—Y bien, ¿cuál es tu situación en el FBI? —Marino creyó que debía preguntar, ya que ella le vacilaba y le decía lo que tenía que hacer.
—De momento estoy en el grupo de trabajo conjunto de atracos a bancos. Y soy la principal coordinadora del Centro Nacional para el Análisis de Delitos Violentos.
La división de atracos bancarios era un cajón de sastre, el grupo de trabajo más antiguo de Estados Unidos, que comprendía a investigadores del Departamento de Policía de Nueva York y agentes del FBI que manejaban de todo, desde atracos a bancos, secuestros y acosos hasta crímenes en alta mar, como agresiones sexuales en cruceros y piratería. A Marino no tenía que sorprenderle que esta división estuviese involucrada en un caso en que los federales estaban interesados, pero ¿el Centro Nacional para el Análisis de Delitos Violentos? En otras palabras: una coordinadora de la Unidad de Análisis de la Conducta. En otras palabras: Quantico. Marino no se esperaba eso, hostia. La agente especial Marty Lanier era lo que Marino seguía considerando una elaboradora de perfiles, lo que había sido Benton. Comprendió un poco mejor la reticencia de la agente a hablar por teléfono. El FBI andaba tras algo serio.
—¿Sugieres que Quantico está relacionado con lo sucedido en Central Park West?
—Te veré hoy, más tarde —fue su respuesta y cómo terminó la conversación.
Sólo unos minutos lo separaban del edificio de Scarpetta, en el cuarenta y poco de la Octava Avenida, en el corazón de Times Square. Las vallas publicitarias iluminadas, los carteles de vinilo, los logotipos y las brillantes pantallas multicolor le recordaron al RTCC; había taxis pero no demasiada gente en la calle, y Marino se preguntó qué traería el día. ¿El público se asustaría y no utilizaría taxis por Carley Crispin y lo que había filtrado? Lo dudaba. Esto era Nueva York. El peor momento de pánico que había presenciado ni siquiera era el 11 de septiembre, sino la economía. Era lo que llevaba meses viendo, el terrorismo de Wall Street, las desastrosas pérdidas financieras y el miedo crónico a que todo sólo iba a empeorar. Era mucho más probable que te destrozara el quedarte sin blanca que el supuesto asesino en serie de un taxi amarillo. Si no tenías un puto centavo, no podías permitirte un puto taxi y era mucho más preocupante acabar en la puta calle que morir de un porrazo mientras hacías
jogging.
En Columbus Circle, la pantalla de la CNN mostraba otras noticias que no guardaban relación con Scarpetta ni
El informe Crispin
, algo acerca de Pete Townshend y The Who en el teletipo, rojo brillante contra la noche. Tal vez el FBI convocaba una reunión de urgencia porque Scarpetta había despotricado contra ellos en público, había dicho que los perfiles estaban anticuados. Cuando alguien de su nivel hacía una afirmación así, se tomaba muy en serio y no se olvidaba fácilmente. Aunque no lo hubiese dicho, o lo hubiese dicho en privado; estaba fuera de contexto y se había malinterpretado.
Marino se preguntó qué habría dicho Scarpetta en realidad, a qué se refería; luego decidió que, quisiera lo que quisiera el FBI, seguramente no guardaba ninguna relación con las críticas a la agencia, que además no era nada nuevo ni fuera de lo común. Los polis, en particular, despotricaban del FBI continuamente. Sobre todo por celos. Si los polis creyeran de verdad las críticas, no harían todo lo posible por entrar en los equipos del FBI ni asistirían a cursos especiales de formación en Quantico. Había sucedido algo más, ajeno a la mala publicidad. Y Marino siempre volvía al mismo punto: estaba relacionado con el tatuaje, con el hombre de la gorra FedEx. Le volvía loco tener que esperar para conocer los detalles.
Aparcó detrás de un taxi amarillo, un todoterreno híbrido, lo más nuevo. Nueva York se volvía verde. Salió de su sucio Crown Vic que consumía como una esponja y entró en el vestíbulo, donde Scarpetta esperaba sentada en un sofá, vestida con un pesado abrigo de borrego y botas, preparada para una mañana que iba a incluir el recinto de Rodman's Neck, ubicado junto al agua y donde siempre hacía frío y mucho viento. Llevaba al hombro la bolsa de nailon negro que solía acompañarla cuando trabajaba, con todo lo imprescindible bien organizado en su interior. Guantes, fundas para los zapatos, mono de trabajo, una cámara digital, material médico básico. Sus vidas eran así, nunca sabían dónde acabarían o qué iban a encontrar, siempre con la sensación de que tenían que estar preparados. Scarpetta parecía trastornada y cansada, pero le sonrió como siempre hacía cuando se sentía agradecida. Le agradecía que hubiera venido a ayudarla y eso hizo que Marino se sintiera bien. Scarpetta se puso en pie, se encontraron en la puerta y bajaron juntos los escalones que llevaban a la calle.
