—Espero que no haga ninguna tontería.
Marino no supo con certeza a quién se refería Scarpetta, si a Carley Crispin o a Lucy.
—Si no hay datos en tu teléfono... —empezó a reiterar Marino.
—Le dije que no lo cociera. Para usar sus términos.
—Entonces no lo hará. Lucy es una investigadora con experiencia, una experta en informática forense que antes era agente federal. Sabe cómo funciona el sistema y probablemente sabrá que no usabas la maldita contraseña, ya que instaló una red en un servidor, y no me hagas hablar en su jerga para explicarte lo que instaló para hacernos un favor, supuestamente. De todos modos, viene para acá con la orden de registro.
Scarpetta guardó silencio.
—Me refiero a que seguramente ella podía comprobar y estar al corriente de lo de tu contraseña —siguió Marino—. Podía saber que dejaste de usarla. Estoy convencido de que ella controla estas cosas, ¿no crees?
—No creo que sea a mí a quien ha estado controlando últimamente.
Marino empezaba a comprender el motivo de que Scarpetta actuara como si algo la reconcomiese, algo ajeno al teléfono robado o a una posible riña con Benton. No hizo comentario alguno y ambos permanecieron sentados en el destartalado coche del policía frente a uno de los hoteles más bonitos de Nueva York, con el portero mirándolos sin aventurarse a salir, dejándolos en paz. El personal de los hoteles reconoce un coche de la policía en cuanto lo ve.
—Pero sí creo que ha estado controlando a alguien —dijo entonces Scarpetta—. Empecé a planteármelo por el registro GPS del que te hablé. Lucy puede saber dónde estamos cualquiera de nosotros en cualquier momento, si quiere. Y no creo que haya estado siguiéndonos a ti o a mí. Ni a Benton. Tampoco es una coincidencia que decidiera, de pronto, que todos debíamos tener unos nuevos teléfonos inteligentes.
Marino apoyaba la mano en la manija de la puerta, sin saber con certeza qué decir. Lucy llevaba semanas como ausente, distinta, inquieta, malhumorada y un poco paranoica, y él tendría que haber prestado más atención. Tendría que haber hecho la misma conexión, que parecía más obvia cuanto más se asentaba en su vehículo oscuro y sucio. A Marino no se le había ocurrido que Lucy espiase a Berger. No se le había ocurrido porque no quería creerlo. No quería recordar lo que Lucy era capaz de hacer cuando se sentía acorralada o sencillamente justificada. No quería recordar lo que Lucy le había hecho a su hijo. Rocco nació malo, era un criminal curtido a quien nadie le importaba una mierda. Si Lucy no hubiese acabado con él, otro lo habría hecho, pero a Marino no le gustaba recordarlo. Apenas conseguía asimilarlo.
—Jaime no hace más que trabajar. No imagino por qué iba Lucy a estar paranoica, ni me imagino lo que pasaría si Berger se enterase... Bueno, si es verdad. Espero que no lo sea. Pero conozco a Lucy, sé que algo anda mal y que lleva cierto tiempo así. Y tú no sueltas prenda y seguramente éste no es el momento de discutirlo —reconoció Scarpetta—. Y bien, ¿cómo vamos a manejar a Carley?
—Cuando una persona trabaja constantemente, a veces la otra persona puede sentirse mal. Ya sabes, actuar de un modo extraño —dijo Marino—. Ahora tengo el mismo problema con Bacardi.
—¿La controlas con un receptor GPS WAAS instalado en un teléfono inteligente que le has regalado? —preguntó Scarpetta con amargura.
—Yo soy como tú, doctora. Más de una vez he estado a punto de arrojar este teléfono al puto lago —dijo Marino muy serio, sintiéndose mal por ella—. Ya sabes lo mal que tecleo, hasta en un teclado normal, y el otro día creía que le daba al volumen, cuando en realidad me hacía una fotografía del pie.
—No controlarías a Bacardi con un GPS aunque creyeses que tenía una aventura. Nosotros no hacemos cosas así, Marino.
—Ya, bueno, Lucy no es nosotros, y yo no digo que lo esté haciendo.
Marino no lo sabía con seguridad, aunque era muy posible que Lucy lo hiciera.
—Tú trabajas para Jaime. No quiero preguntar si hay algún fundamento... —Scarpetta no acabó la frase.
—No lo hay. Berger no hace nada, te lo juro. Si estuviera follando por ahí, si escondiera algo, yo lo sabría, créeme. Y no es que no tenga opciones. Créeme, eso también lo sé. Espero que Lucy no esté haciendo lo que dices. Espiar. Si Jaime descubre algo así, no lo perdonará.
—¿Tú lo perdonarías?
—No, joder. Si tienes un problema conmigo, dímelo. Si crees que hago algo, dímelo. Pero no me regales un teléfono a tope para espiarme. Eso acaba con cualquier relación, si supuestamente confías en alguien.
—Espero que no sea así —replicó Scarpetta—. ¿Qué hacemos ahora?
Se refería a Carley Crispin.
Salieron del coche.
