El factor Scarpetta (30 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El factor Scarpetta
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Petroswki miró donde miraba Marino y comentó:

—Suben ahí arriba y cambian de idea. Siempre pasa lo mismo.

—Si realmente quieres acabar con todo, ¿por qué pasar por todo esto? ¿Por qué cambiar de idea? —Marino empezaba a sentir desprecio por el suicida, empezaba a cabrearse—. En mi opinión, es pura comedia. ¿Chalados como éste? Sólo quieren atención, salir en la tele, quieren desquitarse, quieren algo más que la muerte, en otras palabras.

Había un atasco de tráfico en la parte superior del puente, incluso a esa hora, y la policía delimitaba una zona justo debajo del suicida y extendía un colchón de aire. Un negociador intentaba hacerle cambiar de opinión y otros policías subían por la torre, con la intención de acercarse a él. Todos arriesgaban su vida por alguien que pasaba de todo, que había dicho «a la mierda», fuera lo que fuera lo que implicase. El volumen estaba apagado y Marino no oía lo que hablaban ni falta que le hacía, porque no era su caso, no tenía nada que ver con aquello y no tendría ni que prestarle atención. Pero en el RTCC siempre había algo que lo distraía, un exceso de estímulos sensoriales que, sin embargo, no eran suficientes. Toda clase de imágenes en las paredes pero ninguna ventana, sólo paneles acústicos azules, hileras curvas de terminales de trabajo con pantallas dobles y moqueta gris.

Sólo cuando se descorrían las persianas de la sala de conferencias adyacente, que ahora no era el caso, tenía Marino un punto de referencia, vistas al puente de Brooklyn, la iglesia presbiteriana, Pace Union y el antiguo edificio Woolworth. La Nueva York que recordaba de cuando empezaba a servir en la policía, cuando era un don nadie de Bayonne que había colgado los guantes de boxeo, que había dejado de dar palizas al personal
y
en lugar de eso había decidido ayudar. No sabía bien por qué. No sabía cómo acabó marchándose de Nueva York para acabar en Richmond, Virginia, a principios de los años ochenta. Así estaban las cosas cuando un buen día al despertar descubrió que era el detective estrella de la antigua capital de la Confederación. El coste de la vida, un buen sitio para formar una familia. Lo que Doris quería. Probablemente ésa era la explicación.

Menuda cagada. Su único hijo, Rocco, se fue de casa, se involucró con el crimen organizado y estaba muerto, y Doris se largó con un vendedor de coches y también podría estar muerta, y durante los años de Marino en Richmond la ciudad había tenido uno de los índices más elevados de homicidios per cápita de Estados Unidos. Era la parada de los traficantes en el corredor entre Nueva York y Miami, donde la escoria hacía negocios en ruta porque Richmond tenía el cliente base, siete complejos de viviendas subvencionadas. Plantaciones y esclavitud. Lo que se siembra, se cosecha. Richmond era un buen sitio para traficar con drogas y matar gente porque los polis eran estúpidos, eso se decía en las calles y en el corredor, al norte y al sur de la Costa Este. Aquello solía ofender muchísimo a Marino. Ya no. Había pasado mucho tiempo y de qué servía tomarse las cosas personalmente cuando no eran personales. Casi todo era fruto del azar.

Cuanto mayor se hacía, más le costaba relacionar dos acontecimientos de su vida de un modo que probase que había algo inteligente y bondadoso detrás de sus decisiones y errores, y de los errores de quienes cruzaban sus fronteras, sobre todo las mujeres. ¿A cuántas había amado y perdido, o simplemente follado? Recordaba la primera vez, tan clara como el agua. El parque estatal de Bear Mountain en el muelle que daba al Hudson cuando él tenía dieciséis años. Pero en general no tenía ni idea, todas las veces que estaba borracho, ¿cómo iba a acordarse? Los ordenadores no se emborrachaban ni olvidaban, no se arrepentían, les daba lo mismo. Lo relacionaban todo, creaban árboles lógicos en la multipantalla de datos. Marino temía su propia multipantalla de datos. Temía que no tuviese sentido, temía que casi todas las decisiones que hubiese tomado fuesen malas, sin razón ni concierto, sin plan general. No quería ver cuántas ramas no llegaban a ninguna parte o estaban vinculadas a Scarpetta. En cierto modo, ella se había convertido en el icono central de sus conexiones y desconexiones. En cierto modo, ella les daba más sentido, y también menos.