—¿Dónde está Benton? —preguntó Marino mientras abría la puerta del copiloto—. Cuidado con el abrigo, el coche está hecho un asco. Por toda la sal y la mierda de la nieve, no hay forma de quitársela de encima. No es como Florida, el sur de California o Virginia. Intenta encontrar un tren de lavado y ¿de qué sirve? Después de una manzana, vuelve a parecer que he conducido por una cantera de tiza.
Volvía a sentirse cohibido.
—Le he dicho que no viniese. No puede ayudarnos con lo de mi BlackBerry ni tampoco en Rodman's Neck. Hay mucho en marcha, él tiene cosas que hacer.
Marino no le preguntó nada más. No dejó entrever lo contento que estaba de no tener a Benton cerca, de no verse sometido a él ni a su hostilidad. Benton nunca había sido amigable con Marino, nunca, en los veinte años que se conocían. Nunca habían sido amigos, nunca habían salido juntos, nunca habían hecho nada juntos. No era como conocer a otro policía, nunca lo había sido. Benton no pescaba ni iba a la bolera y le importaban un huevo las motos o los coches; nunca habían tomado una copa en un bar e intercambiado historias de casos o de mujeres, del modo en que charlan los tíos. La verdad era que lo único que Benton y Marino tenían en común era a la doctora, y Marino intentó recordar la última vez que había estado a solas con ella. Le encantaba tenerla para él solo. El iba a encargarse del problema. Carley Crispin estaba acabada.
Scarpetta dijo lo que siempre decía:
—Abróchate el cinturón.
Marino encendió el motor y tiró del cinturón, por mucho que odiase ponérselo. Una de esas viejas costumbres, como fumar y beber, que podía abandonar, pero que nunca olvidaba ni hacía que se sintiera especialmente bien. Y qué, si eso le convenía. No soportaba llevar puesto el cinturón; eso no iba a cambiar y simplemente esperaba no encontrarse nunca en una situación en que tuviera que salir disparado del coche y ups, oh, mierda, llevara el cinturón de seguridad abrochado y acabase muerto. Se preguntó si la misma unidad especial seguiría patrullando y haciendo registros aleatorios a los polis para crucificar a cualquiera que no llevase el cinturón y dejarlo en dique seco durante seis meses.
—Vamos. Sabrás que hay situaciones en que esas malditas cosas acaban por matar a alguien —dijo a Scarpetta; si había alguien capaz de responder con sinceridad, ésa era ella.
—¿Qué cosas?
—Los cinturones de seguridad; ya sabes, esas camisas de fuerza para coches de las que siempre hablas, doña pesimista. En todos los años en Richmond, jamás vi lo que hay aquí, polis convertidos en soplones que patrullan para buscarnos problemas al resto, a los que no llevan abrochado el cinturón de seguridad. Allí a nadie le importaba y nunca me lo puse. Ni una sola vez. Ni siquiera cuando te subías a mi coche y empezabas a sermonearme con todas las maneras en que podía morir o acabar herido si no lo llevaba. —Le puso de buen humor recordar esos tiempos, en que iban juntos en coche, sin Benton—. ¿Recuerdas esa vez del tiroteo en Gilpin Court? ¿Qué habría pasado, si no hubiera podido salir disparado del coche?
—No tenías el reflejo de desabrocharte el cinturón, debido a tu terrible costumbre. Y, que yo recuerde, eras tú el que perseguías a ese traficante, y no al revés. No creo que el cinturón de seguridad fuese un factor a considerar, estuviera o no abrochado.
—Históricamente, los polis no llevan el cinturón abrochado por una razón. Si nos remontamos al inicio de los tiempos, los polis no los llevaban. ¿Por qué? Porque sólo hay algo peor que ver cómo un capullo te dispara mientras estás en el coche con el cinturón abrochado: que además tengas la luz interior encendida, para que el cabrón pueda verte mejor.
—Puedo darte estadísticas de todos los muertos que estarían vivos si hubiesen llevado el cinturón —dijo Scarpetta, mirando por la ventana con tranquilidad—. No estoy segura de poder darte un solo ejemplo de alguien que haya muerto por llevar el cinturón abrochado.
—¿Y si te caes de un espigón al río?
—Si no llevas el cinturón, puedes darte de cabeza contra el parabrisas. Perder el sentido no es muy útil si estás bajo el agua.
El FBI acaba de llamar a Benton. Supongo que nadie va a contarme qué pasa.
—Quizás él lo sepa, porque te aseguro que yo, no.
—¿También han hablado contigo? —preguntó Scarpetta, y Marino intuyó que estaba triste.
—Ni hace un cuarto de hora, mientras iba a recogerte. ¿Benton te ha dicho algo? ¿Era una elaboradora de perfiles, Lanier?
Marino dobló por Park Avenue y se acordó de Hannah Starr. La mansión de los Starr no estaba lejos de donde iban él y Scarpetta.
—Benton seguía al teléfono cuando me he ido. Todo lo que sé es que hablaba con el FBI.
—Así que no te ha dicho nada de lo que ella quería.
Marino daba por supuesto que se trataba de Lanier, que había llamado a Benton después de hablar con Marino.
—No lo sé. Benton hablaba por teléfono cuando me he ido —repitió Scarpetta.
