—¿Fue Hannah quien te recomendó a la adivina, a Dodie Hodge?
—Sí, vale. Dodie Hodge daba charlas en casa de ellos. Hannah sugirió que hablase con ella. Fue un error. Esa mujer está como una puta cabra. Se obsesionó conmigo, dijo que yo era la reencarnación de un hijo que había tenido en Egipto, en una vida anterior. Que yo era el faraón y ella mi madre.
—Asegurémonos de que entiendo de qué casa hablas. ¿La misma que visitaste el julio pasado, cuando mantuviste relaciones sexuales con Hannah por última vez?
—La casa de su viejo, que costará unos ochenta kilos, con la colección de coches, antigüedades y estatuas increíbles, pinturas de Miguel Ángel en paredes y techos, frescos, como se llamen.
—Dudo que sean de Miguel Ángel —dijo Berger con ironía.
—Tendrá como cien años, es increíble, ocupa una manzana entera. Bobby también viene de una familia con pasta; él y Hannah tenían una sociedad comercial. Ella me decía que no habían mantenido relaciones sexuales. Ni una vez.
Berger anotó que Hap Judd seguía refiriéndose a Hannah en pasado. Seguía hablando de ella como si estuviese muerta.
—Pero el viejo se cansó de que fuera una niñata rica y le dijo que tenía que sentar cabeza, para que él supiera que el negocio iba a llevarse bien —continuó Judd—. Rupe no iba a dejarle nada si ella seguía por ahí, soltera y de fiesta, y acababa casándose con cualquier memo que metiese mano en todo. Ahora comprenderás por qué iba por ahí pegándosela a Bobby, aunque a veces me decía que le tenía miedo. En realidad no se la pegaba, porque ése no era el trato que tenían.
—¿Cuándo empezó tu relación sexual con Hannah?
—¿La primera vez en la mansión? Te lo explicaré. Ella era muy simpática. Tienen una piscina cubierta, un spa al completo como los de Europa. Estaba yo y también otros clientes VIP, nuevos clientes; para darnos un chapuzón, tomar una copa, cenar, todos esos criados por todas partes, Dom Perignon y Cristal en abundancia, como si fueran un refresco. Así que estoy en la piscina y ella está muy por mí. Ella empezó.
—¿Empezó la primera vez que fuiste a casa de su padre, hace un año, el pasado agosto?
Lucy permanecía sentada, cruzada de brazos, mirando fijamente. Guardaba silencio y no miraba a Berger.
—Era evidente —dijo Judd.
—¿Dónde estaba Bobby mientras ella era evidente?
—No lo sé. Quizá luciéndose con su nuevo Porsche. Me acuerdo de eso. Se había comprado uno de esos Carrera GT, de color rojo. ¿Esa foto de él que sale en todas las noticias? Ese es el coche. Paseaba a la gente de parte a parte de Park Avenue. Si me preguntases, te diría que investigaras a Bobby. ¿Dónde estaba cuando desapareció Hannah, eh?
Bobby Fuller estaba en su piso de Miami Beach cuando Hannah desapareció, una información que Berger no iba a darle.
—¿Dónde estabas tú la víspera de Acción de Gracias?
—¿Yo? —Casi se echó a reír—. ¿Ahora crees que le he hecho algo a Hannah? Ni hablar. Yo no hago daño a la gente. No es mi rollo.
Berger tomó nota. Judd daba por supuesto que a Hannah le habían hecho daño.
—He preguntado algo muy sencillo. ¿Dónde estabas la noche del miércoles 26 de noviembre, víspera de Acción de Gracias?
—Deja que lo piense. —La pierna volvía a ir de arriba abajo—. La verdad es que no me acuerdo.
—¿Hace tres semanas, la víspera de la fiesta de Acción de Gracias, y no te acuerdas?
—Espera un momento. Estaba en la ciudad. Al día siguiente volé a Los Ángeles, la mañana del día de Acción de Gracias.
