—Hazme un favor. Baja y comprueba sus bolsillos. Comprueba cualquier cosa que pueda llevar encima. Hazle una fotografía y me la envías. Llámame cuando estés con el cuerpo. —Le dio el teléfono de Marino—. ¿Otros varones blancos sin identificar?
—Ninguno del que no tengamos pistas. De momento sabemos quiénes son todos. Otro suicidio, un tiroteo, un atropello, una sobredosis, un tipo que llegó con las pastillas aún metidas en la boca. Ese es el primero para mí. ¿Buscas a alguien en concreto?
—Puede que a un psiquiatra desaparecido, Warner Agee.
—¿Por qué me suena? No tenemos a nadie con ese nombre.
—Ve con el suicida del puente y llámame.
—Me resultaba familiar —dijo Marino—. Lo vi todo mientras estaba ahí sentado y no dejaba de pensar que me era familiar.
Scarpetta volvió al cuarto de baño y recogió, sosteniéndola por los extremos, la tarjeta de la habitación que había en el tocador.
—Vamos a empolvarla. Y también la que hay en la mesilla. También necesitaremos algo de cabello y el cepillo de dientes para la identificación. Hagámoslo ahora, ya que estamos aquí.
Marino se puso unos guantes nuevos y tomó la tarjeta que sostenía Scarpetta. Empezó a empolvarla mientras ella consultaba el buzón de voz visual de su BlackBerry. Había once nuevas llamadas desde la última vez que había usado el teléfono, a las siete y cuarto de la noche anterior, cuando habló con Grace Darien antes de ir a la CNN. Desde entonces, la señora Darien había intentado llamarla tres veces más, entre las diez y las once y media de la noche, sin duda por todo lo que apareció en las noticias, gracias a Carley Crispin. Las otras ocho nuevas llamadas aparecían como «Desconocido»; la primera a las diez y cinco de la noche, la última cerca de medianoche. Benton y Lucy. El había intentado localizarla mientras Scarpetta volvía a casa andando con Carley, y Lucy después de enterarse de la amenaza de bomba. Los iconos verdes que aparecían junto a los nuevos mensajes de voz indicaban que nadie los había escuchado, aunque podrían haberlo hecho. El buzón de voz visual no requiere la contraseña del titular del teléfono, sólo la del BlackBerry, que estaba desactivada.
Marino volvió a cambiarse los guantes y empezó a empolvar la segunda tarjeta del hotel, mientras Scarpetta consideraba si debía acceder a los nuevos mensajes de voz a distancia desde el teléfono de Marino. Le interesaban especialmente los que habría dejado la señora Darien, cuya angustia sería inimaginable después de oír la información del taxi y la falacia sobre el descubrimiento de cabello de Hannah Starr. La señora Darien bien podía creer, como muchas otras personas, que su hija había sido asesinada por un depredador que también había matado a Hannah y que, si la policía hubiera hecho pública la información, quizá su hija no habría subido a un taxi. «No cometas otra estupidez. No abras los archivos hasta que Lucy esté aquí», pensó Scarpetta. Desplazó el cursor por los mensajes instantáneos y los electrónicos. Nadie había leído ninguno de los nuevos.
Nada demostraba que alguien hubiera mirado lo que contenía su BlackBerry, pero no podía estar segura. No le era posible saber si alguien había mirado las presentaciones PowerPoint, las fotografías de escenas del crimen o cualquier archivo que ella hubiera abierto previamente. Pero no tenía razones para creer que Warner Agee hubiese consultado lo que había en el BlackBerry, lo que era desconcertante. Sin duda, Agee tendría que haber sentido curiosidad por los mensajes que le había dejado la madre de la corredora asesinada. Menuda información jugosa para el programa de Carley. ¿Por qué no lo había hecho? Si Carley llegó al hotel alrededor de las doce menos cuarto, Agee aún estaba vivo, suponiendo que fuera el hombre que se arrojó del puente de George Washington dos horas y media después. «Depresión y que nada le importaba; tal vez fue eso», pensó Scarpetta.
