Como explicó Geffner:
—Los lobos tienen dos capas de pelaje. La interior es más suave, similar a la lana, tiene una función aislante, lo que yo llamo el relleno. Luego está la capa exterior, de pelos gruesos que protegen del agua y tienen la pigmentación que ves en la imagen que he enviado. Las especies se diferencian por el color. El lobo de la pradera no es nativo de esta zona. Se ve más en el Medio Oeste. Y, por lo general, no se encuentra pelo de lobo en los casos criminales. No aquí, en Nueva York.
—No creo que lo haya encontrado nunca, ni aquí ni en ninguna parte —dijo Scarpetta.
Lucy y Marino, con su atuendo protector, estaban de pie hablando, tensos. Scarpetta no oía lo que decían. Pasaba algo.
—Yo sí, por un motivo u otro. —La tranquila voz de tenor de Geffner. Casi nada lo alteraba. Llevaba años persiguiendo a criminales con el microscopio—. La mierda en la casa de la gente. ¿Alguna vez has observado pelusa o borra por el microscopio? Es más interesante que la astronomía, todo un universo de información de qué entra y sale de la residencia de una persona. Pelo y pelaje de todo tipo.
Marino y Lucy miraban los gráficos que se desplazaban en las pantallas de los MacBook.
—Mierda —dijo Marino en voz alta, y sus gafas de seguridad miraron a Scarpetta—. ¿Doctora? Tienes que ver esto.
La voz de Geffner continuó:
—Algunas personas crían lobos o mayoritariamente híbridos, una combinación de lobo y perro. Pero ¿encontrar pelaje de lobo, puro y sin procesar, en una muñeca de vudú? Lo más probable es que esté relacionado con el motivo ritualista de la bomba. Todo lo que observo indica que es algo relacionado con la magia negra, aunque el simbolismo muestre discrepancias y sea algo contradictorio. Los lobos no son malos. Es todo lo demás lo que lo es: los explosivos, los petardos que podrían haberte herido, a ti o a otra persona; eso podría haberte lastimado de verdad.
—No sé qué habéis encontrado. —Scarpetta recordó a Geffner que por el momento sólo sabía que lo que Marino creía pelo de perro y ahora se había identificado como pelo de lobo se había recuperado de entre los restos de la bomba.
En el otro extremo del laboratorio, los mapas se desplegaban en uno de los MacBook. Mapas de calles. Fotografías, alzado y mapas topográficos.
—Es todo cuanto puedo decirte de los preliminares. —La voz de Geffner—. En cuanto al olor horrible, vaya si lo es. Alquitranado y también como de mierda, si disculpas mi vocabulario. ¿Te suena una planta llamada asa fétida?
—No preparo comida india, pero me resulta familiar. Una planta célebre por su olor repugnante.
Marino se acercó a Scarpetta entre crujidos de la bata y dijo:
—Ella lo llevaba encima todo el tiempo.
—¿Que llevaba qué?
—El reloj y uno de esos sensores.
La parte del rostro que asomaba entre la máscara y el gorro estaba colorada y sudorosa.
—Perdona —dijo Scarpetta a Geffner—. Lo siento, estoy haciendo veinte cosas a la vez. ¿Qué dices del diablo?
—Hay una razón de que también se la llame estiércol del diablo —repitió Geffner—. Y quizá te interese que parece que a los lobos les atrae el olor del asa fétida.
El sonido de pies calzados en papel. Lucy andaba por el suelo de baldosas blancas hacia una estación de trabajo, donde comprobó diferentes conexiones y desenchufó un gran monitor de pantalla plana. Se dirigió a otra estación de trabajo y desconectó ese monitor.
—A alguien le llevó un buen trabajo moler asa fétida y lo que parece asfalto para mezclarlo con un aceite claro, como aceite de pepita de uva, o de lino.
Lucy trasladó las pantallas donde Scarpetta estaba sentada y las dispuso sobre la mesa. Enchufó los monitores a un repetidor y las pantallas empezaron a iluminarse; las imágenes se desplazaron lentamente, después se definieron súbitamente. Lucy regresó a sus MacBook, junto a Marino, entre roces de papel. Ambos hablaban. Scarpetta distinguió las palabras «lento, joder» y «mal ordenado». Lucy estaba exasperada.
