Scarpetta examinó las diferentes papeleras sin remover su contenido ni vaciarlas en el suelo. Papeles arrugados, pañuelos de papel, más periódicos. Se dirigió al cuarto de baño, deteniéndose en el umbral. El lavabo y el mármol, así como el mármol del suelo, estaban cubiertos de pelo cortado, mechones de pelo gris de diferentes longitudes, algunos de más de siete centímetros, otros diminutos. En una toalla había unas tijeras, una hoja de afeitar y un bote de espuma de afeitar Gillette adquirido en Walgreens, así como otra tarjeta de acceso a la habitación junto a unas gafas de montura anticuada, negra y cuadrada.
Detrás del tocador había un único cepillo de dientes y un tubo de pasta Sensodyne casi acabado, así como un kit de limpieza y un bastoncillo metálico para las orejas. Dentro de un estuche plateado Siemens vio dos audífonos intraauriculares Siemens Motion 700 color carne. Lo que Scarpetta no vio fue un mando a distancia, y regresó a la habitación cuidándose de no tocar ni modificar nada, resistiéndose a la tentación de abrir el armario o los cajones.
—Alguien con una pérdida auditiva de moderada a grave —dijo a Marino mientras éste recuperaba huellas del BlackBerry—. Audífonos último modelo, reducción del ruido de fondo, supresor de retroalimentación acústica, Bluetooth. Pueden acoplarse al teléfono móvil. Tendría que haber un mando a distancia por algún lado. —Siguió andando, sin verlo—. Para ajustar el volumen, comprobar el nivel de la batería, esa clase de cosas. Se suele llevar en el bolsillo o en la cartera. Lo llevará encima, pero los audífonos están aquí. Lo que no tiene mucho sentido, o quizá debería decir que no presagia nada bueno.
—Aquí tengo un par de buenas —dijo Marino mientras alisaba un pedazo de cinta adhesiva en una tarjeta blanca—. No tengo ni idea de lo que hablas. ¿Quién lleva audífonos?
—El hombre que se ha afeitado la cabeza y la barba en el baño —respondió Scarpetta, abriendo la puerta de la habitación para volver al pasillo, donde esperaba Curtis, el director del turno de noche, nervioso e incómodo.
—No quiero preguntar nada, no debo hacerlo, pero no comprendo lo que sucede —reconoció Curtis.
—Permita que le haga unas preguntas —replicó Scarpetta—. Ha dicho que ha empezado a trabajar a medianoche.
—Trabajo desde la medianoche hasta las ocho de la mañana, en efecto. Y no la he visto desde que llegué. No puedo decir que la haya visto alguna vez, como ya les he explicado hace un momento. La señora Crispin se registró en el hotel en octubre, seguramente porque quería un alojamiento en la ciudad, supongo que por su programa. No es que sus motivos fueran asunto mío, pero eso fue lo que me dijeron. La verdad es que ella casi nunca utiliza la habitación y a su amigo el caballero no le gusta que lo molesten.
Eso era nueva información, lo que Scarpetta buscaba:
—¿Conoce el nombre del caballero, o dónde podría estar?
—Me temo que no. Nunca lo he visto, debido a mi horario de trabajo.
—¿Un hombre mayor, con cabello gris y barba?
—Nunca lo he visto y no sé qué aspecto tiene. Pero me han dicho que suele aparecer como invitado en su programa. Desconozco su nombre y no puedo decirle nada más, salvo que es muy reservado. No debería decirlo, pero es algo raro. Nunca habla con nadie. Sale a buscar comida y la trae aquí, deja bolsas de basura ante la puerta de la habitación. No utiliza el servicio de habitaciones ni el teléfono ni el servicio de limpieza. ¿No hay nadie en la habitación? —preguntó Curtis, sin dejar de mirar la puerta entreabierta de la habitación 412.
