—Deja que lo adivine. No te ha invitado. O, si lo ha hecho, no lo decía con sinceridad, después de cómo lo has tratado hoy, durante la teleconferencia. Y después en su coche. —Se cepillaba el cabello, mirando su reflejo.
—No empecemos con él —dijo Benton, alzando el vaso, bourbon solo con hielo.
Scarpetta olió el Maker's Mark, lo que le recordó un caso en que había trabajado tiempo atrás. Un hombre que murió escaldado en un río de fuego cuando empezaron a estallar los barriles de whisky.de una destilería envuelta en llamas.
—No he sido ni cortés ni descortés —añadió Benton—. He sido profesional. ¿Por qué estás de tan mal humor?
—¡Cómo que por qué! —exclamó ella, como si fuera imposible que él hablase en serio.
—Además de lo obvio.
—Estoy harta de la guerra fría que te traes con Marino. Es innecesario que finjas. La tienes, y lo sabes.
—No la tenemos.
—No creo que él la tenga; Dios sabe que antes sí. Parece haberlo superado, pero tú no, lo que hace que él se ponga a la defensiva, que se enfade. Me parece una ironía considerable, después de todos los años en que él sí tuvo problemas contigo.
—Seamos precisos, el problema lo tenía contigo. —La paciencia de Benton se disipaba con el vapor. Hasta él tenía sus límites.
—Precisamente ahora no hablo de mí, pero si quieres sacar el tema, sí, tenía un problema importante conmigo. Pero ya no lo tiene.
Benton jugueteó con su bebida como si fuera incapaz de decidir qué hacer con ella.
—Coincido en que ha mejorado. Espero que dure.
En el vapor que se disipaba, Scarpetta distinguió una nota que se había dejado a sí misma encima del granito: «Jaime-llamar vier. mañana.» Por la mañana entregarían una orquídea en el número 1 de Hogan Place, el despacho de Berger, un tardío regalo de cumpleaños. Tal vez una suntuosa Princess Mikasa. El color preferido de Berger era el azul zafiro.
—Estamos casados, Benton. Marino no podría tenerlo más presente y lo ha aceptado, probablemente con alivio. Imagino que será mucho más feliz ahora que lo ha aceptado, tiene una relación seria y se ha labrado una nueva vida.
No estaba muy convencida de la relación seria de Marino o de su nueva vida, no después de la soledad que había intuido antes, sentada a su lado en el coche. Se lo imaginó dejándose caer por el garaje de la Unidad de Emergencias de Harlem, la Dos, como él la llamaba, para salir con un perro recogido de la calle.
—Él lo ha dejado atrás, y también tienes que hacerlo tú —decía Scarpetta—. Quiero que acabe. Haz lo que tengas que hacer. Acaba con eso. No sólo lo finjas. Puedo ver la falsedad, aunque no digas nada. Todos estamos juntos en esto.
—Una gran familia feliz.
—A eso me refiero. Tu hostilidad, tus celos. Quiero que eso acabe.
—Toma un sorbo de tu copa. Te sentirás mejor.
—Ahora me siento tratada con condescendencia, y estoy empezando a enfadarme.
Volvía a temblarle la voz.
—No te trato con condescendencia, Kay. —Con dulzura—. Y ya estabas enfadada. Llevas enfadada mucho tiempo.
—Siento que me tratas con condescendencia y no llevo enfadada mucho tiempo. No comprendo por qué has dicho algo así. Me estás provocando.
Scarpetta no quería discutir, odiaba discutir, pero estaba empujando las cosas en esa dirección.
—Siento que tengas esa impresión. No es así, lo juro por Dios. Y no te culpo por estar enfadada. —Tomó un trago de su copa, removiendo el hielo—. Lo último que quiero es provocarte.
