Seleccionó unos cuantos de la cesta que había en la mesa de la cocina y los cortó a dados en una tabla. Calentó mozzarella fresca de búfala a temperatura ambiente metiéndola en una bolsa hermética y sumergiéndola unos segundos en agua caliente. Dispuso el tomate y el queso en círculo en el plato, añadió albahaca fresca y un generoso chorro de aceite virgen de primera presión en frío, terminando con una pizca de sal marina gruesa. Se llevó el tentempié al comedor contiguo con vistas al oeste, a los edificios iluminados, al Hudson y al tráfico distante de Nueva Jersey.
Tomó un bocado de ensalada mientras abría el navegador de su MacBook. Había llegado la hora de tratar con Lucy. Probablemente ya le habría respondido. También tenía que enfrentarse a las consecuencias de la pérdida del BlackBerry. No era algo trivial, no era una nimiedad; Scarpetta no se lo había sacado de la cabeza desde que descubrió la desaparición, y ahora ya se había convertido en una obsesión. Llevaba horas intentando recordar qué había en el teléfono, imaginar a qué podría acceder quienquiera que lo tuviese, mientras una parte de ella deseaba volver a un pasado en que su mayor preocupación era que alguien curioseara en su Rolodex o sus planillas, en los protocolos de autopsias y las fotografías que solía tener en la mesa. En los viejos tiempos, su respuesta a las potenciales indiscreciones y filtraciones eran las cerraduras. Los informes confidenciales se guardaban bajo llave y, si había algo en su mesa que no quería que viesen otros, cerraba con llave la puerta del despacho cuando salía de allí. Claro y simple. De sentido común. Manejable. Bastaba con esconder la llave.
Cuando era jefa forense de Virginia y el primer ordenador entró en su despacho, también fue algo manejable y no sintió un gran temor ante lo desconocido; tuvo la impresión de que podía controlar lo malo y lo bueno. Claro que había problemas técnicos de seguridad, pero todo era solucionable y prevenible. Tampoco los teléfonos móviles habían sido un problema entonces, no al principio, cuando la desconfianza que sentía hacia ellos tenía más que ver con el posible uso de escáneres para escuchar conversaciones privadas y con las personas que desarrollaron la incivilizada y temeraria costumbre de mantener conversaciones al alcance de cualquiera. Esos peligros no eran comparables con los que existían en la actualidad. No había una descripción adecuada para aquello que la intranquilizaba. La tecnología moderna ya no le parecía su mejor amiga. La mordía con frecuencia. Esta vez le había dado una buena dentellada.
El BlackBerry de Scarpetta era un microcosmos de su vida personal y profesional, contenía teléfonos y direcciones electrónicas de contactos que se indignarían o se verían comprometidos si alguien con malas intenciones accedía a esa información personal. Más aún, se sentía con el deber de proteger a las familias, a aquellos que acababan de sufrir una muerte trágica. En cierto modo, esos supervivientes se convertían en sus pacientes; dependían de ella para cuestiones de información, la llamaban para comunicarle un detalle súbitamente recordado, para plantearle preguntas, teorías, simplemente porque necesitaban hablar, con frecuencia en los aniversarios o en esta época del año, en Navidad. Las confidencias que Scarpetta compartía con las familias y los seres queridos de los difuntos eran sagradas; el aspecto más sagrado de su trabajo.
Qué atroz, qué horrible sería si la persona equivocada, una persona que trabajaba para una cadena de noticias, por ejemplo, se topara con uno de estos nombres, muchos de ellos asociados con casos muy célebres, un nombre como el de Grace Darien. Era la última persona con quien Scarpetta había hablado a las siete y cuarto de la tarde, después de la teleconferencia con Berger y antes de prepararse a toda prisa para la CNN. La señora Darien había llamado al BlackBerry de Scarpetta al borde de la histeria porque en el comunicado de prensa que identificaba a Toni Darien por su nombre se afirmaba también que había sido agredida sexualmente y muerta a golpes. La señora Darien estaba confusa y aterrada, para ella un golpe en la cabeza era diferente a que te maten a golpes, y nada de lo que le había dicho Scarpetta la había tranquilizado. Scarpetta no había mentido. No la había engañado. El comunicado de prensa no era suyo, ella no lo había redactado y, por muy difícil que fuera, la señora Darien debía comprender por qué no podía ofrecerle más detalles. Lo sentía mucho, pero simplemente le era imposible darle más información del caso.
—¿Recuerda lo que le he dicho? —Scarpetta había hablado con ella mientras se cambiaba de ropa—. La confidencialidad es esencial, porque algunos detalles sólo los conocen el asesino, el forense y la policía. Es por eso que, por ahora, no puedo decirle más.