—Voy a enseñar la placa en recepción y pediré su número de habitación. Luego le haremos una visita. Pero no la noquees, no quiero detenerte por agresión.
—Ojalá pudiera —dijo Scarpetta—. Ni te lo imaginas.
N
adie respondió en la habitación 412. Marino aporreó la puerta con su pedazo de puño y empezó a gritar el nombre de Carley Crispin.
—Policía de Nueva York. ¡Abra!
Marino y Scarpetta esperaron y escucharon en un pasillo largo y elegante, con candelabros de cristal y alfombras en tonos amarillos y marrones que parecían de Bijar.
—Oigo el televisor —dijo Marino, golpeando la puerta con una mano y con su caja de aparejos en la otra—. ¿No es un poco raro que esté mirando la tele a las cinco de la mañana? ¿Carley? —gritó—. Policía de Nueva York. ¡Abre!
Con un gesto, indicó a Scarpetta que se apartase de la puerta.
—Olvídalo, no va a responder —añadió Marino—. Así que iremos de duros.
Sacó el BlackBerry de la funda y tuvo que teclear la contraseña, lo que le recordó a Scarpetta el problema que había causado y la triste realidad de que ella no estaría allí si su sobrina no hubiese hecho algo terrible. Lucy había instalado un servidor y les había comprado teléfonos inteligentes de última generación como estratagema. Los había utilizado y engañado a todos. Scarpetta se sentía fatal por Berger. Se sentía mal por ella, por todos. Marino llamó al teléfono de la tarjeta que el encargado nocturno le había facilitado hacía un momento, mientras se dirigían al ascensor. Suponían que Carley estaba despierta y en su habitación, y no querían que oyese lo que decían.
—Sí, tendrá que subir aquí —dijo Marino al teléfono—. No. Y he llamado lo bastante fuerte para despertar a un muerto. —Una pausa, y después—: Puede, pero el televisor está encendido. ¿De veras? Bueno es saberlo. —Colgó y dijo a Scarpetta—: Parece que han tenido problemas por el volumen excesivo del televisor, otros huéspedes se han quejado.
—Eso parece un poco raro.
—¿Es Carley dura de oído, o algo así?
—No, que yo sepa. No lo creo.
Llegaron al otro extremo del pasillo, cerca del ascensor, donde Marino abrió una puerta señalada con un cartel luminoso de salida.
—Si quisieras salir del hotel sin pasar por el vestíbulo, podrías bajar por la escalera. Pero si quisieras volver, tendrías que subir en ascensor —dijo Marino, sosteniendo la puerta y mirando la larga escalera de cemento—. Es imposible acceder a la escalera desde la calle, por evidentes razones de seguridad.
—¿Crees que Carley llegó tarde anoche y se ha ido por la escalera porque no quería que nadie la viese? —Scarpetta quería saber la razón.
Carley, con sus tacones de aguja y faldas ceñidas, no parecía del tipo que bajase escaleras o hiciera grandes esfuerzos, de poder evitarlo.
—No es que mantuviera en secreto que se alojaba aquí —indicó Scarpetta—, lo que también resulta curioso. Si supieras que se alojaba aquí o simplemente te lo planteases, bastaba con llamar y pedir que te pusieran con su habitación. Los famosos no suelen registrarse para evitar que invadan su intimidad. Este hotel en concreto está muy acostumbrado a tener clientes célebres. Es, desde la década de los veinte, un lugar de referencia para los ricos y famosos.
Marino dejó la caja de aparejos en el suelo.
—¿Y quiénes lo han hecho famoso?
Scarpetta no lo sabía con certeza, pero Tennessee Williams había muerto en el hotel Elysée en 1983; se había ahogado con el tapón de una botella.
—Personajes que se sabe que murieron aquí —dijo Marino—. Pero Carley no es tan famosa, así que no la añadiría a la lista de Adivina Quién Durmió Aquí. No es exactamente Diane Sawyer o Anna Nicole Smith, y dudo que la gente la reconozca cuando anda por la calle. Tengo que decidir cuál es la mejor forma de hacer esto.
Marino reflexionaba, apoyado en la pared, todavía vestido con la misma ropa con la que Scarpetta lo había visto la última vez, unas seis horas antes. Una barba de tres días le ensombrecía el rostro.
—Berger ha dicho que tendrá la orden de registro en menos de dos horas. —Marino consultó su reloj—. Hace casi una hora que hablamos, así que faltará otra para que Lucy se presente con la orden en la mano. Pero no voy a esperar tanto tiempo. Vamos a entrar. Encontraremos tu BlackBerry, y quién sabe qué más descubriremos ahí dentro. —Miró toda la extensión del largo pasillo—. He anotado todo lo necesario en el affidávit, todo lo posible y más. Almacenamiento de datos digitales, medios digitales, cualquier disco duro, discos extraíbles, documentos, correos electrónicos, números de teléfono, contando con la posibilidad de que Carley haya descargado todo lo que contiene tu BlackBerry y lo haya impreso o copiado en un ordenador. Nada me gusta más que fisgonear a un fisgón. Y me alegra que Berger haya pensado en Lucy. Si yo no encuentro nada, seguro que ella lo hará.