—Sigo pensando que puedes combinar imágenes y fotografías —dijo Marino a Petrowski mientras miraba al suicida de la pantalla plana—. Por ejemplo, si la foto del tipo de FedEx está en alguna base de datos y tienes sus rasgos faciales y el tatuaje para relacionarlo con lo que nos muestra la cámara de seguridad.

—Comprendo lo que dices. Salvo que creo que hemos descartado que se trate de un empleado de FedEx.

—Puedes hacer que el ordenador haga su minería de datos y coteje las imágenes.

—Si buscas por palabra clave o por categoría. No por imagen. Quizás algún día.

—¿Entonces cómo puedes buscar en Google imágenes las fotografías que quieres y bajarlas?

Marino no podía despegar la vista del suicida. Era verdad. Había cambiado de parecer. ¿Qué había sido? ¿El miedo a las alturas? ¿O todo era por la puta atención? Dios. Helicópteros, polis y tele en directo. Tal vez había decidido esperar y salir en la portada de la revista
People.

—Porque buscas por palabras clave, no por la imagen en sí —explicó Petrowski pacientemente—. Una aplicación para buscar imágenes necesita una o varias palabras clave, como, veamos, ¿ves nuestro logo en esa pared de ahí? Buscas con las palabras clave
logo RTCC
y el software encuentra una imagen o imágenes que incluyen esas mismas palabras clave; de hecho encuentra la localización del servidor.

—¿La pared? —preguntó Marino, confundido, mientras miraba la pared con el logo, un águila y banderas de Estados Unidos.

—No, no es la pared. Es una base de datos, en nuestro caso un almacén de datos debido a la complejidad y el tamaño inmensos desde que empezamos la centralización. Cualquier orden de arresto, cualquier denuncia de un delito o de un incidente, arma, mapa, arresto, queja, citación criminal, detención, cacheo y registro, delincuencia juvenil, lo que se te ocurra. El mismo tipo de análisis de enlaces que hacemos en contraterrorismo —dijo Petrowski.

—Claro. Y si podéis vincular imágenes, podéis identificar terroristas, diferentes nombres pero la misma persona, así que ¿por qué no lo estamos haciendo? Vale. Casi lo han pillado. Joder. Que tengamos que hacer rápel por un mono como ése.

Polis de la unidad de emergencias, suspendidos de cuerdas, se acercaban por tres lados.

—No podemos. Quizás algún día —respondió Petrowski, imperturbable ante el suicida o ante si conseguía o no su objetivo—. Lo que relacionamos son informes públicos, como direcciones, ubicaciones, objetos, otras grandes compilaciones de datos, pero no fotografías ni caras en sí. La búsqueda da fruto mediante las palabras clave, no por imágenes de tatuajes. ¿Me explico? Porque me da la impresión de que no te acabas de aclarar con mi explicación. Quizá si centraras la atención en esta sala, en mí, en lugar de en el puente de George Washington...

—Ojalá pudiera verle mejor la cara —dijo Marino a la pantalla plana que mostraba al suicida—. Hay algo en él... como si lo conociera de algún lado.