Marino había terminado con las tarjetas y Scarpetta le dio un par de guantes nuevos; los usados fueron a parar a un pulcro montón del suelo, como pétalos de magnolia. Scarpetta introdujo la tarjeta que había encontrado en el baño en la puerta de la habitación. Brilló una luz amarilla.
—No —dijo, y lo intentó con la otra tarjeta, la que habían encontrado en la mesilla junto a su BlackBerry; se encendió una luz verde y la puerta emitió un chasquido prometedor—. La nueva. Carley dejó mi BlackBerry y una nueva llave para él, quedándose otra para ella.
—Lo único que se me ocurre es que él no estuviera aquí —apuntó Marino, que usó un rotulador Sharpie para etiquetar una bolsa de pruebas que colocó junto a las otras en su maletín.
Scarpetta recordó los viejos tiempos, cuando Marino depositaba las pruebas (los efectos personales de la víctima, el material de la policía) en cualquier cosa que tuviese a mano. Casi siempre salía de las escenas del crimen con varias bolsas de papel marrón, las típicas de las tiendas de comestibles, o con cajas recicladas que metía en el triángulo de las Bermudas que era el maletero de su coche, donde también había aparejos de pesca, una bola para jugar a los bolos y una caja de cerveza. Siempre se las arreglaba para no contaminar ni perder nada importante y Scarpetta apenas recordaba unos pocos casos en que la falta de disciplina de Marino hubiese acarreado algún pequeño percance a la investigación. Por lo general, Marino había sido una amenaza sólo para él y para cualquiera que de él dependiera.
—Carley aparece y va a recepción porque no le queda más remedio. Debe asegurarse de que tiene una llave que funciona y quiere cambiar la fecha de la reserva; después sube, entra en la habitación y Agee no está. —Marino intentaba imaginar lo que Carley había hecho la noche anterior en el hotel—. A menos que decidiera usar el retrete, no tuvo por qué ver lo que había en el cuarto de baño, el cabello y los audífonos. ¿Mi opinión? No creo que viese nada de eso, ni tampoco a él. Creo que dejó tu teléfono y una nueva llave y se escabulló por la escalera para no llamar la atención, pues no tramaba nada bueno.
—Así que quizás Agee pasó un tiempo fuera, vagando sin rumbo, reflexionando. Reflexionando sobre lo que pensaba hacer. Suponiendo que hiciera algo trágico.
Marino cerraba el maletín cuando sonó el teléfono. Miró la pantalla y se lo dio a Scarpetta. Era de la oficina del forense.
—No hay nada en los bolsillos, que estaban vueltos del revés porque la policía los examinó en busca de algo que lo identificase: un arma, algo ilegal, lo que fuera —dijo Dennis—. Metieron algunas cosas en una bolsa; unas monedas y lo que parece un diminuto mando a distancia, quizá para un transistor o una radio.
—¿Aparece el nombre del fabricante?
—Siemens.
Dennis lo deletreó.
Alguien llamó a la puerta y Marino abrió mientras Scarpetta preguntaba a Dennis:
—¿Puedes decirme si el mando está encendido?
—Bueno, hay una ventanita, una pequeña pantalla.
Entró Lucy, entregó a Marino un sobre de papel manila y se quitó la cazadora de aviador de cuero negro. Iba vestida para pilotar, con camisa y pantalones militares y botas ligeras con suela de goma. Del hombro le colgaba una bolsa marrón oscuro que llevaba a todas partes y otra bolsa con numerosos bolsillos y compartimentos, en uno de los cuales posiblemente guardaba un arma. Lucy se quitó la bolsa del hombro, abrió la cremallera del compartimento principal y sacó un MacBook.