Había algo de lo que Scarpetta no quería hablar. Quizás había discutido con Benton, o puede que estuviera nerviosa o hecha polvo por el BlackBerry robado.
—No consigo unir la línea de puntos —insistió Marino, sin poder remediarlo—. ¿Por qué iban a llamar a Benton? Marty Lanier hace perfiles para el FBI. ¿Por qué iba a llamar a un antiguo elaborador de perfiles?
Era un placer secreto decirlo en voz alta, una mella en la brillante armadura de Benton. Ya no formaba parte del FBI. Ni siquiera era poli.
—Benton ha estado involucrado en varios casos relacionados con el FBI. —Scarpetta no estaba a la defensiva; hablaba con calma y gravedad—. Pero no lo sé.
—¿Me estás diciendo que el FBI le pide consejo?
—A veces.
A Marino le decepcionó oírlo.
—Vaya sorpresa. Creía que él y la agencia se odiaban.
Como si la agencia fuera una persona.
—No le consultan por haber formado parte del FBI. Le consultan porque es un respetado psicólogo forense y ha participado activamente, con sus evaluaciones y opiniones, en varios casos criminales de Nueva York y otros sitios.
Scarpetta miraba a Marino desde la oscuridad del asiento del copiloto; el tapizado roto colgaba a unos centímetros de su cabello. Marino pensó que debía comprar tela forrada de espuma y cola de alta temperatura, y arreglarlo de una maldita vez.
—Todo lo que sé con seguridad es que está relacionado con el tatuaje. —Se retiró del tema de Benton—. Cuando estaba en el RTCC, sugerí que echáramos una red más amplia y no buscáramos sólo en la base de datos de la policía de Nueva York, porque no conseguimos nada del tatuaje, las calaveras ni el ataúd del cuello de ese tío. Sí encontramos algo de Dodie Hodge. Además del arresto del mes pasado en Detroit, causó problemas en un autobús urbano aquí, en Nueva York; mandó a alguien a la mierda por FedEx. Bueno, es interesante, ya que la felicitación que le envió a Benton estaba metida en un sobre de FedEx y el tío del tatuaje que dejó tu paquete de FedEx llevaba también una gorra de FedEx.
—¿Eso no es un poco como relacionar diferentes cartas porque todas llevan sellos?
—Lo sé. Seguramente es ir demasiado lejos. Pero no dejo de preguntarme si habrá cierta relación entre ese tipo y la paciente psiquiátrica que te envió una tarjeta musical y luego te llamó en directo a la televisión. Y, en tal caso, sí que voy a preocuparme, ¿sabes por qué? El tipo del cuello tatuado no es candidato a recibir un premio de la ciudadanía si está en la base de datos del FBI, ¿verdad? Si está ahí es porque lo han arrestado por algo, posiblemente por un delito federal.
Aminoró la marcha, pues tenían a la derecha el toldo rojo del hotel Elysée.
Scarpetta dijo:
—Desactivé la contraseña del BlackBerry.
No sonó como algo que hubiese hecho. Al principio, Marino no supo qué responder; notó que ella estaba avergonzada. Scarpetta casi nunca lo estaba.
—A mí también me harta y cansa desbloquearlo continuamente, pero nunca quitaría la contraseña.
No quería sonar crítico, pero lo que la doctora había hecho no era nada inteligente. Le costaba imaginar que Scarpetta hubiese sido tan descuidada.
Empezó a ponerse nervioso al recordar sus comunicaciones con ella. Correos electrónicos, mensajes de voz, mensajes de texto, copias de informes, fotografías del caso Toni Darien, incluidas las que él había tomado en el interior del apartamento, y sus comentarios.
—¿Estás diciendo que Carley puede haber examinado todo tu puto BlackBerry? Mierda —añadió Marino.
—Tú llevas gafas, y siempre las llevas puestas. Yo me las pongo para leer y no siempre las llevo encima. Así que imagínate cuando estoy andando por el edificio o salgo a comprarme un bocadillo, y tengo que hacer una llamada y no puedo teclear la maldita contraseña porque no veo bien.
—Puedes poner un mayor tamaño de fuente.
—Este maldito regalo de Lucy hacía que me sintiese como si tuviera noventa años. Así que desactivé la contraseña. ¿Fue una buena idea? No. Pero lo hice.
—¿Se lo has dicho a Lucy?
—Yo iba a hacer algo al respecto. No sé exactamente qué. Intentaría adaptarme, activar de nuevo la contraseña y finalmente no me dio tiempo. No se lo he dicho. Lucy puede borrarlo todo a distancia y de momento no quiero que lo haga.
—No, claro. ¿Lo recuperas y nada te vincula al BlackBerry, salvo el número de serie? Podría acusar a Carley de delito grave, ya que el precio supera los 250 dólares. Pero preferiría acusarla de algo más gordo. —Marino reflexionó antes de proseguir—: Si ha robado datos, tengo más con que trabajar. ¿Con toda la mierda que tienes en el BlackBerry? Quizá podríamos montar un caso de robo de identidad, un delito clase C, sería posible demostrar premeditación, que ella intentaba vender información de la oficina del forense, aprovecharse de eso para darse publicidad. Igual le causamos una crisis nerviosa.