—Haré una cromatografía de gases y una espectrometría de masas. FTIR. Pero de momento, con el microscopio... —decía Geffner.
Aparecían gráficos, mapas, imágenes. Constantes vitales, fechas y horas. Movilidad y exposición a la luz ambiental. Scarpetta ojeó los datos del dispositivo BioGraph y miró el archivo que acababa de abrir en la pantalla que tenía delante. Imágenes del microscopio: cintas rizadas, plateadas, cubiertas de un sarpullido de óxido, y lo que parecían balas fragmentadas.
—Sin duda, limaduras de hierro —la voz de Geffner—, rápidamente identificables visualmente y con un imán; y con ellas aparecen mezcladas estas partículas gris mate, también pesadas. Tal vez plomo.
Las constantes vitales de Toni Darien, ubicación, clima, fechas y horas, captadas cada quince segundos. A las dos y doce minutos de la tarde del pasado martes 16 de diciembre, la temperatura ambiental era de 21 grados, la intensidad de la luz blanca ambiental era de 500 lux, típica de la iluminación interior; la pulsioximetría del 99 por ciento, el ritmo cardiaco 64 pulsaciones por minuto, avanzaba cinco pasos cada quince segundos y la ubicación era su apartamento de la Segunda Avenida. Toni estaba en casa, despierta y caminando. Suponiendo que fuera ella quien llevaba el dispositivo BioGraph. Scarpetta iba a suponerlo.
Geffner describió:
—Lo verificaré mediante espectroscopia de rayos X. Sin duda son fragmentos de cuarzo, suelen encontrarse en el asfalto molido; he aplicado una aguja de tungsteno caliente al material viscoso líquido-semisólido negro y marrón oscuro para ver si se ablandaba y así ha sido. Desprende el olor característico del asfalto/petróleo.
Lo que Scarpetta había olido al subir el paquete de FedEx. Asa fétida y asfalto. Miró los gráficos y los mapas que se deslizaban lentamente por la pantalla. Siguió el trayecto de Toni Darien que la acercaba a su muerte. A las dos y dieciséis minutos del 16 de diciembre, aceleró el paso y la temperatura ambiental bajó a 4 grados. Humedad del 85 por ciento, luz ambiental de 800 lux, viento del noreste. Había salido, hacía frío y estaba nublado, la pulsioximetría era del 99 por ciento y el ritmo cardiaco subía: 65, 67, 70, 85, a medida que pasaban los minutos y ella se dirigía al oeste por la calle 86 Este a un ritmo de treinta y tres pasos cada quince segundos. Toni corría.
Y Geffner explicaba:
—Veo lo que podría ser pimienta molida, sus propiedades físicas y su morfología son las características de la pimienta negra, blanca y roja. Lo verificaré mediante un análisis por CG/EM. Asa fétida, hierro, plomo, pimienta, asfalto. Los componentes de una poción que pretendía ser una maldición.
—O lo que Marino llama una bomba fétida —apuntó Scarpetta a Geffner mientras seguía a Toni Darien rumbo al oeste, por la calle 86 Este.
—Ritual de magia negra, pero no consigo encontrar nada que identifique específicamente a una secta o una religión en concreto —decía Geffner—. Ni palo mayombe ni santería, nada de lo que he visto me recuerda lo que asocio con rituales o brujería. Sólo sé que tu poción no iba a traerte fortuna alguna, lo que me lleva de vuelta a la contradicción. Se supone que los lobos son animales favorables, tienen grandes poderes para restaurar la paz y la armonía, también poderes curativos y dan suerte en la caza.
A las tres y cuatro minutos y treinta segundos, Toni cruzó la calle Sesenta y tres y siguió corriendo hacia el sur por Park Avenue. La intensidad de la luz ambiental era de menos de 700 lux, la humedad relativa del cien por cien. El cielo estaba más nublado y llovía. Su pulsioximetría era la misma, el ritmo cardiaco había subido a 140 pulsaciones por minuto. Grace Darien había dicho que a Toni no le gustaba correr con mal tiempo. Pero ahí estaba, corriendo un día de frío y lluvia. ¿Por qué? Scarpetta siguió observando los datos mientras Geffner hablaba.
—La única relación con la brujería que encuentro es que «lobo» en navajo es
maicoh
, que significa «bruja». Una persona que puede transformarse en otra cosa o persona, si se pone una piel de lobo. Según el mito, las brujas o los hombres lobo cambiaban de aspecto para poder viajar sin llamar la atención. Y los pawnees utilizaban pieles y pelaje de lobo para proteger sus tesoros y en varias ceremonias mágicas. He ido investigando a medida que las cosas nos llevaban por este camino, no creas que soy un experto mundial en maleficios, supercherías y folclore.
—Supongo que la cuestión es si se trata de la misma persona que envió la felicitación musical. —Scarpetta pensaba en la antigua paciente de Benton, Dodie Hodge, mientras miraba el fluir de datos.
Pulsioximetría sin cambios, pero el ritmo cardiaco de Toni bajaba. En la esquina de Park Avenue con la calle 58 Este, dejó de correr. Ritmo cardiaco 132, 131, 130 y bajando. Caminaba bajo la lluvia por Park Avenue, en dirección sur. Eran las tres y once minutos de la tarde.
Geffner dijo:
—Creo que la cuestión es qué relación tendría la persona que elaboró tu bomba fétida con el homicidio de Toni Dañen.
—¿Puedes repetir eso, por favor? —pidió Scarpetta mientras miraba la pantalla GPS grabada en el dispositivo BioGraph de Toni Darien a las tres y catorce minutos del martes pasado. Una flecha roja en un mapa topográfico que señalaba una dirección de Park Avenue.
La mansión de Hannah Starr.
—¿Qué has dicho de Toni Darien? —preguntó Scarpetta mientras miraba otras pantallas de GPS creyendo que malinterpretaba lo que veía, pero no era así.
La carrera de Toni Darien la había llevado a casa de los Starr. Por eso corría en un día frío y nublado. Iba a verse con alguien.
—Más pelo de lobo. Fragmentos de la capa exterior del pelaje —siguió Geffner.
Pulsioximetría 99 por ciento. Ritmo cardiaco 83 y bajando. Una instantánea del GPS tras otra mientras los minutos pasaban y el ritmo cardiaco de Toni descendía, hasta volver a los valores de reposo. El sonido de fundas de zapatos en las baldosas. Marino y Lucy se aproximaban a Scarpetta.
—¿Ves dónde está? —La mirada de Lucy era intensa tras las gafas protectoras. Quería asegurarse de que Scarpetta comprendía la trascendencia de los datos del GPS.
—No he terminado, ni mucho menos, los análisis del caso Darien. —La voz de Geffner irrumpió en el laboratorio—. Pero en las muestras que me enviaste ayer aparecen fragmentos de pelo de lobo de la capa externa, fragmentos microscópicos similares a los que vi cuando analicé el relleno de la muñeca de vudú. Blanco, negro, grueso. No hubiera podido identificarlo como pelo de lobo porque no está lo bastante conservado, pero se me pasó por la cabeza. Eso, o pelo de perro. Pero después de ver el contenido de tu bomba, creo que es eso. En realidad, estoy más que seguro.
Marino frunció el ceño y estaba muy inquieto cuando dijo:
—Estás diciendo que no es pelo de perro. ¿Es pelo de lobo, en los dos casos? ¿En el caso de Toni Darien y en el de la bomba?
—¿Marino? —Geffner parecía confuso—. ¿Eres tú?
—Estoy aquí, en el laboratorio, con la doctora. ¿De qué cojones hablas? ¿Estás seguro de que no has mezclado pruebas?
—Haré ver que no he oído eso. ¿El laboratorio de ADN que mencioné, doctora Scarpetta?
