboraban los perfiles. Puesto que la Unidad de Ciencias del Comportamiento era relativamente nueva en cuanto a formación y desarrollo, al FBI le preocupaba a qué se exponían regularmente los elaboradores de perfiles y si eso interfería en la adquisición de información y la eficacia de las operaciones.
En este punto de un diálogo en cierto modo unilateral, Agee preguntó a Pruitt si el FBI se había planteado el análisis de la documentación sobre los delincuentes, porque Agee podía ayudar con eso. Si tuviera acceso a los datos en bruto, como transcripciones de entrevistas, evaluaciones, fotografías de la escena del crimen y de la autopsia, toda la documentación, él podría asimilarlos y analizarlos, creando así una valiosa base de datos y estableciéndose como el recurso que merecía ser.
No era lo mismo que sentarse con un asesino, pero era mejor que ser una abnegada enfermera al estilo Florence Nightingale, un mero servicio de apoyo mientras que el verdadero trabajo, el trabajo satisfactorio que se reconocía y recompensaba, caía en manos de inferiores que no tenían, ni de lejos, la formación, la inteligencia o la perspicacia que poseía él. Inferiores como Benton Wesley.
—Claro que el análisis manual de datos no es necesario si se tiene inteligencia artificial, si se tiene a CAIN —dijo Agee a Carley mientras miraban fotografías en la biblioteca de Rupe Starr—. A principios de los noventa, los cómputos estadísticos y los distintos tipos de clasificación y análisis se llevaron a cabo automáticamente, todos mis esfuerzos se importaron al ingenioso medio de inteligencia artificial de Lucy. Para mí, continuar con lo que estaba haciendo habría sido como alijar el algodón manualmente después de que Eli Whitney inventara la máquina. Volví a evaluar agentes; eso era lo único para lo que servía a ojos del puto FBI.
—Imagina cómo me siento, sabiendo que el presidente de listados Unidos se lleva el mérito de mis ideas. —Carley, como era habitual, sólo pensaba en ella.
Después de haberle ofrecido una visita guiada por la mansión, mientras los otros invitados festejaban varios pisos más abajo, él se la llevó a la cama, sabiendo muy bien que lo que la excitaba no era él. Eran el sexo y la violencia, el poder y el dinero, y la conversación acerca de «ellos», la entidad de Benton, Scarpetta y Lucy, y de cualquiera que cayese bajo su influjo. Después Carley no quiso nada más y Agee sí; quería estar con ella, quería hacerle el amor durante el resto de sus días y cuando, por fin, ella dijo que dejara de escribirle correos y dejarle mensajes, ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho. Agee no siempre sabía con certeza quién oía sus conversaciones o lo alto que hablaba; sólo fue necesario un descuido, un mensaje de voz a Carley cuando su esposa estaba al otro lado de la puerta cerrada del despacho, a punto de entrar con un sándwich y una taza de té.
El matrimonio acabó rápidamente y él y Carley mantuvieron un infrecuente contacto a larga distancia; por lo general, él sabía de ella por las noticias, mientras ella se movía por distintos medios de comunicación.
Entonces, casi un año atrás, él leyó un artículo sobre un nuevo programa,
El informe Crispin
, descrito como periodismo curtido sobre temas policiales, con especial hincapié en casos actuales y en las llamadas de los telespectadores; Agee decidió ponerse en contacto con Carley para hacerle una propuesta, quizá más de una. Estaba solo. No había superado lo de ella. Francamente, necesitaba dinero. Apenas se requerían sus servicios como asesor, sus relaciones con el FBI se habían roto no mucho después que las de Benton, en parte debido a la situación con él, que algunos habían considerado problemática y otros un sabotaje. Durante los últimos cinco años, las actividades de Agee habían tomado otros derroteros: un carroñero a quien pagaban miserias en efectivo por los servicios prestados a industrias, particulares u organizaciones que se aprovechaban hábilmente de su capacidad para manipular clientes, pacientes, la policía, a Agee le daba lo mismo. No había hecho más que doblegarse ante otros que eran inferiores a él, viajaba constantemente, con frecuencia a Francia, y se hundía cada vez más en las deudas y la desesperación. Entonces se encontró con Carley, cuyo panorama era igualmente peligroso, pues ambos habían dejado de ser jóvenes.
Lo que alguien en la situación de Carley necesitaba ante todo era acceso a la información, le vendió Agee; el problema al que ella tendría que enfrentarse era que los expertos esenciales para el éxito del programa no querrían ponerse ante las cámaras.