—El problema es que no perdonas. Ni mucho menos olvidas. Ese es tu problema con Marino. No le perdonas, ni mucho menos olvidas y, en última instancia, ¿de qué sirve eso? El hizo lo que hizo. Estaba ebrio y drogado y fuera de sí e hizo algo que no debería haber hecho. Sí, lo hizo. Quizá tendría que ser yo la que no perdona ni olvida. Fue a mí a quien maltrató y de quien abusó. Pero es el pasado. El lo siente. Lo siente tanto que me evita. Pasan las semanas y no tengo contacto alguno con él. Es excesivamente educado cuando estoy cerca, cuando estamos cerca; excesivamente atento contigo, casi servil, y eso empeora aún más las cosas. Nunca lo superaremos, a menos que tú lo permitas. Depende de ti.
—Es verdad que no olvido —dijo Benton con gravedad.
—Lo gue no es del todo justo, considerando lo que algunos hemos tenido que olvidar y perdonar —replicó Scarpetta, tan molesta que casi se asustó. Se sentía a punto de estallar, como el paquete que se habían llevado.
Los ojos pardos de Benton la miraron, la observaron con detenimiento. Estaba sentado, muy quieto, a la espera de lo que vendría a continuación.
—Sobre todo Marino. Sobre todo Lucy. Los secretos que les obligaste a guardar. Ya fue bastante malo para mí, pero para ellos fue terriblemente injusto que tuvieran que mentir por ti. Y no es que tenga el menor interés en desenterrar el pasado.
Pero Scarpetta no podía parar. El pasado le subía por la garganta y ya asomaba fuera. Tragó saliva, para evitar que el pasado se derramase por toda su vida, la que ella y Benton tenían en común.
Benton la observó con una dulzura, con una tristeza inconmensurables. El sudor se le acumulaba en el hueco de la clavícula, desaparecía en el vello plateado del torso y se escurría por el vientre, empapando la cintura elástica del pijama gris de algodón que ella le había comprado. Benton era esbelto y bien formado, de piel y músculos tersos; seguía siendo un hombre muy atractivo, un hombre guapo. El cuarto de baño era como un invernadero, húmedo y cálido por la prolongada ducha que no había conseguido que se sintiera menos contaminada, menos sucia y estúpida. No podía librarse del paquete de olor peculiar, ni del programa de Carley Crispin ni del rótulo luminoso de la CNN, y se sentía impotente.
—Bien, ¿no tienes nada que decir? —preguntó con voz muy temblorosa.
Benton se levantó del taburete.
—Ya lo sabes.
—No quiero que discutamos. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Debo de estar cansada, eso es todo. Estoy cansada. Siento estar tan cansada.
—El sistema olfativo es una de las partes más antiguas de nuestro cerebro, envía información que rige las emociones, la memoria, la conducta. —Benton estaba detrás de ella y le rodeó la cintura con los brazos, ambos de cara al espejo empañado—. Las moléculas olfativas individuales estimulan todo tipo de receptores. —La besó en la nuca, abrazándola—. Dime qué has olido. Cuéntamelo con el mayor detalle posible.
Ahora Scarpetta no veía nada en el espejo, tenía los ojos anegados de lágrimas. Murmuró:
—Alquitrán caliente. Petróleo. Cerillas encendidas. Carne humana quemada.
Benton cogió otra toalla y le frotó el cabello, masajeando el cuero cabelludo.
—No lo sé. No lo sé con exactitud —añadió ella.
—No es necesario que lo sepas con exactitud. Es lo que te ha hecho sentir, eso es lo que necesitamos saber con exactitud.
—Quienquiera que haya dejado el paquete ha conseguido lo que quería —dijo Scarpetta—. Era una bomba, aunque resulte no serlo.
L
ucy mantenía el helicóptero Bell 407 en vuelo estacionario sobre la pista Kilo; el viento la zarandeaba como unas manos enormes, mientras aguardaba el permiso para aterrizar de la torre.
—Otra vez no —dijo a Berger, en el asiento de la izquierda, el del copiloto, porque Jaime no era de las que se ponen detrás si se les da la oportunidad—. Es increíble dónde me han puesto la maldita plataforma.
