El factor Scarpetta (23 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El factor Scarpetta
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—Ropa oscura. Me parece que llevaba botas y pantalón oscuros. Y un abrigo largo, ya sabe, por debajo de las rodillas. Negro. El cuello del abrigo subido, los guantes puestos, como he dicho puede que forrados, y la gorra de FedEx. Eso es todo.

—¿Gafas?

—Oscuras, de las tintadas.

—¿Tintadas?

—De las de espejo, ya sabe. Otra cosa. Acabo de recordarlo. Creí oler a cigarrillo, cerillas tal vez. Corno si el tipo hubiese estado fumando.

—Creía que tenías la nariz tapada y no podías oler nada —le recordó Benton.

—Se me acaba de ocurrir. Que quizás he olido algo como cigarrillos.

—Pero eso no es lo que crees haber olido tú —dijo Benton a Scarpetta.

—No —respondió ella, sin añadir que quizá lo que Ross había detectado era sulfuro, que olía como una cerilla encendida y eso le había recordado a los cigarrillos.

—Qué me dices del hombre que ha descrito Ross: ¿has visto a alguien que encaje con esa descripción cuando volvías andando hacia aquí, o quizás antes, de camino a la CNN?

Scarpetta lo meditó pero no se le ocurrió nada, y entonces cayó en la cuenta:

—El sujetapapeles. ¿Te pidió que le firmaras algo? —preguntó a Ross.

—No.

—¿Entonces para qué quería el sujetapapeles?

Ross se encogió de hombros, su aliento era vapor blanco cuando habló:

—No me pidió que hiciera nada. Nada. Sólo me entregó el paquete.

—¿Dijo específicamente que se lo entregaras a la doctora Scarpetta? —preguntó Benton.

—Dijo que me asegurase de que lo recibía, sí. Y dijo su nombre, ahora que lo menciona. Dijo: «Esto es para la doctora Scarpetta. Ella lo espera.»

—¿Suelen ser los empleados de FedEx tan específicos, tan personales? ¿No es un poco raro? Porque yo nunca he oído que hagan comentarios de ese estilo. ¿Cómo podía saber el empleado que ella esperaba algo? —quiso saber Benton.

—No lo sé. Sí que me parece raro.

—¿Qué había en el sujetapapeles? —Scarpetta volvió a eso.

—La verdad es que no miré. Tal vez recibos, comprobantes de los paquetes. ¿Me meteré en un lío por esto? Mi mujer está embarazada. No me hacen falta más problemas —dijo Ross, que no parecía tener edad de estar casado y ser padre.

—Me pregunto por qué no has llamado al piso para decirme que había llegado un paquete —le dijo Benton.

—Porque el tipo de FedEx indicó que era para la doctora, como le he dicho, y yo sabía que ella volvería pronto y supuse, ahora que lo estamos recordando todo, que lo esperaba.

—¿Y sabías que ella volvería pronto porque...?

—Estaba en conserjería cuando me marché —Scarpetta respondió por Ross— y me deseó buena suerte con el programa.

—¿Cómo sabías que la doctora aparecía esta noche en televisión? —preguntó Benton.

—He visto los anuncios, los avances. Basta que eche un vistazo. —Ross señaló lo alto de un edificio al otro lado de Columbus Circle, donde un cartel luminoso mostraba el teletipo de noticias de la CNN, visible a manzanas de distancia—. Su nombre está ahí arriba, en putas letras luminosas.

Debajo del rótulo de color rojo de la CNN, el comentario fuera de cámara de Scarpetta se arrastraba alrededor del rascacielos:

... relacionado a Hannah Starr y la corredora asesinada y ha afirmado que los perfiles del FBI están anticuados y no se basan en datos creíbles. En
El informe Crispir
: de esta noche, la doctora forense Kay Scarpetta ha relacionado a Hannah Starr y la corredora asesinada y ha afirmado que los perfiles del FBI...

Capítulo 10

P
ete Marino apareció en mitad de la calle iluminado desde atrás por los focos halógenos, como si emergiera de ultratumba.

Las señalizaciones luminosas rotaban sobre su gran rostro curtido y sus anticuadas gafas de montura metálica, y se le veía alto y ancho con una chaqueta de plumón, pantalones militares y botas. Calada bien abajo de la calva llevaba una gorra del Departamento de Policía de Nueva York con un distintivo de la Unidad de Aviación en la visera, un viejo helicóptero Bell 47 que recordaba a la serie MASH. Un regalo de Lucy, con cierta guasa: Marino odiaba volar.

—Supongo que ya habéis conocido a Lobo —dijo Marino cuando llegó junto a Scarpetta y Benton—. ¿Os ha cuidado bien? No veo chocolate caliente. Ahora mismo, un bourbon no estaría mal. Vamos a sentarnos en mi coche antes de que os congeléis.

Marino echó a andar hacia su coche, aparcado al norte del camión de los artificieros, que estaba iluminado por halógenos que colgaban de postes de luz. La policía había retirado la lona y había bajado una rampa de acero especial que Scarpetta había visto en otras ocasiones, con un troquelado del tamaño de unos dientes de sierra. Si alguien tropezaba y se caía en la rampa, se desgarraba hasta el hueso, pero si resbalaba llevando una bomba, el problema era mucho mayor. El tanque de contención total estaba montado sobre una plataforma de diamante-acero y parecía una campana de inmersión de color amarillo intenso sellada por una abrazadera que un policía de la ESU aflojó y retiró. Debajo estaba la tapa de unos diez centímetros de grosor, a la que el policía ató un cable de acero, utilizando un cabrestante para bajarla a la plataforma. Extrajo una bandeja de nailon y marco de madera, dejó el mando del cabrestante encima y sujetó el cable de forma que no estorbase al artificiero, cuyo trabajo sería encerrar el paquete sospechoso de Scarpetta dentro de catorce toneladas de acero de alta tensión, antes de que se lo llevaran para ser desactivado por lo mejor de Nueva York.

—Siento todo esto —dijo Scarpetta a Marino mientras se acercaban a su Crown Vic azul oscuro, aparcado a una distancia prudencial del camión y su tanque de contención—. Estoy segura de que acabará en nada.

—Y estoy seguro de que Benton coincidirá conmigo. Nunca se está seguro de nada; habéis hecho lo correcto.

Benton miraba el rótulo de neón rojo de la CNN que asomaba por detrás del hotel Trump International y su resplandeciente Unisfera de plata, una réplica a pequeña escala del globo de diez plantas de altura de Flushing Meadows, sólo que esta representación del planeta conmemoraba el universo en expansión de Donald Trump, y no la era espacial. Scarpetta observó el teletipo luminoso de noticias, el mismo sinsentido fuera de contexto girando sin parar, y se preguntó si Carley habría orquestado el momento exacto de su aparición; decidió que sí.

Carley no habría querido tender su emboscada a plena luz, cuando acompañaba a la víctima a casa. Espera una hora, causa a Scarpetta problemas con el FBI y quizá se lo piense dos veces antes de volver a aparecer en televisión. ¡Maldita sea! ¿Era necesario este tipo de conducta? Carley sabía que sus índices de audiencia eran malos, ése era el motivo. Un intento sensacional y desesperado de aferrarse a su carrera. Y, tal vez, también sabotaje. Carley había oído la propuesta de Alex y sabía lo que le aguardaba. Ya no eran meras sospechas; ahora Scarpetta estaba convencida.

Marino abrió el coche y dijo a Scarpetta:

—¿Qué tal si te sientas delante, para que podamos hablar? Lamento meterte atrás, Benton. Lobo y algunos de los artificieros acaban de llegar de Bombay, han ido a averiguar cuanto podían para evitar que nos pase la misma mierda aquí. Como Benton ya sabrá, lo último en tácticas terroristas ya no es el terrorista suicida, sino pequeños comandos muy bien entrenados.

Benton no respondió, y Scarpetta notó la hostilidad como si fuera electricidad estática. Cuando Marino era excesivamente amable con Benton, no hacía más que empeorar las cosas; Benton reaccionaba poniéndose desagradable y luego Marino tenía que reivindicarse porque se mosqueaba y se sentía menospreciado. Una fluctuación tediosa y ridícula, primero uno, después el otro, de aquí para allá, y Scarpetta deseó que acabase de una vez. Estaba harta, maldita sea.

—Lo importante es que no podría estar en mejores manos. Estos tipos son los mejores, cuidarán bien de ti, doctora. —Como si él se hubiese asegurado personalmente de ello.

Scarpetta cerró su puerta y alargó el brazo en busca del cinturón de seguridad, por pura costumbre, pero luego se lo pensó dos veces. No iban a ninguna parte.

—Me siento fatal por todo esto.

—Tú no has hecho nada, que yo sepa. —La voz de Benton detrás de ella.

Marino encendió el motor y puso la calefacción al máximo:

—Seguramente será una caja de galletas, como le pasó a Bill Clinton. Dirección equivocada y llaman a los artificieros. Resulta que son galletas.

—Justo lo que quería oír —replicó Scarpetta.

—¿Preferirías que fuese una bomba?

—Preferiría que nada de esto hubiera pasado.

No podía evitarlo. Se sentía abochornada. Se sentía culpable, como si todo fuese culpa suya.

—No tienes que disculparte —terció Benton—. En casos así no se corren riesgos, aunque nueve de cada diez veces no sea nada. Esperemos que no sea nada.

Scarpetta vio en la pantalla del ordenador instalado en el salpicadero un mapa del aeropuerto del condado de Westchester, en White Plains. Quizá guardase relación con Berger, con el vuelo de esa noche en el helicóptero de Lucy, si es que no habían llegado aún. Pero era extraño. No tenía sentido que Marino tuviese el mapa en la pantalla. En aquel momento, nada tenía sentido. Scarpetta se sentía confusa, inquieta y humillada.

—¿Se sabe algo ya? —preguntó Benton a Marino.

—Se han divisado algunos helicópteros de periodistas por la zona. Es imposible que esto esté tranquilo. Te traes a la madre de todos los camiones antibombas y ya se monta la de Dios, cuando se lleven el paquete de la doctora a Rodman's Neck esto parecerá un puto desfile presidencial. Que yo haya llamado directamente a Lobo nos ha ahorrado mucha mierda, pero no puedo mantener esto en secreto. Tampoco te hace falta llamar la atención, ya que ahí está tu nombre en letras luminosas, poniendo a parir al FBI.

—No puse a parir al FBI. Estaba hablando de Warner Agee y eso era en privado y fuera de cámara —puntualizó Scarpetta.

—No existe tal cosa —replicó Benton.

—Sobre todo con Carley Crispin, que se ha hecho famosa por quemar a sus fuentes. No sé por qué demonios vas a ese programa —dijo Marino—. No es que ahora sea el momento de entrar en eso, pero vaya puto follón. ¿Veis lo desierta que está la calle ahora? Si Carley sigue con su mierda del taxi, las calles estarán así de desiertas de ahora en adelante, que es probablemente lo que ella quiere. Otro notición. Treinta mil taxis y ni un pasajero, entretanto un montón de gente acojonada por la calle, como si King Kong anduviera suelto. Feliz Navidad.

—Siento curiosidad: ¿por qué tienes el aeropuerto del condado de Westchester en la pantalla? —Scarpetta no quería hablar de sus pifias en la CNN, ni tampoco de Carley o escuchar las exageraciones de Marino—. ¿Tienes noticias de Lucy y Jaime? Creía que ya habrían aterrizado.

—También lo creía yo. Estaba haciendo un MapQuest, intentaba imaginar la ruta más rápida, no es que quiera irme allí. Son ellas las que vienen para acá.

—¿Por qué iban a querer venir aquí? ¿Saben lo que está pasando?

Scarpetta no quería que su sobrina apareciese en medio de todo aquello.

En su vida anterior como agente especial e investigadora certificada de incendios para la ATF, Lucy había tratado de forma rutinaria con explosivos e incendios provocados. Era buena, destacaba en cualquier campo técnico y arriesgado, y cuanto más otros rehuían o fallaban algo, más rápido lo dominaba ella y los dejaba en evidencia. Su talento y su fiereza no le ganaban amigos. Aunque ahora era emocionalmente más flexible que a los veinte años, el trato con la gente seguía sin ser algo natural para ella, y respetar los límites y la ley le resultaba imposible. Si Lucy se plantaba allí, tendría una opinión y una teoría, y quizás un remedio justiciero y, por el momento, Scarpetta no estaba de humor.

—No aquí donde estamos nosotros —decía Marino—, sino aquí de vuelta a la ciudad.

—¿Desde cuándo necesitan MapQuest para encontrar el camino de vuelta a la ciudad? —preguntó Benton.

—Por un asunto del que no puedo hablar.

Scarpetta observó el familiar perfil de facciones duras de Marino, miró la pantalla del ordenador montado sobre la consola universal. Se volvió para mirar a Benton en el asiento trasero. Miraba por la ventana a los miembros de la brigada que salían del edificio.

—Doy por supuesto que todo el mundo tiene los móviles desconectados —dijo Benton—. ¿Y tu radio?

—Apagada —replicó Marino, como si le hubiesen acusado de ser estúpido.

La artificiera con el traje y el casco para la desarticulación de explosivos salía del edificio, los brazos acolchados, sin forma, extendidos, sosteniendo una bolsa negra blindada e ignífuga.

—Los rayos X habrán mostrado algo que no les ha gustado —comentó Benton.

—Y no usan a Android —dijo Marino.

—¿A quién? —preguntó Scarpetta.

—Al robot. Lo llaman Android, por el nombre de la artificiera, que se llama Ann Droiden. Es raro eso de los nombres de la gente, como esos dentistas que se llaman Dolores, o De las Muelas. Ann Droiden es buena en su trabajo. Y también está buena. Todos los tíos quieren que sea ella la que les coja el paquete, ya me entendéis. Tiene que ser duro ser la única mujer de la brigada de artificieros. La razón de que la conozca —siguió Marino, como si tuviera que explicar por qué no dejaba de hablar de una bonita artificiera llamada Ann— es que antes trabajaba en la Dos de Harlem, donde guardan el tanque de contención, y ella aún se deja caer por ahí para visitar a sus antiguos colegas de la Unidad de Emergencias. La Dos no está lejos de mi casa, a unas manzanas. Suelo pasarme por allí, tomarme un café, llevarle unas golosinas al bóxer de la compañía, un perro de puta madre,
Mac.
Un perro recogido de la calle. Siempre que puedo, si todos están ocupados, me llevo a
Mac
a casa para que no pase toda la noche solo.

—Si la usan a ella en lugar del robot, lo que contiene la caja, sea lo que sea, no es sensible al movimiento. Deben de estar seguros de eso —dijo Scarpetta.

—Si fuera sensible al movimiento, supongo que te estarían despegando de la luna, ya que has subido el paquete a tu casa —replicó Marino con su diplomacia habitual.

—Podría ser sensible al movimiento, con un temporizador. Evidentemente, no es el caso —intervino Benton.

La policía hizo retroceder a la gente, asegurándose de que no hubiera nadie a menos de 100 metros de la artificiera que bajaba los escalones de la entrada con el rostro tapado por una visera. Caminaba despacio, con cierta rigidez pero con una agilidad sorprendente, hacia el camión, que esperaba con el motor en marcha.

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