Aquí estaba ella, la abanderada de la discreción y la conducta ética cuando, por lo que sabía, cualquiera podría haber encontrado información de Grace Darien en un BlackBerry no protegido por contraseña alguna y haber contactado con la angustiada mujer. Scarpetta no dejaba de pensar en lo que Carley había proclamado en televisión, el detalle del taxi amarillo y la consiguiente conexión de Hannah Starr y Toni Darien, así como la falsa información del hallazgo de un cabello en descomposición de Hannah Starr. Claro que un periodista, sobre todo si era de los desalmados, de los desesperados, querría hablar con las Grace Darien del mundo. La lista de posibles profanaciones mayúsculas causadas por el teléfono perdido de Scarpetta se alargaba a medida que iba recordando. Continuó evocando nombres de los contactos que había guardado desde los inicios de su carrera, primero en papel, finalmente en formato electrónico, exportados de móvil a móvil a medida que los cambiaba, hasta acabar finalmente en el aparato que Lucy había comprado.
Había cientos de nombres en la subcarpeta de contactos de Scarpetta, muchos de ellos personas que nunca volverían a confiar en ella si alguien como Carley Crispin las llamaba a sus móviles, a sus líneas directas o a casa. El alcalde Bloomberg, el inspector Kelly, el doctor Edison, importantes funcionarios nacionales y extranjeros, por no hablar de la extensa red de colegas forenses y médicos y fiscales y abogados, y su familia, amigos, facultativos, el dentista, el peluquero, el entrenador personal, la asistenta. Los comercios donde hacía las compras. Lo que adquiría en Amazon, como los libros que leía. Restaurantes. Su contable. Su empleado del banco. La lista se alargaba cuanto más pensaba en ella; se hacía más larga y más preocupante. Mensajes de voz guardados, visibles en la pantalla y que podían reproducirse sin necesidad de contraseña alguna. Documentos y presentaciones PowerPoint que incluían imágenes gráficas descargadas de correos electrónicos, entre ellas fotografías de la escena de Toni Darien. La que Carley mostró en directo quizás había salido del teléfono de Scarpetta, y entonces su ansiedad se centró en los mensajes instantáneos, todas esas aplicaciones que permitían y fomentaban el contacto constante.
Scarpetta no creía en la mensajería instantánea, consideraba tales tecnologías una compulsión, no una mejora, posiblemente una de las más desafortunadas e insensatas innovaciones de la historia, la gente tecleando en diminutas pantallas táctiles y teclados numéricos cuando deberían prestar atención a otras actividades importantes como conducir, cruzar una calle concurrida, manejar maquinaria peligrosa como aviones o trenes o prestar atención en un aula o una sala de conferencias, asistir a un congreso médico, al teatro o a un concierto, o escuchar a quienquiera que estuviese frente a ellos en un restaurante o a su lado, en la cama. Recientemente había sorprendido a un estudiante de medicina chateando en plena autopsia, pulsando las diminutas teclas con los pulgares enfundados en látex. Lo había sacado a patadas del depósito de cadáveres, lo había expulsado de su clase y había animado al doctor Edison a prohibir los dispositivos electrónicos en cualquier zona más allá de la antesala, pero eso nunca iba a suceder. Ya era demasiado tarde, sería como dar marcha atrás y nadie acataría las normas.
La policía, los investigadores médico-legales, los científicos, los patólogos, los antropólogos, los odontólogos, los arqueólogos forenses, los del depósito de cadáveres, los técnicos de identificación y los guardias de seguridad no iban a abandonar sus PDA, iPhones, BlackBerrys, teléfonos móviles y localizadores, pese a las continuas advertencias sobre la diseminación de información confidencial a través de la mensajería instantánea y los correos electrónicos o, Dios no lo quisiera, las fotografías o vídeos tomados con esos dispositivos, lo que sucedía de todos modos. Hasta ella había sucumbido, había enviado mensajes cié texto y descargado imágenes e información más allá de lo aconsejable, se había relajado al respecto. Últimamente pasaba tanto tiempo en taxis y aeropuertos... El flujo de información nunca se detenía, nunca descansaba. Y casi nada de todo aquello estaba protegido por una contraseña porque se había sentido frustrada o porque no le gustaba sentirse controlada por su sobrina.
Scarpetta seleccionó la bandeja de entrada. El correo más reciente, enviado tan sólo unos minutos antes, era de Lucy, con la siguiente provocación como asunto:
SIGUE LAS MIGAS DE PAN
Scarpetta lo abrió.
Tía Kay: Adjunto un registro de datos del rastreador GPS actualizado cada 15 segundos. He incluido sólo horarios y localizaciones clave, empezando aprox. a las 19.35 cuando colgaste el abrigo en el armario de la sala de maquillaje, supuestamente con el BlackBerry en un bolsillo. Una foto vale más que mil palabras. Mira las diapos y saca tus propias conclusiones. Sé cuáles son las mías. Ni que decir tiene que me alegra que estés bien. Marino me ha contado lo del FedEx.