La zona oeste del aeropuerto del condado de Westchester estaba a rebosar de aviones estacionados; desde aeronaves de un solo motor y experimentales de fabricación artesanal, hasta un Challenger de tamaño medio o una de los grandes Boeing Business Jet. Lucy se obligó a tranquilizarse, pues la agitación y el vuelo forman una combinación peligrosa, pero no le hacía falta nada especial para alterarse. Era temperamental e impulsiva y lo odiaba, pero odiar algo no hace que desaparezca, y no lograba librarse de la ira. Tras todos sus esfuerzos por contenerla y ciertas cosas buenas que le habían pasado, acontecimientos felices que lo habían facilitado todo, ahora la ira surgía nuevamente, quizá mucho más explosiva que antes, por haber pasado tanto tiempo descuidada e ignorada. No se había ido. Ella había creído que sí. «No hay nadie más inteligente, ni dotada físicamente, ni tampoco más querida que tú; ¿por qué estás siempre fuera de quicio?», le gustaba decir a su tía Kay. Ahora Berger le decía lo mismo. Berger y Scarpetta sonaban igual. El mismo lenguaje, la misma lógica, como si sus comunicados se emitiesen por la misma frecuencia.
Lucy calculó la mejor aproximación a la pequeña plataforma de madera sobre ruedas que habían situado demasiado cerca del otro avión, con la barra de remolque en la dirección equivocada. El mejor plan era el vuelo estacionario entre los extremos de las alas del Learjet y el King Air que estaba a las diez de su posición. Estos soportarían mejor que los pequeños la corriente de su rotor. A continuación descendería directamente a la plataforma, en un ángulo más pronunciado de lo que le gustaba, y tendría que aterrizar con un viento de veintiocho nudos soplándole en la cola, todo eso suponiendo que el controlador aéreo volviese a contactar con ella. Todo ese viento en el culo, y encima tenía que preocuparse de aterrizar con potencia, bruscamente y de mala manera, y les entraría humo en la cabina. Berger se quejaría del humo, le daría uno de sus dolores de cabeza, no querría volver a volar con Lucy durante una temporada. Algo más que no harían juntas.
—Esto es intencionado —dijo Lucy por el intercomunicado, brazos y piernas tensos, manos y pies firmes en los controles, obligando al helicóptero a que no hiciese nada más que mantener su posición a unos diez metros por encima del suelo—. Pediré su nombre y su número.
—La torre no tiene nada que ver con dónde sitúan las plataformas. —La voz de Berger en los cascos de Lucy.
—Ya has oído al tipo.
La atención de Lucy se hallaba al otro lado del cristal. Escrutaba las siluetas oscuras de las aeronaves, que formaban un buen rebaño; tomaba nota de las cuerdas amarradas al pavimento, mal enrolladas, los extremos deshilachados ondeando ante su reflector NightSun, con una intensidad luminosa de veinte millones de candelas.
—Me ha dicho que tomase la ruta Eco —prosiguió—. Exactamente lo que he hecho, y bien que me he asegurado de estar atenta a sus instrucciones. Me toma el pelo.
—La torre tiene mejores cosas que hacer que preocuparse por dónde han aparcado las plataformas.
—El controlador puede hacer lo que quiere.
—Pasa, Lucy; no vale la pena.
El rico timbre de la voz firme de Berger se asemejaba a la madera noble. Una madera como el abedul, la caoba, la teca. Hermosa, pero rígida, dura.
—Siempre que está de servicio, pasa algo. Es personal. —Lucy mantenía la posición y miraba al exterior, cuidándose de no dejarse arrastrar.
—No importa; déjalo ya.
Berger la abogada.
