Dijo a Lobo:
—Parece que si compras una SpoofCard, te pueden localizar a través del operador.
Ann Droiden se dirigía al polvorín de metal blanco con una jarra vacía. La sostuvo debajo de un depósito y empezó a llenarla de agua.
—Si vas al operador con una citación, quizá tengas suerte, siempre y cuando ofrezcas un sospechoso. Si no tienes sospechoso, ¿cómo cojones sabes de quién proviene la llamada con el número falso, sobre todo si no han utilizado su teléfono para hacerla? Es una puta pesadilla —dijo Lobo—. Por tanto, si consideramos que la señora Dodie Hodge es lista, al menos tan lista como un niño de diez años, podría haber simulado que anoche llamaba a
El informe Crispin
desde el Elysée para despistarnos, cuando en realidad no sabemos dónde está. O tal vez fuera una trampa para el tal Agee del que me has hablado. Puede que a ella no le gustase el tipo y que le jugara una mala pasada. La otra cuestión es por qué estás tan seguro de que ella envió la felicitación musical.
—Ella canta en la felicitación.
—¿Quién dice eso?
—Benton. Y tiene que saberlo, la conoció en el manicomio.
—Eso no implica que ella enviase la postal. Debemos ser cautos con las suposiciones, eso es todo. Mierda, hace frío. Y nada de lo que hacemos aquí me permite llevar guantes que sirvan de algo.
Droiden dejó la jarra con agua en el suelo, junto a una gran caja negra con cartuchos de escopeta del calibre 12 y componentes del disruptor PAN, el cañón de agua. Cerca había un depósito portátil de explosivos, bolsas y material de la marca Roco, y otras bolsas más grandes que probablemente contenían más material y ropa, como el traje antibombas o el casco que Droiden se pondría para recuperar el paquete que esperaba en el polvorín. Se agachó juntó a la caja y sacó un tapón, una recámara con rosca y uno de los cartuchos. A lo lejos se oía un motor diesel; una ambulancia de emergencias, aparcada en la pista, por si las cosas no salían según lo previsto.
—Repito, no digo que esta tal Dodie usara una SpoofCard —reiteró Lobo, mientras se sacaba la bolsa del hombro—. Sólo digo que la identidad teórica de quien hizo la llamada ya no significa nada.
—No me hables de eso. A mi novio también le ha pasado —dijo Droiden, tapando un extremo del tubo—. Recibe llamadas de una gilipollas que tiene una orden de alejamiento y en la pantalla aparece que llama su madre.
—Es una pena —replicó Marino. No sabía que Droiden tenía novio.
—Es como esos anonimizadores que la gente usa para que no puedas rastrear su IP, o para que creas que están en otro país cuando es tu vecino de al lado. —Droiden insertó el cartucho en la recámara, que enroscó al extremo del tubo—. Con los teléfonos y los ordenadores, no puedes confiar en las apariencias. Los delincuentes llevan trajes invisibles. No sabes quién hace qué y, aunque lo sepas, es difícil probarlo. Nadie es ya imputable.
Lobo había sacado un ordenador portátil de la bolsa y lo encendía. Marino se preguntó por qué el ordenador estaba permitido y no su teléfono. No preguntó. Estaba sobrecargado. Como si su motor fuera a recalentarse de un momento a otro.
—Así que no me hace falta traje ni nada... ¿Estáis seguros de que ahí dentro no hay ántrax o algo químico que vaya a darme cáncer?
—Anoche, antes de dejar el paquete en el depósito, lo analicé de arriba abajo con el FH 40, el biosensor 2200R y el detector APD 2000; una cámara iónica de alto alcance, un monitor de gases, cualquier detector que se te ocurra, en parte debido al objetivo.
Con «objetivo» se refería a Scarpetta.
—Nos lo tomamos en serio, como poco —siguió Droiden—. No es que aquí nos relajemos en los días normales, pero consideramos esto una circunstancia especial. Negativo para agentes biológicos, al menos los conocidos, como ántrax, ricina, botulismo, enterotoxina estafilocócica B, peste. Negativo para radiación alfa, beta, gamma y de neutrones. Nada de agentes químicos o irritantes. Tampoco agentes neurotóxicos ni vesicantes, al menos, no los conocidos. Nada de gases tóxicos como amoníaco, clorina, sulfuro de hidrógeno, dióxido de sulfuro. No se han disparado alarmas pero, haya lo que haya en el paquete, suelta algún gas. Lo he olido.
—Probablemente lo que contiene el vial —dijo Marino.
—Algo con un olor repugnante, fétido, como alquitrán —matizó Droiden—. No sé qué es. Ninguno de los detectores ha podido identificarlo.
—Al menos, sabemos lo que no es, lo cual es tranquilizador. Esperemos que no sea nada preocupante —dijo Lobo.
—¿Puede ser algo que reaccione con algunos de los contaminantes que hay por aquí?
Marino pensaba en todos los artilugios que desactivaban en el recinto. Décadas de detonar y disparar con cañones de agua todo tipo de bombas y pirotecnia.