«Los buenos no hablan. No pueden. O, como Scarpetta, tienen contratos y nadie se atreve a preguntar. Pero tú sí puedes hablar —había dicho Agee. Ese fue el secreto que enseñó a Carley—. Llega al plató armada de todo lo que necesitas saber y no preguntes: cuenta.»
Él podría buscar y reunir información previamente y ofrecerle las transcripciones, lo que respaldaría y daría validez a las noticias que ella presentara o, al menos, evitaría que pudiesen desmentirlas.
Por supuesto, estaría encantado de aparecer en el programa siempre que ella quisiera. Lo cual no tendría precedentes, afirmó. Nunca antes se había puesto ante las cámaras, ni le habían fotografiado, y casi nunca ofrecía entrevistas. No dio explicaciones porque nunca se las habían pedido y ella tampoco dijo que sabía que ése era el motivo. Carley no era una persona decente, como tampoco lo era él; pero había sido amable con él, todo lo amable que era capaz de ser. Se toleraban e iniciaron un ritmo, una armonía de conspiración profesional, pero sin pasar a más, y ahora Agee ya había aceptado que su noche de burdeos en la mansión Starr no se repetiría.
No había sido una coincidencia, porque Agee no creía en ellas, que lo que reunió originariamente a Agee y Carley formara parte de un destino mayor. Carley no creía en la percepción extrasensorial ni en
poltergeist
, tampoco era receptora o emisora de mensajes telepáticos; cualquier información que le llegase estaba demasiado ensordecida por el ruido sensorial. Pero ella confiaba en la estrella de los Starr —sobre todo en Hannah, la hija de Rupe— y, cuando desapareció, aprovecharon la oportunidad de inmediato, lo consideraron el caso que habían estado esperando. Tenían derecho, tenían prioridad, debido a una conexión previa que no era aleatoria para Agee, sino una transferencia de información desde Hannah, a quien había llegado a conocer en la mansión y a quien había iniciado en sus preocupaciones paranormales y después había presentado a conocidos nacionales y extranjeros, con uno de los cuales se había casado. Para Agee no era inconcebible que Hannah empezara a enviar señales telepáticas después de su desaparición. No era inconcebible que Harvey Fahley le enviase algo. No una idea o una imagen, sino un mensaje.
¿Qué iba a hacer con él? Agee estaba sumamente ansioso y cada vez más irritado; había respondido al correo electrónico de Harvey hacía casi una hora y no había sabido nada más de él. No le quedaba margen de espera si Carley iba a dar la noticia esa noche, y con la patóloga forense que había realizado la autopsia de Toni sentada ahí mismo. ¿Habría una ocasión mejor? Debería ser Agee quien estuviera ahí sentado; eso sería aún mejor, pero no le habían invitado. No podían entrevistarle si Scarpetta aparecía en el programa, no podían compartir plató ni estar en el mismo edificio. Ella se negaba a aparecer con él; no lo consideraba creíble, según Carley. Quizás Agee le diese a Scarpetta una lección de credibilidad y le hiciera un favor a Carley. Necesitaba una transcripción.
Cómo hacer que Harvey se pusiera al teléfono. Cómo entablar conversación con él. Cómo apropiarse de la información. Agee se planteó enviarle un segundo correo con su teléfono y pedir a Harvey que lo llamara, pero de nada serviría que lo hiciera. La única opción válida para los propósitos de Agee era que Harvey marcase el número 1—800 del servicio telefónico web para personas con dificultades de audición, pero entonces Harvey sabría que un tercero le estaba escuchando, una persona que transcribía cada una de las palabras que pronunciaba en tiempo real. Si era tan cauto y estaba tan traumatizado como parecía, Harvey no iba a permitirlo.
Sin embargo, si era Agee quien llamaba, Harvey no sabría que transcribían sus palabras, lo que era una prueba casi tan buena como una grabación, pero perfectamente legal. Era lo que Agee hacía siempre que entrevistaba a fuentes para Carley, y en las raras ocasiones en que la persona en cuestión se quejaba o afirmaba no haber dicho tal cosa, Carley presentaba la transcripción, que no incluía la parte de Agee, sólo lo que la fuente había dicho, lo que era aún mejor. Sin un registro de las preguntas y los comentarios de Agee, lo que el entrevistado había dicho podía interpretarse como se le antojara a Carley. La mayoría de los entrevistados sólo quería darse importancia. Tanto les daba que tergiversaran sus palabras, siempre que su nombre se entendiera bien o, cuando correspondiese, se mantuviera en el anonimato.