—Tiene que haber un botón de encendido —dijo Scarpetta a Dennis mientras veía a Lucy abrir el ordenador y Marino dirigía su atención al BlackBerry de Scarpetta, ambos hablando en voz baja—. Púlsalo, hasta que creas que has apagado el mando a distancia. ¿Has enviado la foto?
—Ya debería tenerla ahí. Creo que ahora he apagado esto.
—Así que estaría encendido, mientras lo llevaba en el bolsillo.
—Eso creo.
—En tal caso, la policía no vio nada en la pantalla que lo identificase. No se ven esos mensajes hasta que no enciendes de nuevo el aparato, que es lo que harás ahora. Pulsa de nuevo el botón y mira si aparece algún mensaje del sistema, como cuando enciendes el teléfono y tu número aparece en la pantalla. Creo que ese mando corresponde a un audífono. A dos, en realidad.
—No había audífonos en el cuerpo. Aunque, claro, deben de caerse cuando te tiras de un puente.
—¿Lucy? ¿Puedes conectarte al correo electrónico de mi oficina y abrir un archivo que acaban de enviarme? —preguntó Scarpetta—. Es una fotografía. Ya conoces mi contraseña, es la misma que activaste en mi BlackBerry.
Lucy colocó su ordenador en la consola que había debajo del televisor. Empezó a teclear. Apareció una imagen en la pantalla y Lucy buscó y extrajo de su bolsa un adaptador VGA y un cable para la pantalla. Enchufó el adaptador en uno de los puertos del ordenador.
—Aparece algo en la pantalla del mando. «En caso de pérdida, contacte con el doctor Warner Agee». —Dennis recitó un número de teléfono—. Vaya, eso es algo, ya me ha compensado la noche —dijo su voz animada al oído de Scarpetta—. ¿Dos— cero-dos? ¿No es el prefijo de Washington D.C.?
—Llama al número y a ver qué pasa.
Scarpetta imaginaba lo que iba a pasar.
Lucy enchufaba el cable al televisor que había en la pared cuando sonó el teléfono de la habitación del hotel. El tono tenía el volumen alto, la fuga de Bach en re menor. La imagen de un cadáver ensangrentado en una gaveta llenó la pantalla plana del televisor.
—Es el tipo del puente. Reconozco la ropa que llevaba —dijo Marino, acercándose a la pantalla.
La cremallera de la bolsa negra estaba bajada y dejaba al descubierto una cara con la barba y el cabello afeitados, cubierta de sangre negra y tan deformada que resultaba irreconocible. La parte superior de la cabeza estaba destrozada; sangre y cerebro sobresalían de entre los tejidos rasgados del lacerado cuero cabelludo. La mandíbula izquierda estaba fracturada en al menos un punto; la parte inferior colgaba, torcida, dejando al descubierto unos dientes ensangrentados, rotos y algunos perdidos. El ojo izquierdo había saltado casi por completo, el globo colgaba de la cuenca. La americana oscura que llevaba tenía rotas las costuras de los hombros y también la costura de la pernera izquierda. El extremo irregular del fémur sobresalía de la tela caqui como un palo partido. Tenía los tobillos doblados en un ángulo antinatural.
—Aterrizó de pie y luego se golpeó el lado izquierdo de la cabeza —explicó Scarpetta mientras el móvil dejaba de sonar y la fuga de Bach desaparecía—. Sospecho que se golpeó la cabeza con algún saliente del puente, mientras caía.
—Llevaba un reloj —dijo Dennis al teléfono—. Está en la bolsa, con los otros efectos personales. Aplastado. Un viejo Bulova de plata con correa elástica que se detuvo a las dos y dieciocho. Supongo que sabemos la hora de la muerte. ¿Quiere que transmita la información a la policía?
—Estoy con la policía. Gracias, Dennis. Ahora ya me encargo yo.
Scarpetta colgó y el BlackBerry de Marino empezó a sonar cuando se lo devolvía. Marino respondió, sin dejar de andar por la habitación.