—De todos lados. Últimamente los hay a montones. Es de lo más egoísta. Si quieres acabar contigo, no te lleves a otros, no arriesgues la vida de otras personas, que no lo paguen los contribuyentes. Esta noche les espera una buena en Bellevue. Mañana se descubrirá que estaba metido en un esquema Ponzi. Han reducido cien millones del presupuesto y aquí estamos, salvándole el culo en el puente. Dentro de una semana, intentará matarse de otra forma.

—No. Estará en el programa de Letterman.

—No me jorobes.

—Vuelve a ese tatuaje del monte Rushmore que tenías ahí hace un minuto —dijo Marino, alargando el brazo hacia su café mientras los polis de emergencias arriesgaban sus vidas para rescatar a alguien que no lo merecía, uno más del montón y que ya tendría que haberse hundido en el agua para que lo recogiesen los guardacostas y lo llevasen al depósito de cadáveres.

Petrowski seleccionó un registro que había abierto antes y, utilizando el ratón, arrastró una imagen a un gran cuadrado vacío en la pantalla de un portátil. En la multipantalla apareció una fotografía del registro de la policía que mostraba a un hombre negro con un tatuaje que le cubría el lado derecho del cuello: cuatro esqueletos en un afloramiento de rocas, que a Marino le parecían el monte Rushmore, y la frase en latín
In vino veritas.

—Al pan, pan, y al vino, vino —recitó Marino, y dos polis de la unidad de emergencias casi tenían al suicida. Marino no conseguía verle la cara, ni lo que sentía, o si hablaba.

—«En el vino está la verdad» —dijo Petroswki—. Creo que se remonta a tiempos de los romanos. Cómo diantres se llama, Plinio algo. O Tácito.

—Mateus y Lancers Rosé. ¿Te acuerdas de esa época?

Petrowski sonrió, pero no respondió. Era demasiado joven, seguramente nunca había oído hablar de bebidas como Mad Dog o Boone's Farm.

—Bebías una botella de Lancers en el coche y, si mojabas, le dabas a la chica la botella, de recuerdo —siguió Marino—. Las chicas ponían velas en ellas y dejaban que la cera se fundiese, un montón de velas de diferentes colores. Lo que yo llamaba vela de polvos. Bueno, supongo que había que estar ahí.

Petrowski y su sonrisa. Marino nunca estaba seguro de lo que indicaba, salvo que intuía que el tipo era algo rígido y estreñido; muchos informáticos lo eran, excepto Lucy. Lucy estaba más bien pasada de revoluciones, últimamente. Echó un vistazo a su reloj y se preguntó cómo les iría a ella y a Berger con Hap Judd, mientras Petrowski disponía imágenes, una junto a otra, en la multipantalla. Yuxtapuso el tatuaje del cuello del hombre de la gorra FedEx con el tatuaje de las cuatro calaveras y la frase
In vino veritas.

Marino tomó otro sorbo de café, negro y frío.

—No. Ni se parecen, si te fijas bien.

—He intentado decírtelo.

—Pensaba en patrones, por ejemplo dónde se hizo el tatuaje. Si encontramos algo de diseño parecido podría encontrar al artista que lo hizo y mostrarle una fotografía del tipo de FedEx —explicó Marino.

—No está en la base de datos, al menos no con esas palabras clave. Tampoco sale nada con «ataúd» ni «camarada muerto» ni nada de lo que hemos intentado. Necesitamos un nombre, un incidente, una localización, un mapa, algo.

—¿Qué me dices del FBI, de su base de datos? —sugirió Marino—. Ese nuevo sistema informático de mil millones de dólares que tienen, no recuerdo el nombre.

—NGI, nueva generación de identificación. Se encuentra en fase de desarrollo.

—Pero en funcionamiento, por lo que he oído.

La persona de quien lo había oído era Lucy.

—Hablamos de una tecnología muy avanzada que abarca un marco temporal multianual. Sé que se han puesto en práctica las fases iniciales, lo que incluye el IAFIS, el CODIS, creo que el sistema fotográfico interestatal, el IPS. No sé con seguridad qué más, ya sabes, así como está la economía. Han hecho muchos recortes.