—Como he dicho, no hemos conseguido resultados —indicó Droiden—. Además hemos considerado posibles interferencias de vapores que causaran falsos positivos, o dispositivos desactivados aquí que pudieran emitir gas, fuera gasolina, gasóleo o lejía. No hay niveles detectables de vapor que puedan interferir. Ninguna falsa alarma anoche, aunque las temperaturas frías no son las ideales; está claro que al detector LCD no le gusta el frío de ahí fuera y por supuesto no íbamos a meter el recipiente de contención en ningún sitio cubierto sin saber el tipo de dispositivo al que nos enfrentamos.
Inclinó el cañón, apuntado casi en vertical, y lo llenó de agua; luego cerró un extremo con un tapón rojo. Niveló el tubo de acero y ajustó las abrazaderas. Del maletín abierto que tenía detrás sacó un dispositivo láser que deslizó sobre el tubo del cañón, como si fuera una mira. Lobo colocó el portátil sobre un saco de arena, en la pantalla una radiografía del paquete de Scarpetta. Droiden usaría la imagen para trazar una cuadrícula del objetivo que alinearía con la mira láser para eliminar la fuente de energía —las pilas de botón— con el cañón de agua.
—¿Me pasas el tubo de ondas de choque? —preguntó Droiden a Lobo.
Lobo abrió el depósito portátil de explosivos, una caja militar de acero verde de tamaño medio, y extrajo un rollo de lo que parecía cable de calibre doce recubierto de plástico amarillo, un cordón detonador de baja potencia que podía manipularse con seguridad sin ropas ignífugas o trajes antibombas. El interior del tubo estaba recubierto con explosivo HMX, el suficiente para transmitir las ondas de choque necesarias para accionar el percutor del interior de la recámara, que a su vez golpearía el cebo del cartucho que prendería la carga explosiva, sólo que este cartucho era de fogueo. No tenía proyectiles. Lo que salía del tubo eran 1,5 decilitros de agua a una velocidad de casi 250 metros por segundo, suficiente para abrir un buen agujero en el paquete FedEx de Scarpetta y eliminar la fuente de energía.
Droiden desenrolló varios metros de tubo. Sujetó un extremo a un conector de la recámara y el otro a un detonador que parecía un pequeño control remoto verde con dos botones, uno rojo y otro negro. Abrió dos bolsas Roco y sacó la chaqueta verde, los pantalones y el casco del traje antibombas.
—Ahora, chicos, si me perdonáis... Tengo que vestirme —advirtió.
E
l portátil de Agee, un Dell de varios años de antigüedad, estaba conectado a una pequeña impresora y ambos aparatos estaban enchufados a la pared. Los cables cruzaban la alfombra y había páginas impresas por todas partes, por lo que era difícil andar sin tropezar o sin pisar papeles.
Scarpetta sospechaba que Agee había trabajado sin parar en la habitación del hotel que supuestamente pagaba Carley. Había estado muy ocupado en algo en concreto poco antes de quitarse los audífonos y las gafas y dejar la tarjeta magnética en el tocador, bajar por la escalera, subir a un taxi y finalmente encaminarse a su muerte. Scarpetta se preguntó qué habría sido capaz de oír en esos últimos momentos de su vida. Probablemente no a los miembros de emergencias, con sus cuerdas, arneses y demás equipo, que habían arriesgado la vida para intentar salvarle. Probablemente, tampoco el tráfico del puente. Ni siquiera el viento. Había apagado el volumen y desenfocado la imagen, de modo que fuera más fácil caer a la nada sin volver atrás. No sólo no quería seguir aquí; por alguna razón, había decidido que eso no era siquiera una opción.
—Empecemos por las llamadas más recientes —dijo Lucy, concentrándose en el teléfono de Agee, que había conectado al cargador hallado junto a la cama—. No parece que haya pasado mucho tiempo al teléfono. Un par de llamadas ayer por la mañana, luego nada hasta las ocho y seis minutos de anoche. Después de eso, una llamada más, unas dos horas y media más tarde, a las once menos veinte. Empezaré por la primera de las ocho y seis; haré una búsqueda, a ver quién aparece.
Lucy empezó a teclear en su MacBook.
—Desactivé la contraseña del BlackBerry. —Scarpetta no estaba segura de por qué lo había dicho precisamente entonces. Le había rondado por la cabeza pero o se había parado a pensar en ello y ahora estaba ahí delante, como si hubiera madurado y caído de un árbol—. No creo que Warner Agee examinase mi BlackBerry. O que lo hiciera Carley, a menos que entrara en las fotografías de escenas del crimen. Por lo que sé, todas las llamadas, mensajes o correos electrónicos que he recibido desde la última vez que lo usé no se han abierto.
—Lo sé todo —dijo Lucy.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Dios. ¿Cómo un millón de personas han tenido el número que llamó al móvil de Agee? Por cierto, el móvil está a su nombre, con una dirección de Washington. Con Verizon, el plan más barato, de pocos minutos. No parece que fuese muy hablador, quizá por sus problemas de oído.
—Dudo que ésa sea la razón. Sus audífonos eran de lo último en tecnología, con adaptador Bluetooth —objetó Scarpetta.
Bastaba mirar aquella habitación para deducir que Agee había pasado casi todo el tiempo en un mundo claustrofóbico, a menudo silencioso. Dudaba que hubiera tenido amigos y, de tener familiares, no era cercano a ellos. Se preguntó si al final su único contacto humano, su única conexión emocional, había sido la mujer que se convirtió en su interesada patrocinadora: Carley. Aparentemente ella le había dado trabajo y techo y, de vez en cuando, se presentaba con una nueva llave. Scarpetta sospechaba que Agee no tenía dinero y se preguntó dónde estaría su cartera. Quizá se había deshecho de ella tras salir anoche de la habitación. Quizá no quería que le identificasen, pero había olvidado el mando a distancia Siemens, que probablemente solía llevar en el bolsillo. Olvidó el mensaje del mando, que habría conducido a alguien como Scarpetta directamente a él.
—¿A qué te refieres, con que lo sabes todo? —volvió a preguntar a Lucy—. ¿Qué es lo que sabes? ¿Ya sabías que nadie había entrado en mi BlackBerry?
—Espera. Voy a probar algo. —Lucy marcó en su BlackBerry un número que aparecía en la pantalla del MacBook. Escuchó un buen rato antes de colgar—. Sólo sonaba y sonaba. Seguro que es un móvil desechable, lo que explicaría por qué tantas personas distintas han tenido el mismo número y por qué no está activado el buzón de voz. —Volvió a mirar el teléfono de Agee y añadió—: Hice algunas comprobaciones. Cuando me contaste lo sucedido, pregunté si querías que lo cociese y dijiste que no, lo comprobé mejor y vi que nadie había accedido a tus nuevos mensajes, correos electrónicos ni mensajes de voz. Esa es la razón de que no lo friese de todos modos, pese a tus instrucciones. ¿Por qué desactivaste la contraseña?
—¿Cuánto hace que lo sabías?
—Sólo desde que me dijiste que habías perdido el teléfono.
—No lo perdí.
A Lucy le costaba mirarla a los ojos. No porque sintiera remordimientos, eso no era lo que notaba Scarpetta. Su sobrina estaba alterada. Estaba asustada, sus ojos tenían el verde oscuro de las aguas profundas de un foso y la cara una expresión derrotada y ajada que no era nada habitual. Parecía delgada, como si no se hubiera ejercitado, su fuerza y su buena forma estaban en un punto bajo. En el transcurso de las semanas que Scarpetta llevaba sin verla, Lucy había pasado de aparentar veinte años a parecer de cuarenta.
Lucy tecleó y replicó:
—Ahora compruebo el segundo número al que llamó anoche.
—¿La llamada de las once menos veinte?
—Así es. Aparece como no registrada ni publicada, pero la persona no se molestó en bloquear el identificador de llamadas, motivo por el que aparece en el teléfono de Agee. Quienquiera que sea, fue la última persona con quien habló. Al menos, que sepamos. Por tanto, a las once menos veinte estaba vivo y en condiciones.
—Vivo, pero dudo que en condiciones.
Lucy siguió tecleando en el MacBook y a la vez, capaz de hacer diez cosas al mismo tiempo, se desplazó por los archivos del portátil Dell. Podía hacerlo prácticamente todo, salvo mantener una conversación sincera sobre lo que realmente le importaba en la vida.
—Fue lo bastante listo para borrar su historial y vaciar la memoria. Por si te interesa saberlo. Eso no impedirá que recupere lo que él creía que había eliminado. Carley Crispin —dijo entonces—. El número que le llamó a las once menos veinte. Fue ella, Carley. Es su móvil, una cuenta AT&T. Llamó a Agee y hablaron unos cuatro minutos. No debió de ser una buena conversación, si al cabo de un par de horas se tiró de un puente.
A las once menos veinte de la noche anterior Scarpetta aún estaba en la CNN, en la sala de maquillaje, hablando con Alex Bachta con la puerta cerrada. Intentó precisar a qué hora se había ido. Quizás unos diez o quince minutos después, y tuvo la terrible sensación de que lo que temió entonces era verdad. Carley había estado escuchando, había oído lo bastante para saber lo que le esperaba. Scarpetta iba a ocupar su puesto como anfitriona del programa, o eso habría supuesto Carley, porque para ella era impensable que alguien rechazara una oferta como la de Alex. Iban a prescindir de Carley, y eso tenía que haberla destrozado. Aunque se hubiese quedado al otro lado de la puerta el tiempo suficiente para escuchar que Scarpetta se resistía a la idea y expresaba sus reparos, Carley había tenido que aceptar lo inevitable, aquello contra lo que había luchado endemoniadamente: a los sesenta y un años tendría que buscarse otro empleo y las posibilidades de encontrarlo en una cadena tan respetada y poderosa como la CNN eran casi nulas. Con esta coyuntura económica y a su edad, no encontraría nada.
—¿Y entonces, qué? —preguntó Scarpetta, cuando hubo explicado a Lucy lo sucedido la noche anterior, después del programa de Carley—. ¿Se apartó de la puerta, quizá volvió a su camerino e hizo una breve llamada a Warner? ¿Qué le dijo?