—Estoy de acuerdo. Debemos identificar la especie de lobo, asegurarnos de que es la misma, de que en ambos casos el pelaje corresponde a lobos de la pradera.
Le escuchó mientras miraba los datos. Temperatura ambiental de 3,5 grados, humedad relativa del 99 por ciento, ritmo cardiaco 77 pulsaciones. Dos minutos y quince segundos después, a las tres y diecisiete minutos, la temperatura era de 20 grados y la humedad del 30 por ciento. Toni Darien había entrado en la mansión de Hannah Starr.
La detective Bonnell aparcó frente a una mansión de piedra caliza que a Berger le recordó a Newport, Rhode Island, a los inmensos monumentos de una época en que las grandes fortunas provenían del carbón, el algodón, la plata y el acero, materias primas tangibles que ahora apenas existían.
—No lo comprendo. —Bonnell observaba la fachada de una residencia que ocupaba la mayor parte de una manzana urbana, a pocos minutos a pie del sur de Central Park—. ¿Ochenta millones de dólares? ¿Quién tiene tanto dinero?
La expresión de su rostro combinaba el asombro con el asco.
—Bobby ya no —replicó Berger—. Al menos, no que nosotros sepamos. Supongo que tendrá que venderla y nadie la comprará, a menos que sea un jeque de Dubai.
—O si Hannah aparece.
—Ella y la fortuna familiar desaparecieron hace tiempo, de un modo u otro.
Bonnell contempló la mansión, los coches y los peatones que pasaban ante ella. Lo miraba todo, excepto a Berger.
—Hace que piense que no vivimos en el mismo planeta que algunos. ¿Mi casa en Queens? No sabría lo que es vivir en un sitio donde no oyes a gilipollas gritando, bocinazos de coches y sirenas por la mañana, tarde y noche. La semana pasada vi una rata. Corrió por el suelo del cuarto de baño y desapareció detrás del retrete, y no pienso en otra cosa cada vez que entro ahí, no sé si me comprende. No creo que sea verdad que puedan subir por la taza del váter.
Berger se desabrochó el cinturón y llamó a Marino con su BlackBerry. No respondía, ni tampoco Lucy. Si seguían en el edificio ADN, o bien no tenían señal o bien no les estaba permitido entrar los móviles, lo que dependía del laboratorio o el espacio de trabajo en que se encontraran. El complejo de ciencias biológicas forenses de la oficina del forense jefe era probablemente el más grande y sofisticado del mundo. Marino y Lucy podían estar en cualquiera de sus laboratorios y Berger no estaba de humor para llamar a centralita y que los localizasen. Dejó a Marino otro mensaje:
«Estoy a punto de entrar en Park Ave para la entrevista, seguramente no podré responder al teléfono si me llamas. Me intriga qué habréis encontrado en el laboratorio.»Su voz sonaba fría, el tono impersonal y distante. Estaba enfadada con Marino y no sabía lo que sentía por Lucy, si dolor o ira, amor u odio, y algo más que era un poco como morirse. Lo que Berger sabía de morirse, claro está. Imaginaba que era como deslizarse por la pendiente de un acantilado, ir sujetándose aquí y allá hasta que perdías pie y de camino abajo te preguntabas a quién culpar. Berger culpaba a Lucy y se culpaba a sí misma. Negación, mirar al otro lado, quizá lo mismo que hacía Bobby al seguir escribiendo a Hannah a diario.
Berger sabía desde hacía tres semanas lo de las fotografías tomadas en 1996 en la misma mansión donde ahora se disponía a entrar con Bonnell, y su respuesta había sido mirar a otro lado y reanudar el paso, dejando atrás lo que se veía incapaz de manejar. Si alguien conocía la falsedad y sus bifurcaciones, ésa era Berger. Hablaba a diario con personas evasivas y nada realistas, pero de nada le había servido —tener conocimiento de algo nunca sirve si estás a punto de sufrir, de perderlo todo— y Berger había estado acelerando hasta esta mañana. Hasta que Bonnell la había localizado en las oficinas del FBI para facilitarle una información que consideraba que la fiscal querría saber.