—Bueno, he oído decir que tienen una base de datos de tatuajes —dijo Marino.

—Oh, sí.

—Entonces propongo ampliar nuestra red al ámbito nacional, quizá también internacional, para cazar a esa escoria de FedEx. Eso asumiendo que no puedas utilizar la base de datos del FBI, su NGI, desde aquí.

—Ni hablar, no compartimos bases de datos. Pero les enviaré tu tatuaje, no hay problema. Vaya, ya no está en el puente.

Petrowski se refería al suicida. Por fin había despertado su curiosidad, aunque sólo con cierto aburrimiento.

—No es buena señal. —Marino miró la pantalla plana, consciente de que se había perdido el momento crucial—. Mierda. Veo a los de emergencias, pero no al hombre.

—Ahí está.

Los focos de los helicópteros se desplazaban sobre el hombre que yacía en el suelo, una imagen distante del cuerpo sobre el cemento. No había caído en el colchón hinchable.

—Los de emergencias estarán jodidos. —El resumen de la situación para Petrowski—. No les gusta que pase eso.

—¿Por qué no envías al FBI esta fotografía con el tatuaje —mirando al supuesto empleado de FedEx en la pantalla— mientras intentamos otras búsquedas? «FedEx», tal vez «uniforme FedEx» o «gorra FedEx». Cualquier cosa con FedEx.

—Eso podemos hacerlo.

Petrowski empezó a teclear.

El reloj de arena volvió a girar en la pantalla múltiple. Marino notó que la pantalla plana instalada en la pared estaba negra, habían desconectado el vídeo del helicóptero policial porque el suicida también lo estaba. De pronto cayó en por qué aquel hombre le resultaba familiar; era un actor que había visto, ¿en qué película? ¿La del jefe de policía que se metía en problemas con una puta? ¿Cómo cojones se llamaba la película? Marino no recordaba el título. Últimamente le pasaba a menudo.

—¿Has visto una película con Danny DeVito y Bette Midler? ¿Cómo se llamaba?

—Ni idea. —Petrowski miraba el reloj de arena y el tranquilizador mensaje «Su informe se está ejecutando»—. ¿Qué tiene que ver una película en todo esto?

—Todo tiene que ver con todo. Creía que ésa era la razón de ser de este sitio.

Marino indicó la gran sala azul.

«Once informes encontrados».

—Ahora nos entendemos. Me parece increíble que antes odiase los ordenadores y los pringados que trabajaban con ellos.

En los viejos tiempos vaya si los odiaba, y le encantaba ridiculizar a los que trabajaban con ordenadores. Ya no. Se estaba acostumbrando a descubrir información crucial mediante lo que se denominaba análisis de enlaces y a transmitirla electrónicamente casi al instante. Se había acostumbrado, y le gustaba, llegar a una escena para investigar un incidente o entrevistar a un reclamante y saber de antemano lo que alguien había hecho en el pasado y qué aspecto tenía, con quién estaba emparentado o relacionado y si era peligroso para sí mismo o para los demás.

Era todo un mundo feliz, le gustaba decir a Marino, citando un libro que no había leído, pero que leería, un día de éstos.

Petrowski distribuía los datos en la pantalla múltiple. Informes de agresiones, robos, una violación y dos tiroteos en los que FedEx aparecía, o bien relacionado con los paquetes robados, las palabras pronunciadas o el trabajo del involucrado, o bien, en una ocasión, con el ataque mortal de un pitbull. Ninguno de los datos asociados con los informes fueron de utilidad hasta que Marino echó un vistazo a una citación judicial de la oficina de transporte público del pasado 1 de agosto, que apareció a tamaño gigantesco en la pantalla múltiple. Marino leyó el apellido, el nombre, la dirección de Edgewater en Nueva Jersey, el sexo, la raza, la altura y el peso.

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