Berger lo anotó todo en su bloc y dijo a Lucy:
—Lo comprobaremos.
A Judd:
—¿Recuerdas la compañía, el número de vuelo?
—American Airlines. A eso del mediodía. No recuerdo el número de vuelo. No celebro esa fiesta, me importa un carajo el pavo, el relleno y todo eso. No me dice nada, por eso he tenido que pensármelo. —La pierna se movía a toda velocidad—. Sé que probablemente te parecerá sospechoso.
—¿Qué es lo que me parecerá sospechoso?
—Ella desaparece y al día siguiente me largo de aquí en avión —dijo Judd.
E
l Crown Vic de Marino estaba cubierto de una película de sal, lo que le recordó a su piel seca y escamosa de esta época del año; tanto él como su coche corrían la misma suerte en los inviernos de Nueva York.
Ir al volante de un vehículo sucio con rascadas
y
golpes en los lados, los asientos de tela gastados y una rasgadura en el raído tapizado del techo nunca había sido su estilo y Marino era crónicamente consciente de ello, lo que a veces le irritaba y le avergonzaba. Cuando antes había visto a Scarpetta frente a su edificio, había advertido una gran mancha blancuzca en su chaqueta, donde había rozado con el asiento del copiloto. Ahora que iba a recogerla, esperaba encontrar de camino un tren de lavado abierto.
Siempre le había importado el aspecto de su vehículo, al menos desde el exterior, fuese un coche de policía, una camioneta o una Harley. El coche de un hombre era una proyección de su persona y de cómo se veía; el desorden era una excepción y no solía molestarle mientras ciertas personas no lo vieran. Reconocía, y culpaba de ello a sus antiguas tendencias autodestructivas, que antes solía ser un cerdo, sobre todo en la época de Richmond: el interior de su coche estaba lleno de papeles, vasos de café, envoltorios de comida, el cenicero tan lleno que ni podía cerrarlo, ropa amontonada detrás y su equipo todo revuelto: bolsas para pruebas, la escopeta Winchester metida de cualquier manera en el maletero. Ya no. Marino había cambiado.
Dejar la priva y el tabaco había arrasado su vida anterior, como si ésta fuera un viejo edificio demolido. Lo que había construido en su lugar estaba bastante bien; pero su calendario y su reloj internos estaban apagados y quizá siempre lo estarían, no sólo por cómo pasaba y no pasaba el tiempo, sino por el que tenía de más, según sus cálculos de tres a cinco horas más al día. Lo había calculado por escrito, una tarea que le había encomendado Nancy, su terapeuta, en el centro de rehabilitación de la costa norte de Massachusetts en junio del año pasado. Se había retirado a una silla plegable fuera de la capilla, donde podía oler el mar y oír cómo rompía contra las rocas, el aire fresco, sintiendo la calidez del sol en la cabeza mientras hacía cuentas, ahí sentado. Nunca olvidaría la conmoción. Cada cigarrillo se llevaba siete minutos de su vida, pero además dedicaba otros dos o tres al ritual: dónde y cuándo fumar, sacar el paquete, después el cigarrillo, encenderlo, la primera calada, luego otras cinco o seis, apagarlo, librarse de la colilla. Beber le robaba aún más tiempo: el día acababa en cuanto empezaba la
happy hour.
—La serenidad proviene de saber lo que puedes y no puedes cambiar —le había dicho Nancy, la terapeuta, cuando le presentó los resultados—. Y lo que no puedes cambiar es que has malgastado al menos el veinte por ciento de tus horas de vigilia durante gran parte de medio siglo.
O llenaba esos días que eran un veinte por ciento más largos o volvía a las malas costumbres, lo que no era una opción después de todo el daño que habían causado. Empezó a interesarse en la lectura, en mantenerse informado de los acontecimientos, navegar en la red, limpiar, organizar, reparar cosas, recorrer los pasillos de Zabar's y Home Depot y, si no podía dormir, dar un paseo hasta la Dos, tomar un café, sacar a pasear al perro
Mac
y agenciarse el monstruoso garaje de la Unidad de Emergencias. Había convertido su destartalado coche de policía en un proyecto, reparándolo él mismo con cola, retocando la pintura y arreglándoselas para conseguir una sirena Code 3 nuevecita, parrilla y luces estroboscópicas. Convenció al reparador de radios para que le programase la radio móvil Motorola P25 de manera que accediese a una amplia gama de frecuencias además de las de la División de Operaciones Especiales. Gastó dinero de su propio bolsillo en una unidad de almacenaje marca TruckVault que instaló en el maletero para organizar su equipo y suministros, desde baterías y munición extra hasta una bolsa para guardar el equipo, donde metió su carabina Beretta Storm de nueve milímetros, un chubasquero, ropa de trabajo, un chaleco antibalas blando y un par de botas Blackhawk de cremallera.
Marino puso el limpiaparabrisas y echó un buen chorro de líquido en el cristal, que dejó dos arcos limpios mientras salía de la «zona helada», el área restringida del 1 de Pólice Plaza donde sólo se permitía el paso a personas autorizadas como él. Casi todas las ventanas del cuartel general estaban a oscuras, sobre todo las de la catorceava planta, el centro de mando ejecutivo, donde se ubicaba la sala Teddy Roosevelt y el despacho del comisario; no había nadie en casa. Eran pasadas las cinco de la mañana. Le había llevado cierto tiempo redactar la orden de registro y enviársela a Berger, junto con un recordatorio de por qué no había podido estar presente en el interrogatorio de Hap Judd y si había ido bien, que sentía no haber estado ahí pero que tenía toda una emergencia entre manos.
Le había recordado lo de la posible bomba en el edificio de Scarpetta y ahora le preocupaba que quizás hubiese una brecha en la seguridad de la OCME, la policía de Nueva York y la Oficina del Fiscal del Distrito debido al robo del BlackBerry de la doctora, que contenía mensajes e información privilegiada de toda la comunidad de la justicia penal de Nueva York. Quizás exagerase un poco, pero había plantado a Berger, su jefa. Había puesto a Scarpetta primero. Berger iba a acusarlo de tener un problema con sus prioridades y no sería la primera vez que lo acusaba de eso. Bacardi lo acusaba de lo mismo, y era por eso que no se llevaban bien.
En la intersección de Pearl con Finest aminoró la marcha ante la garita blanca, el poli una figura borrosa que lo saludó desde detrás del cristal empañado. Marino pensó en llamar a Bacardi como solía hacer cuando no importaba la hora ni lo que ella estuviese haciendo. Al principio de su relación nada era inconveniente, la llamaba siempre que quería y le contaba lo que le pasaba, ella le transmitía sus opiniones, sus bromas, y le decía lo mucho que lo echaba de menos y cuándo volverían a verse. Le apetecía llamar a Bonnell (L.A., como la llamaba ahora), pero estaba segurísimo de que aún no podía hacerlo, y notó cuánto deseaba ver a Scarpetta, aunque fuera por trabajo. Le había sorprendido, casi ni se lo creía, cuando ella le había dicho por teléfono que tenía un problema y necesitaba su ayuda, y le complació recordar que el gran Benton tenía sus limitaciones. Benton no podía hacer nada respecto al robo del BlackBerry de Scarpetta perpetrado por Carley Crispin. Él le daría su merecido a la Crispin.
La aguja cobriza del antiguo edificio Woolworth se recortaba como un sombrero de bruja en el cielo nocturno del puente de Brooklyn, donde el tráfico era fluido pero constante, su rumor similar al oleaje, a un viento distante. Subió el volumen de su radio policial, escuchó la conversación entre centralita y los policías, un lenguaje singular de códigos y comunicaciones entrecortadas sin sentido alguno para el mundo exterior. Marino tenía oído para ese lenguaje, como si lo hubiera hablado toda la vida; podía reconocer el número de su unidad por muy preocupado que estuviese.