No era Berger quien había pensado en Lucy, sino Scarpetta, aunque estaba menos interesada en la ayuda de su sobrina que en verla. Tenían que hablar. Aquello ya no podía esperar. Después de enviar a Berger el correo donde sugería añadir al apéndice un párrafo que legalizase la presencia de un civil en el registro de la habitación, había hablado con Benton. Se había sentado a su lado y le había tocado el brazo para despertarlo. Ella iba a la escena de un crimen con Marino, seguramente pasaría con él gran parte de la mañana y tenía un grave asunto personal que tratar. Prefería que Benton no los acompañase, le había dicho antes de que él lo sugiriese, y después había sonado el teléfono. El FBI llamaba a Benton.
La puerta del ascensor se abrió y Curtis, el encargado del turno de noche, un hombre maduro con bigote, apareció muy pulcro, con un traje de tweed oscuro. Les acompañó por el pasillo y llamó a la puerta y al timbre de la habitación 412. Advirtió que la luz de «No molestar» estaba encendida y comentó que casi siempre estaba así; abrió la puerta y asomó la cabeza, gritando para hacen notar su presencia antes de retroceder de nuevo al pasillo, donde Marino le dijo que esperase. Marino y Scarpetta entraron en la habitación y cerraron la puerta; ningún indicio de que hubiese alguien allí. En la pared había un televisor encendido en un canal de la CNN, con el volumen bajo.
—No deberías estar aquí, pero hay tantos teléfonos como el tuyo que necesito que lo identifiques —dijo Marino a Scarpetta—. Esta es mi versión y a ella me ciño.
Permanecieron de pie, al otro lado de la puerta, mirando la suite de lujo que habitaba alguien descuidado y posiblemente antisocial y deprimido que se había alojado solo, dedujo Scarpetta. La cama grande estaba deshecha, cubierta de periódicos y ropa de hombre, y en la mesilla de noche había un amasijo de botellines de agua y tazas de café. A la izquierda de la cama vio una cómoda y un ventanal con las cortinas echadas. A la derecha, la zona de estar: dos butacas con montones de libros y papeles, una mesita de centro de pluma de caoba con un portátil y una pequeña impresora, y encima de un montón de papeles, totalmente a la vista, un aparato de pantalla táctil, un BlackBerry dentro de una funda de plástico color gris humo. Al lado había la tarjeta-llave de la habitación.
—¿Es éste? —preguntó Marino.
—Eso parece; el mío tiene una funda gris.
Marino abrió su maletín, extrajo unos guantes quirúrgicos y le tendió un par a Scarpetta.
—No es que vayamos a hacer nada indebido, pero esto es lo que yo llamo circunstancias que exigen una acción inmediata.
Probablemente no era así. Scarpetta no vio nada indicativo de que alguien intentase escapar o deshacerse de pruebas. La prueba la tenían bien delante, y allí no había nadie, salvo ellos dos.
—Supongo que no tengo que recordarte la metáfora del fruto del árbol envenenado.
Scarpetta se refería a la doctrina legal que hacía inadmisibles las pruebas obtenidas ilegalmente. No se puso los guantes.
—No hace falta, ya tengo a Berger para eso. Por suerte ha sacado de la cama a su magistrado preferido, el juez Fable, «fábula», vaya nombre. Toda una leyenda. He repasado toda la parte de los hechos por teléfono, con Berger y un segundo detective que ha traído como testigo y que jurará la orden de registro con ella, en presencia del juez. Lo que se conoce como prueba de referencia doble. Algo complicado, pero esperemos que no suponga ningún problema. La cuestión es que Berger no corre riesgos con los affidávits y evita como si fuera la peste ser ella la declarante. A mí me da igual de quién es la orden, o para qué. Sólo espero que Lucy aparezca pronto.
Marino se acercó al BlackBerry y lo cogió por un extremo.
—La única buena superficie para huellas será la pantalla, que no quiero tocar sin haberla empolvado antes —decidió—. Luego buscaré rastros de ADN.
Rebuscó en el maletín y sacó polvo negro y un cepillo de fibra de carbono, mientras Scarpetta dirigía su atención a la ropa de hombre que había sobre la cama; se acercó lo suficiente para captar un olor a rancio, a piel sucia. Reparó en que los periódicos —
The New York Times, The Wall Street Journal
— tenían varios días de antigüedad y la dejó perpleja un móvil con tapa Motorola de color negro que vio encima de la almohada. Entre las sábanas arrugadas había unos pantalones sucios color caqui, una camisa Oxford azul y blanca, varios pares de calcetines, un pijama azul claro y ropa interior de hombre con manchas amarillas en la entrepierna. Parecía que la ropa llevaba tiempo sin lavarse; que alguien se la había puesto un día tras otro sin mandarla a la lavandería. Ese alguien no era Carley Crispin. No era su ropa y Scarpetta no vio nada que perteneciera a Carley en esa habitación. De no ser por el BlackBerry, ni se le hubiera ocurrido pensar en ella.