—El doctor Agee. El psiquiatra forense Warner Agee. Suele aparecer en el programa de Carley Crispin —dijo Scarpetta.
—No lo veo.
—Es el único invitado habitual que se me ocurre que está casi sordo y tiene el cabello y la barba grises.
—No lo sé. Sólo sé lo que acabo de decirle. Aquí se alojan muchas personas célebres, no espiamos. El único inconveniente de ese hombre era el ruido. Anoche, por ejemplo, otros huéspedes se quejaron de nuevo del ruido del televisor. Sé, por notas que me han dejado, que esta noche, temprano, varios huéspedes llamaron a gerencia para quejarse.
—¿Temprano? ¿A qué hora?
—A las ocho y media, nueve menos cuarto.
Entonces ella estaba en la CNN, y también Carley. Warner Agee estaba en la habitación del hotel, tenía el volumen del televisor muy alto y otros huéspedes se quejaron. El televisor seguía encendido cuando había entrado con Marino poco antes, en el canal de la CNN, pero alguien había bajado el volumen. Se imaginó a Agee sentado en la cama deshecha, mirando
El informe Crispin
de la noche anterior. Si nadie se había quejado pasadas las nueve menos cuarto y el televisor seguía encendido, él tenía que haber bajado el volumen. Se habría puesto los audífonos. ¿Y qué sucedió después? ¿Se los quitó y abandonó la habitación después de afeitarse la cabeza y la barba?
—Si alguien llamaba y preguntaba por Carley Crispin, usted no podía saber si ella estaba aquí —dijo Scarpetta a Curtís—, sino sólo que estaba registrada, que es lo que aparece en el ordenador cuando alguien lo comprueba desde recepción. Tiene una habitación a su nombre, pero un amigo ha estado alojado en ella. Parece que el doctor Agee. Me estoy asegurando de que lo he comprendido.
—Es correcto, siempre y cuando esté en lo cierto respecto a la identidad del amigo.
—¿Quién paga la habitación?
—Yo no debería...
—El hombre que se alojaba en la habitación, el doctor Agee, no está. Eso me preocupa por muchas razones. Estoy muy preocupada. ¿No tiene ni idea de dónde podría estar? Tiene problemas de audición y no parece que se haya llevado los audífonos.
—No. No lo he visto irse. Esto es muy inquietante. Y explicaría su costumbre de poner un volumen excesivo en el televisor, de vez en cuando.
—Puede haberse marchado por la escalera.
El gerente miró hacia el fondo del pasillo, a la señal de salida iluminada.
—Es de lo más desconcertante. ¿Qué esperan encontrar aquí? —preguntó, refiriéndose a la habitación 412.
Scarpetta no iba a darle esa información. Cuando Lucy apareciese con la orden de registro, le entregarían una copia y comprendería lo que estaban buscando.
—Y, si se ha marchado por la escalera, nadie lo habrá visto —continuó Scarpetta—. Los porteros no esperan en la acera ya entrada la noche, sobre todo con este frío. ¿Quién paga la habitación?
—Ella, la señora Crispin. Vino al hotel y pasó por recepción anoche, a eso de las doce menos cuarto. Yo no estaba, llegué unos minutos después.
—¿Por qué se detuvo en recepción si estaba alojada aquí desde octubre? ¿Por qué no subió directamente a su habitación?
—Las habitaciones del hotel se abren con tarjetas magnéticas. Sin duda, alguna vez le habrá pasado que si no utiliza su tarjeta durante cierto tiempo, deja de funcionar. Siempre que confeccionamos nuevas tarjetas queda registrado en el ordenador y se incluye la fecha en que se dejará la habitación. La señora Crispin pidió que le hicieran dos nuevas tarjetas.
Eso era más que desconcertante. Scarpetta indicó a Curtis que reflexionara unos instantes sobre lo que sugería. Si Carley tenía un amigo —el doctor Warner Agee— alojado en su habitación, no le dejaría con una llave caducada.
—Si él no está registrado, ni paga la factura, no tenía ninguna autoridad para que le expedieran una tarjeta si la antigua expiraba por haberse superado la fecha de salida. El no podía prolongar la reserva, supongo, si no es quien paga ni su nombre aparece en la reserva —explicó Scarpetta.
—Eso es cierto.
—Entonces podemos concluir que la tarjeta no había expirado y que quizás ése no fuera el motivo de que pidiera dos nuevas. ¿Anoche hizo algo más, cuando pasó por recepción?
—Espere un momento. Veré lo que puedo averiguar. —Sacó el teléfono y marcó un número. Preguntó a alguien—: ¿Sabemos si la señora Crispin se quedó encerrada fuera de su habitación, o simplemente se detuvo en recepción para recoger sus nuevas tarjetas? Y, en tal caso, ¿por qué? —Escuchó. Después dijo—: Por supuesto. Sí, sí, hazlo ahora. Siento tener que despertarlo.
Curtís esperó. Alguien estaba llamando al recepcionista que habría hablado con Carley la noche anterior, alguien que probablemente dormía en su casa. Curtís se disculpó con Scarpetta por hacerla esperar. Estaba alterándose muchísimo; se enjugaba la frente con el pañuelo y carraspeaba a menudo. Del interior de la habitación íes llegaba la voz de Marino, que andaba y hablaba con alguien por teléfono, pero Scarpetta no logró distinguir lo que decía.
El gerente dijo:
—Sí, sigo aquí. Comprendo. Bien, eso tiene sentido. —Se guardó el teléfono en el bolsillo de la americana de tweed—. La señora Crispin entró y fue directamente a recepción. Dijo que llevaba tiempo sin pasar por el hotel y le preocupaba que su llave no funcionase y su amigo era duro de oído. Le preocupaba que no le oyese si llamaba a la puerta. Verá, prorrogaba sus reservas mensualmente, y la había renovado por última vez el 20 de noviembre, lo que significaba que la tarjeta habría expirado mañana, sábado. De manera que tenía que prorrogar la reserva si pretendía conservar la habitación. Así lo hizo; la renovó y le dieron dos llaves más.
—¿La prorrogó hasta el 20 de enero?
—En realidad sólo hasta el fin de semana. Dijo que posiblemente dejaría la habitación el lunes 22 —explicó Curtís, mirando la puerta entreabierta de la habitación 412.
Scarpetta oía a Marino desplazándose en el interior.
—No la vio marchar —añadió Curtis—. La persona que estaba en recepción la vio subir en el ascensor, pero no bajar. Y yo tampoco la he visto, como les he dicho.
—Entonces tuvo que irse por la escalera, porque no está aquí ni tampoco su amigo, que posiblemente sea el doctor Agee —reflexionó Scarpetta—. ¿Sabe usted si, en el pasado, la señora Crispin solía utilizar la escalera?
—Casi nadie usa la escalera. Nunca me han mencionado que ella lo hiciese. Aunque algunos de nuestros huéspedes más célebres intentan ser muy discretos respecto a sus idas y venidas, la señora Crispin no es lo que yo llamaría una persona tímida.
Scarpetta pensó en los mechones de cabello del lavabo. Se preguntó si Carley habría entrado en la habitación y si habría visto lo que había en el baño. O quizás Agee seguía en la habitación cuando ella se presentó con el BlackBerry robado de Scarpetta. ¿Se habían marchado juntos? ¿Se habrían marchado los dos por la escalera, dejando el BlackBerry de Scarpetta en la habitación? Scarpetta imaginó a Agee con la barba y la cabeza afeitadas, sin audífonos y posiblemente sin gafas, bajando a escondidas por la escalera con Carley Crispin. No tenía sentido. Había pasado algo más.
—¿El sistema informático del hotel guarda un registro de las salidas y entradas de las habitaciones mediante esas tarjetas magnéticas? —Scarpetta lo veía poco probable, pero lo preguntó de todos modos.
—No. Ni conozco ningún hotel con un sistema así. Tampoco tienen información de las tarjetas.
—Ni nombre, ni direcciones, ni números de tarjetas de crédito. Nada de eso está codificado en las tarjetas.
—Por supuesto; eso se conserva en el ordenador, pero no en las tarjetas. Las tarjetas abren la puerta, eso es todo. En ellas no se registra nada. En realidad, casi todas las tarjetas de los hoteles, al menos las que me son familiares, ni siquiera tienen el número de habitación codificado; tampoco información de ningún tipo, salvo la fecha de salida. —Curtis miró la habitación 412 y añadió—: Supongo que no encontrarán a nadie. No hay nadie ahí dentro.
—Está el detective Marino.
—Bien, me alegro —replicó Curtis, aliviado—. No quería imaginarme lo peor de la señora Crispin o de su amigo.
Se refería a que no quería pensar que uno de ellos o ambos estaban muertos dentro de la habitación.
—No es necesario que espere aquí arriba. Le avisaremos cuando hayamos terminado. Quizá nos lleve cierto tiempo.
La habitación estaba silenciosa cuando Scarpetta volvió a entrar y cerró la puerta. Marino había apagado el televisor y estaba en el cuarto de baño, sosteniendo el BlackBerry con una mano enguantada, mirando lo que había en el lavabo y en el suelo.
—Warner Agee —dijo Scarpetta, poniéndose los guantes que Marino le había dado antes—. Es él quien se ha alojado en esta habitación. Es muy probable que Carley nunca se haya hospedado aquí. Por lo visto, anoche se presentó a eso de las doce menos cuarto para, supongo yo, entregarle mi BlackBerry. Tienes que dejarme el tuyo. No puedo utilizar el mío.
—Si él es quien hizo esto, no me gusta —advirtió Marino mientras tecleaba su contraseña en el BlackBerry y se lo ofrecía a Scarpetta—. Afeitarse todo el cabello y marcharse sin gafas ni audífonos.
—¿Cuándo contactaste por última vez con la Oficina de Gestión de Emergencias o con la División de Operaciones Especiales? ¿Hay algo nuevo que debamos saber?
Una expresión extraña en el rostro de Marino.
—Puedo comprobarlo —siguió hablando Scarpetta—. Pero no si está hospitalizado o arrestado, o si lo han llevado a un albergue o si está vagando por las calles. No voy a conseguir nada, a menos que la persona esté muerta y haya muerto en la ciudad de Nueva York.
—El puente de George Washington. No puede ser —dijo Marino.
—¿Qué puente? —preguntó Scarpetta, mientras llamaba a la oficina del forense.
—El tipo que se ha tirado, a eso de las dos de la madrugada. Lo he visto en directo mientras estaba en el RTCC. De unos sesenta años, calvo, sin barba. Un helicóptero de la policía filmó todo el puto asunto.
Un investigador médico-legal llamado Dennis respondió al teléfono.
—Necesito comprobar lo que ha entrado —informó Scarpetta—. ¿Tenemos un caso del puente de George Washington?
—Pues sí. Una caída con testigos. Los de emergencias intentaron convencerlo de que bajara, pero no quiso escucharlos. Lo tienen todo grabado en vídeo. El helicóptero de la policía lo filmó y les he dicho que queremos una copia.
—Buena idea. ¿Se sabe su identidad?
—El policía con quien he hablado dice que no tiene nada. Un varón blanco, de más de cincuenta o sesenta años. Sin efectos personales que contribuyan a su identificación. Ni cartera ni teléfono. No podrá verlo muy bien, está en bastante mal estado. Creo que el punto desde donde cayó se encuentra a unos treinta metros de altura. Como un edificio de veinte plantas, ¿sabe? No va a querer enseñarle su foto a nadie.