Lucy se sintió injustamente acusada, aunque no sabía exactamente por qué. Se sentía controlada y juzgada, sin saber a ciencia cierta la razón. Como la hacía sentir su tía. Como la hacía sentir todo el mundo. Hasta cuando Scarpetta decía que no pretendía controlarla ni juzgarla, siempre hacía que Lucy se sintiera controlada y juzgada. Scarpetta y Berger no se llevaban muchos años, prácticamente tenían la misma edad; una generación del todo distinta, un estrato de civilización entre ellas y Lucy. Esta no lo había considerado un problema, más bien había creído lo contrario. Por fin había encontrado a alguien que le inspiraba respeto, alguien fuerte, con talento, que nunca le aburría.
Jaime Berger era cautivadora, de cabello castaño corto y hermosos rasgos, tenía clase en los genes, se había cuidado bien y era deslumbrante, de verdad, y endemoniadamente lista. A Lucy le encantaba Berger, cómo se movía y se expresaba; le encantaba cómo vestía, sus trajes, sus pantalones de pana o sus vaqueros, su maldito abrigo de piel políticamente incorrecto. A Lucy aún le resultaba difícil creer que por fin había conseguido lo que siempre había querido, lo que siempre había imaginado. No era perfecto. Ni estaba cerca de serlo y Lucy no entendía qué había sucedido. Llevaban juntas menos de un año. Las últimas semanas habían sido horribles.
Pulsó el botón de transmisión y dijo por la radio:
—Helicóptero nueve-lima-foxtrot sigue en espera.
Tras una pausa, respondió la voz oficiosa:
—Llamando al helicóptero. Interferencias con otra llamada. Repita solicitud.
—Helicóptero nueve-lima-foxtrot en espera —repitió Lucy con sequedad y, tras soltar el botón de transmisión, dijo a Berger por el intercomunicador—. No había otra llamada. ¿Oyes tráfico, precisamente ahora?
Berger no respondió y Lucy no la miró, no miró a ningún lado salvo al otro lado del cristal. Algo bueno de volar era que no tenía que mirar a nadie si se sentía enfadada o herida. Ninguna buena obra queda impune. Cuántas veces se lo había dicho Marino, sólo que utilizando la palabra «favor» en lugar de «buena obra». Ningún favor queda impune, se lo decía desde que era niña, Marino siempre crispado. Ahora mismo, le parecía que Marino era su único amigo. Increíble. No hacía mucho había querido meterle una bala en la cabeza, como había hecho con su hijo de mierda, un fugitivo que la Interpol buscaba por asesinato, en una silla de la habitación 511 del hotel Radisson en Szczecin, Polonia. A veces Rocco júnior se le aparecía de la nada y lo recordaba sudoroso, temblando y con ojos como platos, bandejas de comida por todas partes, el aire hediondo por habérselo hecho encima. Suplicando. Y, cuando eso no funcionó, sobornando. Después de todo lo que había hecho a personas inocentes, suplicaba una segunda oportunidad, clemencia o intentaba comprarse una salida.
Ninguna buena acción queda impune y Lucy no había hecho una buena acción, porque de haber sido clemente y dejado vivir a Rocco, éste habría matado a su propio padre policía, por venganza. Peter Rocco Marino júnior se había cambiado el apellido a Caggiano, tanto odiaba a su padre, y el pequeño Rocco, la mala hierba, tenía órdenes, tenía un plan preciso para cargarse a sangre fría a su papá Marino durante sus vacaciones anuales, cuando iba a pescar solo en su cabaña del lago Buggs. Simulando un allanamiento de morada que había salido mal. «Pues bien, vuelve a pensártelo, pequeño Rocco.» Cuando Lucy salió de ese hotel, el eco del disparo todavía en los oídos, tan sólo sintió alivio; bueno, no tan sólo eso. Era algo de lo que ella y Marino no hablaban. Lucy había matado a su hijo, una ejecución formal que parecía un suicidio, una operación especial sin cobertura legal, su trabajo, lo correcto. Sin embargo, seguía siendo el hijo de Marino, su único hijo, por lo que ella sabía, la última rama de su árbol genealógico.