La primera diapositiva era lo que Lucy llamaba una imagen «a vista de pájaro» del Time Warner Center, o básicamente una vista aérea con el TWC en primer plano. A continuación había un mapa con la dirección de la calle, la longitud y la latitud incluidas. Era incuestionable que el BlackBerry de Scarpetta había estado en el Time Warner Center a las 19.35, cuando llegó a la entrada de la torre norte de la calle Cincuenta y nueve; pasó seguridad, subió el ascensor a la quinta planta, cruzó el pasillo hasta la sala de maquillaje y colgó su abrigo en el armario. En ese momento, sólo ella y la maquilladora estaban allí y era imposible que alguien hubiese metido la mano en el bolsillo de su abrigo durante aproximadamente los veinte minutos que pasó en la silla, mientras la retocaban y después simplemente esperaba, mirando a Campbell Brown en el televisor que siempre había en esa sala.
Por lo que Scarpetta recordaba, un técnico de sonido le colocó el micrófono alrededor de las ocho y veinte —unos veinte minutos antes de lo habitual, ahora que lo pensaba—, la condujeron al plato y la sentaron ante la mesa. Carley Crispin no apareció hasta unos minutos antes de las nueve y se sentó frente a ella, bebió agua con una pajita, intercambió los cumplidos de rigor y luego empezaron la emisión. Durante el programa y hasta que Scarpetta abandonó el edificio a eso de las once de la noche, la ubicación del BlackBerry, según Lucy, fue la misma, con una consideración:
Si tu BB fue trasladado a otra localización en la misma dirección —a otra sala u otra planta, por ejemplo— las coordinadas de latitud y longitud no cambiarían. Por lo que no estoy segura. Sólo sé que estaba en el edificio.
Después, casi a las once de la noche, cuando Carley Crispin y Scarpetta salieron del Time Warner Center, el BlackBerry también salió de allí. Scarpetta siguió el viaje del teléfono en el log, en las diapositivas, seleccionando una vista aérea, esta de Columbus Circle, y luego otra de su edificio en Central Park West, captada a las 23.16. En este punto, cabría concluir que el BlackBerry de Scarpetta seguía en el bolsillo de su abrigo y lo que el receptor WAAS rastreaba y grababa cada quince segundos era la propia ubicación de Scarpetta, de regreso a casa. Pero no era así. Benton la había llamado muchas veces. Si el BlackBerry estaba en el bolsillo de Scarpetta, ¿por qué no sonó? No lo había apagado. Casi nunca lo hacía.
Más significativo, advirtió Scarpetta, era que cuando entró en su edificio, el BlackBerry no lo hizo. Las siguientes imágenes eran una serie de fotos aéreas, mapas y direcciones que mostraban el curioso viaje emprendido por su teléfono, empezando por regresar al Time Warner Center y luego seguir la Sexta Avenida hasta detenerse en el número 60 de la calle 54 Este. Scarpetta amplió la imagen y examinó un conglomerado de edificios de granito gris embutidos entre los rascacielos, automóviles y taxis paralizados en la calle. Reconoció, al fondo, el Museo de Arte Moderno, el edificio Seagram y la aguja gótica de la iglesia de Santo Tomás.
La nota de Lucy:
En el número 60 de la calle Cincuenta y cuatro está el hotel Elysée, donde se encuentra, no abierto oficialmente a menos que estés al corriente, el Monkey Bar. Una especie de club privado, muy exclusivo, muy Hollywood. Frecuentado por famosos y deportistas.
¿Era posible que el Monkey Bar estuviera abierto ahora, a las tres y diecisiete de la madrugada? Según el registro, parecía que el BlackBerry de Scarpetta seguía en la dirección de la calle 54 Este. Recordó lo que Lucy había dicho sobre la latitud y la longitud. Quizá Carley no había ido al Monkey Bar, pero estaba en el mismo edificio.
Envió un correo electrónico a su sobrina:
¿Bar sigue abierto o puede que BB esté en el hotel?
Respuesta de Lucy:
Podría ser el hotel. Estoy con un testigo, si no iría en persona.
Scarpetta:
Marino puede, a menos que esté contigo.
Lucy:
Creo que debo eliminar todos los datos. Hay copia de casi todo en el servidor. Todo irá bien. Marino no está aquí
Le estaba diciendo que podía acceder a su BlackBerry por control remoto y erradicar la mayor parte de los datos en él almacenados y las modificaciones personales; en esencia, devolver el aparato a su configuración original. Si lo que Scarpetta sospechaba era verdad, era un poco tarde para eso. Hacía seis horas que el BlackBerry no estaba en su poder y, si Carley Crispin era la ladrona, había tenido mucho tiempo para meter mano en un tesoro de información privilegiada de la que quizá se hubiera servido antes, lo que explicaría la fotografía de la escena del crimen que había mostrado en directo. Scarpetta no pensaba perdonárselo y necesitaría poder probarlo. Escribió: