—Tiene huellas dactilares.
Scarpetta alzó la escultura a la luz, mostrando a Benton apreciables rugosidades y surcos, espirales y un arco, patrones identificables en el borde del cristal coloreado. Pruebas de un crimen.
—Lo limpiaré —dijo Benton, pero ella no se lo dio.
—Alguien no llevaba guantes. —Scarpetta limpió furiosamente el cristal con el dobladillo de su blusa de seda—. Habrá sido la artificiera. Los artificieros no llevan guantes. Cómo se llama, Ann. No llevaba guantes. Lo ha cogido y lo ha cambiado de sitio. —Como si la artificiera fuese una ladrona—. ¿Qué más habrán tocado aquí, en nuestra casa?
Benton no respondió porque era zorro viejo. Sabía lo que hacer y no hacer en las raras ocasiones en que Scarpetta se alteraba, y ella creía que volvía a oler el paquete y luego olió la bahía, la laguna de Venecia. El agua salada y la calidez del sol primaveral cuando ella y Benton habían salido del taxi acuático en la parada de Colona y recorrieron la
fondamenta
hasta la calle San Cipriano. Las visitas a la fábrica no estaban permitidas, pero eso no la detuvo; había tirado de la mano de Benton y dejado atrás una barcaza con desechos de cristal y el cartel «Fornace-Entrata Libera» para entrar y pedir una demostración en un espacio abierto con hornos como crematorios, muros de ladrillo pintado de rojo y techos altos. Aldo, el artesano, era pequeño y con bigote; vestía pantalón corto y playeras y procedía de una dinastía de sopladores de vidrio, un linaje ininterrumpido de setecientos años de antigüedad. Sus antepasados nunca habían abandonado la isla; no les estaba permitido aventurarse al otro lado del lago so pena de muerte o de que les cortasen las manos.
Scarpetta le había encargado, ahí mismo, algo para los dos, Benton y ella, la pareja feliz, lo que a Aldo le gustase. Era un viaje especial, un viaje sagrado, y quería recordar aquel día, cada minuto. Benton le dijo después que nunca la había oído hablar tanto, explicando su fascinación por la ciencia del vidrio. Arena, cal y sosa que se transforman en algo que no es líquido ni sólido, sin datos empíricos de si continúa evolucionando después de convertirse en el cristal de una ventana o un jarro, explicó ella en su italiano no muy perfecto. Después de la cristalización, sólo grados vibracionales de libertad permanecen activos, pero la forma está establecida. Un cuenco sigue pareciendo un cuenco al cabo de mil años y las hojas de obsidiana prehistóricas no pierden el filo. Un misterio, quizá por eso le gustaba el vidrio. Por eso y por lo que hace a la luz visible, había dicho Scarpetta. Lo que sucede cuando se añaden agentes de color como hierro, cobalto, boro, manganeso y selenio para el verde, azul, morado, ámbar y rojo.
Al día siguiente, Scarpetta y Benton habían regresado a Murano para recoger su escultura después de que la hubiesen templado lentamente en el horno, se hubiese enfriado y después envuelto en plástico con burbujas. Ella la había subido al avión como equipaje de mano, embutida en el compartimento situado encima de sus cabezas, durante el regreso de un viaje de trabajo que no debía ser de placer, pero Benton la había sorprendido. Le había pedido que se casara con él. Aquellos días en Italia se habían convertido, al menos para ella, en más que memorables. Eran un templo imaginado donde se refugiaban sus pensamientos cuando se sentía tanto feliz como triste, y sintió que su templo había sido pisoteado y mancillado mientras devolvía la escultura a su sitio, la mesilla de madera de cerezo. Se sentía profanada, como si al entrar se hubiese encontrado con su casa saqueada, desvalijada, la escena de un crimen. Empezó a dar vueltas en busca de otras cosas perdidas o fuera de lugar; comprobó lavabos y jabones para ver quién se había lavado las manos o tirado de la cadena del retrete.
—En los cuartos de baño no ha entrado nadie —proclamó.
Abrió las ventanas de la sala para librarse del olor.
—Huelo el paquete; tienes que olerlo —dijo a Benton.
—No huelo nada —replicó él, de pie en la entrada con el abrigo puesto.
—Sí. Tienes que olerlo. Huele como hierro, ¿no lo notas? —insistió Scarpetta.
—No. Quizá recuerdas lo que has olido. Se han llevado el paquete. Se lo han llevado y estamos a salvo.
—Es porque no lo has tocado, y yo sí. Un olor como a moho-metal, como si mi piel hubiese estado en contacto con iones de hierro.
Benton le recordó, con mucha calma, que llevaba guantes cuando sostuvo el paquete que quizá fuese una bomba.
—Pues me habrá tocado la piel en la zona entre los guantes y los puños del abrigo —insistió ella, acercándose.
El paquete le había dejado su aroma en las muñecas, un perfume maligno, peróxidos lipídicos de los aceites de la piel, del sudor, oxidados por las enzimas causantes de la corrosión, la descomposición. Como sangre, explicó. Olía como a sangre.
—Como huele la sangre untada en la piel —dijo Scarpetta, y alzó las muñecas para que Benton las oliera.
—No huelo nada —repitió él.
—Algo con base de petróleo, algo químico, no sé qué es. Sé que huelo óxido. —Le resultaba imposible dejar de hablar de aquello—. Hay algo en esa caja que es malo, muy malo. Me alegra que no la tocaras.
En la cocina, se lavó las manos, las muñecas, los antebrazos, con lavavajillas y agua, como lavándose para el quirófano, como si se descontaminase. Limpió con Murphy Oil Soap la mesita donde había estado el paquete. Bufó y refunfuñó mientras Benton la observaba en silencio, intentando no interferir en su desahogo, intentando ser comprensivo y racional, un comportamiento que no hacía más que enojarla y molestarla aún más.
—Al menos podrías reaccionar. O quizá no te importe.
—Me importa mucho. —Benton se quitó el abrigo—. No es justo que digas eso; me doy perfecta cuenta de lo horrible que es esto.
—No sé si te importa. Nunca lo sé. Nunca soy capaz de saberlo.
Como si fuera Benton quien hubiese dejado el presunto paquete bomba.
—¿Te sentirías mejor si perdiera los nervios? —Mirándola con expresión sombría.
—Voy a darme una ducha.
Se desvistió, enfadada, mientras cruzaba el pasillo hacia el dormitorio. Metió la ropa en la bolsa de lavado en seco y la ropa interior en un cesto. Se metió en la ducha, con el agua todo lo caliente que podía soportar, pero el vapor hizo que el olor penetrara aún más en la nariz, hasta los senos nasales. El olor del paquete, a fuego y azufre, unido al calor, hizo que sus sentidos iniciaran otra proyección de diapositivas. Filadelfia, oscuridad e infierno en llamas, escaleras que subían al cielo nocturno, sonidos de sierras que abrían agujeros en el techo y agua brotando de mangueras a 5.500 litros por minuto, un chorro de gran caudal que salía de lo alto del camión para sofocar un gran incendio como aquél.
El agua caía en forma de arco desde los camiones que rodeaban la manzana y los restos carbonizados de un automóvil aparecían retorcidos como una bandeja de cubitos de hielo, los neumáticos quemados por completo. Aluminio y cristal fundidos, pealas de cobre, paredes despellejadas y acero deformado, madera rugosa alrededor de ventanas rotas y espeso humo negro. Un poste de electricidad parecía una cerilla consumida. Dijeron que era un incendio de los que engañan a los bomberos, primero sin calor excesivo y después con tanto que te hierve el casco. Avanzaba, el agua sucia hasta las rodillas, un arco iris de gasolina flotando en la superficie; las linternas sondeaban la absoluta oscuridad, goteo constante, agua cayendo de los boquetes cuadrados que las hachas habían abierto en el techo de cartón alquitranado. El aire, espeso, olía a nube de azúcar agria chamuscada, era dulce, intenso y vomitivo cuando la llevaron hasta él, hasta lo que quedaba de él. Mucho después le dijeron que ya estaba muerto cuando se inició el incendio: atraído hasta allí y muerto de un disparo.
Scarpetta cerró el agua y permaneció en el vapor, respirando nubes de vaho por la nariz y la boca. No veía a través de la puerta de cristal, estaba empañada, pero la luz cambiante era Benton que entraba. Aún no estaba preparada para hablar con él.
—Te he traído una copa —dijo Benton.
La luz volvió a moverse, Benton pasaba ante la ducha. Oyó que sacaba el taburete del tocador y se sentaba.
—Ha llamado Marino.
Scarpetta abrió la puerta, cogió la toalla que colgaba cerca y la metió en la ducha.
—Por favor, cierra la puerta del cuarto de baño, para que no se enfríe —indicó a Benton.
Benton se levantó y cerró la puerta. Volvió a sentarse.
—Lucy y Jaime se encuentran a unos minutos de White Plains.
—¿Todavía no han aterrizado? ¿Pasa algo?
—Salieron tarde por el mal tiempo. Ha habido muchos retrasos por ese motivo. Marino ha hablado con Lucy por el teléfono del helicóptero. Están bien.
—Le he dicho a Marino que no lo hiciera, maldita sea. Lucy no necesita hablar por el maldito teléfono cuando pilota.
—Ha dicho que sólo han hablado un minuto. No le ha contado lo sucedido. Ya se lo explicará en detalle cuando estén en tierra. Estoy convencido de que Lucy te llamará. No te preocupes, están bien. —La cara de Benton mirándola entre el vapor.
Scarpetta se secaba en el interior de la ducha con la puerta entreabierta. No quería salir. Benton no le preguntó qué le pasaba, por qué se escondía en la ducha como si fuera una niñita.
—He buscado tu teléfono, una vez más, por todas partes. No está en el piso —añadió.
—¿Has intentado llamar a mi número?
—Seguro que está en el suelo de la CNN, dentro del armario de la sala de maquillaje donde siempre cuelgas el abrigo, si no me equivoco.
—Lucy puede encontrarlo, si vuelvo a hablar con ella.
—Creía que habías hablado con ella hoy, cuando aún seguía en Stowe. —Era su forma de animarla a que fuera razonable.
—Porque la he llamado yo. —Para Scarpetta, ahora era imposible ser razonable—. Nunca me llama, últimamente casi nunca. Muy de vez en cuando saca tiempo para hablar, cuando la ha retrasado una tormenta de nieve o aún no ha aterrizado.
Benton sólo la miró.
—Ella puede encontrar mi maldito teléfono. Vaya si puede, ya que fue idea suya instalar un receptor WAAS en mi BlackBerry, en tu BlackBerry, en el BlackBerry de Jaime, en el BlackBerry de Marino, en el cogote de su bulldog, de modo que puede saber dónde estamos o, más exactamente, dónde están nuestros teléfonos y su perro, con un margen de error de unos tres metros.
Benton guardaba silencio, mientras la observaba a través del vapor. Scarpetta siguió secándose dentro de la ducha, algo inútil debido al vaho. Se secaría y luego volvería a sudar.
—Es la misma tecnología que la Administración de Aviación Federal se está planteando utilizar en aproximaciones de vuelos y en aterrizajes con piloto automático. —Como si fuera otra persona quien hablase por su boca, alguien que ella no conocía o no le gustaba—. Quizá lo usen en aviones teledirigidos, a quién le importa un carajo. Salvo que mi puto teléfono sabe exactamente dónde está aunque yo no lo sepa precisamente ahora, y averiguarlo es un juego de niños para Lucy. Le enviaré un correo electrónico. Quizás encuentre algo de tiempo para localizar mi teléfono. —Secándose el cabello, al borde de las lágrimas sin saber el motivo—. Igual Lucy llamará porque le preocupará un poco que alguien me haya puesto, una bomba.
—Kay, por favor. No te alteres tanto.
—Ya sabes cuánto odio que me digan que no me altere. Me he pasado toda la vida sin alterarme porque no se me permite que me altere, joder. Pues bien, ahora mismo estoy alterada y así voy a seguir, porque no puedo evitarlo. Si pudiera evitarlo, no estaría alterada, ¿verdad? —Le temblaba la voz.
Le temblaba todo el cuerpo, como si hubiese enfermado. Puede que así fuera. Muchos empleados de la oficina de medicina forense tenían la gripe. Circulaba por ahí. Scarpetta cerró los ojos y se apoyó en los azulejos húmedos que estaban enfriándose.
—Le dije que me llamara antes de salir de Vermont. —Intentó tranquilizarse, ahuyentar la tristeza y la ira que la abrumaban—. Antes solía llamarme antes de aterrizar o despegar, o simplemente para decir hola.
—No sabes si lo ha hecho, has perdido el teléfono. Estoy seguro de que ha intentado llamarte. —El tono conciliador de Benton, su forma de hablar cuando intentaba apaciguar una situación cada vez más explosiva—. Volvamos sobre tus pasos. ¿Recuerdas haber sacado el teléfono en algún momento, después de salir del piso?
—No.
—Pero estás segura de que lo llevabas en el bolsillo del abrigo al marcharte de aquí.
—Ahora mismo no estoy segura de nada.
Recordaba haber dejado el abrigo en una de las sillas de maquillaje mientras hablaba con Alex Bachta. Tal vez se había caído entonces, y el teléfono seguía en la silla. Enviaría un correo a Alex, le pediría que alguien echase un vistazo y se lo guardase hasta que ella fuera a recogerlo. Odiaba ese teléfono y había hecho una estupidez. Había hecho algo tan estúpido que resultaba difícil de creer. El BlackBerry no estaba protegido por una contraseña y no iba a decírselo a Benton. No iba a decírselo a Lucy.
—Lucy lo encontrará —dijo Benton—. Marino ha mencionado que quizá quieras ir a Rodman's Neck para ver qué encuentran, si sientes curiosidad. Pasará a buscarte cuando quieras. Pronto, a eso de las siete de la mañana. Te acompañaré.
Scarpetta se envolvió en la toalla y salió a la alfombrilla antideslizante de bambú. Benton, sin camisa y descalzo, vestido con los pantalones del pijama, estaba sentado de espaldas al tocador. Scarpetta odiaba cómo se sentía. No quería sentirse así. Benton no había hecho nada para merecerlo.
—Creo que deberíamos averiguar cuanto podamos de los artificieros y del laboratorio. Quiero saber quién ha enviado ese paquete, por qué, y qué es exactamente. —Benton la observaba, el ambiente cálido y vaporoso.
—Sí, la caja de galletas que me ha dejado alguna considerada paciente tuya —replicó Scarpetta con cinismo.
—Supongo que podrían ser galletas a pilas y una botella de licor con forma de tubo de ensayo que huele a acelerante.
—¿Y Marino también quiere que vayas? ¿No sólo yo? ¿Los dos?
Scarpetta se peinaba, pero el espejo del lavabo estaba demasiado empañado para que pudiera verse.
—¿Qué pasa, Kay?
Scarpetta desempañó el espejo con una toallita.
—Me preguntaba si Marino te ha invitado específicamente, eso es todo.
—¿Cuál es el problema?