—... ocho-siete-cero-dos.
Tenía el efecto de un silbato de perro y de inmediato se puso alerta. Sintió una subida de adrenalina, como si alguien hubiera apretado el acelerador, y cogió el micro.
—Aquí cero-dos, K —transmitió, sin mencionar todo el número de su unidad pues, siempre que podía, prefería cierto grado de anonimato.
—¿Puedes llamar a un número?
—Diez-cuatro.
Desde la centralita le dieron el número y Marino lo anotó en una servilleta mientras conducía. Un número de Nueva York que le resultaba familiar, pero que no lograba ubicar. Llamó y alguien contestó al primer tono.
—Lanier —dijo una mujer.
—Detective Marino, Departamento de Policía de Nueva York. La central me ha dado este número. ¿Alguien me busca?
Atajó por Canal en dirección a la Octava Avenida.
—Soy la agente especial Marty Lanier del FBI. Gracias por devolverme la llamada.
¿Lo había llamado a las cinco de la mañana?
—¿Qué pasa? —dijo él, comprendiendo por qué el número le resultaba familiar.
Era el 384 de la oficina del FBI en Nueva York, con la que había tratado muchas veces, pero no conocía a Marty Lanier ni su extensión. Nunca había oído su nombre y no se imaginaba por qué intentaba localizarlo a esas horas de la madrugada. Luego se acordó. Petrowski había enviado las fotografías al FBI, las imágenes de la cámara de seguridad que mostraban al hombre del cuello tatuado. Esperó a ver qué quería la agente especial Lanier.
—Acabamos de recibir información del RTCC, apareces como el contacto de una solicitud de búsqueda de datos. El incidente de Central Park West.
Se puso algo nervioso. Le llamaba por el paquete sospechoso entregado en Central Park West en el preciso instante en que se dirigía hacia allí para recoger a Scarpetta.
—Bien. ¿Has descubierto algo?
—El ordenador ha encontrado una coincidencia en una de nuestras bases de datos.
La base de datos de tatuajes, esperaba él. Se moría por tener información del gilipollas de la gorra de FedEx que había dejado un paquete sospechoso para la doctora.
—Podemos hablarlo en persona en nuestras oficinas. Esta mañana, más tarde.
—¿Más tarde? ¿Dices que has encontrado una coincidencia, pero que puede esperar?
—Va a tener que esperar hasta que el departamento de policía trate con el objeto. —Se refería al paquete FedEx. Estaba cerrado en un polvorín en Rodman's Neck y nadie sabía aún lo que contenía—. No sabemos si tenemos una referencia de un crimen con Central Park West.
—¿Lo que significa que la referencia quizá sea de otra cosa?
—Hablaremos cuando nos veamos.
—¿Entonces por qué me llamas ahora, como si fuera una emergencia?
Le irritaba muchísimo que el FBI tuviera que llamarlo de inmediato y que después no le diese los detalles y le hiciese esperar hasta que fuera conveniente para ellos organizar una puta reunión.
—Supuse que estabas trabajando, ya que nos acaba de llegar la información —explicó Lanier—. Por el sello con la hora de la búsqueda. Parece que tienes turno de noche.
«Putas intrigas de despacho», pensó Marino, disgustado. No tenía nada que ver con el turno de noche de Marino. Tenía que ver con Lanier. Llamaba desde la central 384 porque evidentemente estaba en el despacho, y si había ido a trabajar a esas horas era porque algo importante lo requería. Pasaba algo gordo. Lanier le explicaba que ella decidiría quién más estaría presente en la reunión; traducido, que Marino no se enteraría de una mierda hasta que estuviese allí, fuera cuando fuera eso. En gran parte dependería de lo que la brigada de artificieros decidiese del paquete de Scarpetta.