—Bien, pero seguramente iré yo solo —advirtió, mirando a Scarpetta. Luego colgó y le dijo—: Era Lobo. Acaba de llegar a Rodman's Neck. Tengo que irme.
—Yo apenas he empezado aquí. La causa y la forma de la muerte no serán lo difícil de averiguar, sino todo lo demás.
La autopsia que debía realizar al doctor Warner Agee era psicológica y posiblemente su sobrina también necesitase otra. Scarpetta recuperó su equipo, que había dejado en la alfombra, junto a la pared, justo en la entrada de la habitación. Sacó una bolsa de pruebas de plástico transparente que contenía un sobre de FedEx y la felicitación musical de Dodie Hodge. Scarpetta no había mirado la felicitación navideña; no la había escuchado. Benton se la había entregado por la mañana, cuando se fue sin él.
Le dijo a Marino:
—Creo que deberías llevarte esto.
L
as luces de Manhattan proyectaban en el horizonte un resplandor turbio que se teñía de azul violáceo, como un cardenal, mientras Benton se dirigía al sur por la carretera del West Side, siguiendo el Hudson, rumbo al centro.
Entre almacenes y vallas atisbo el edificio Palmolive y el reloj Colgate le mostró que eran las siete menos veinte. La Estatua de la Libertad se recortaba en bajorrelieve contra el río y el cielo, su brazo en alto. El taxista atajó por Vestry St. y se internó en el distrito financiero, donde los síntomas de la lánguida economía eran palpables y deprimentes: ventanales de restaurantes tapados con papel marrón, avisos de embargo pegados a las puertas de los establecimientos, liquidaciones por cierre, tiendas y viviendas en alquiler.
A medida que la gente se iba, llegaban las pintadas; la pintura en aerosol manchaba los restaurantes y comercios abandonados, las persianas metálicas y las vallas publicitarias vacías. Garabatos burdos y crudos, en su mayor parte estrafalarios y sin sentido, y dibujos por todas partes, algunos asombrosos. El mercado de valores caía a lo grande, como Humpty Dumpty. Un barco llamado
Economía
se hundía como el
Titanic.
Un mural representaba a la corporación federal de préstamos hipotecarios, conocida como Freddie Mac, como el malvado Grinch en un trineo cargado de deudas, con sus ocho renos
subprime
cabalgando sobre los tejados de hogares con hipotecas ejecutadas. El tío Sam inclinado para que AIG, el coloso mundial de las finanzas, pueda darle por culo.
Warner Agee estaba muerto. Scarpetta no había informado a Benton; lo había hecho Marino. Había llamado unos minutos antes no porque supiera, o siquiera imaginase, el papel que Agee había desempeñado en la vida de Benton. Marino pensó, sencillamente, que Benton querría saber que el psiquiatra forense se había arrojado de un puente y que habían encontrado el BlackBerry de Scarpetta en la habitación del hotel donde Agee se alojaba desde mediados de octubre, lo que coincidía con la temporada de otoño de la CNN. Carley Crispin habría llegado a un acuerdo con Agee; o ella, u otra persona. Se lo había traído a Nueva York, lo había instalado y había cuidado de él a cambio de información y de que apareciera en su programa. Por algún motivo, Crispin lo consideraba valioso.
Benton se planteó cuán valioso lo creería Crispin; posiblemente a ella no le importaba la veracidad de las afirmaciones de Agee, siempre que éstas le dieran fama en un programa de máxima audiencia. ¿O estaba Agee involucrado en algo que Benton ni podía imaginar? No lo sabía, en realidad no sabía nada y se preguntó si lograría dejar atrás a Warner Agee y por qué no se sentía aliviado ni reivindicado, por qué no sentía nada, nada en absoluto. Insensible. Como se sintió cuando finalmente salió del incógnito, de estar supuestamente muerto.