—Voy a decir algo antes de entrar. No soy una persona débil, no soy una cobarde. Ver unas fotografías de hace doce años es una cosa. Lo que tú me has dicho es otra. Tenía razones para creer que Lucy conocía a Rupe Starr cuando estaba en la universidad, pero ninguna para suponer que se relacionó financieramente con Hannah en fecha tan reciente como hace seis meses. Ahora la historia ha cambiado y actuaremos en consecuencia. Quiero que escuches esto directamente de mí, porque no me conoces. Y ésta no es una buena forma de empezar.
—No pretendía hacer algo que se saliera de mi terreno. —Bonnell había repetido lo mismo varias veces—. Pero lo que Lucy encontró en la habitación de Warner Agee, en su ordenador, lo relaciona con mi caso porque se hizo pasar por mi testigo, Harvey Fahley. Y no sabemos hasta dónde va a llegar esto, en qué andan metidas todas esas personas, sobre todo por los vínculos con el crimen organizado y lo que me ha dicho del tipo francés con la enfermedad genética.
—No tienes que explicarte.
—No quería fisgonear, ni sentí curiosidad y abusé de mis privilegios o de mi posición como oficial de policía. Nunca hubiera contactado con el RTCC de no haberme preocupado legítimamente por la credibilidad de Lucy. Iba a tener que depender de ella y había oído ciertas historias. Antes fue paramilitar, ¿verdad? Y la despidieron del FBI o de la ATF. Que la ayudase en el caso de Hannah Starr no tenía nada que ver conmigo, pero ahora sí. Soy la detective a cargo del caso de Toni Darien.
—Lo comprendo. —Y Berger lo comprendía.
—Quiero asegurarme de que así sea —siguió Bonnell—. Usted es la fiscal del distrito, la responsable de la unidad de delitos sexuales. Yo llevo tan sólo un año en homicidios y nunca hemos trabajado juntas. No es una buena forma de empezar para mí. Pero no voy a aceptar un testigo sin más, sin hacer preguntas, sólo porque es alguien que usted conoce; una amiga. Lucy será mi testigo, por lo que yo debía hacer comprobaciones.
—Lucy no es mi amiga.
—Acabará testificando si el caso de Toni va a juicio. O si lo hace el de Hannah.
—No es sólo una amiga. Ambas lo sabemos —dijo Berger, y las emociones se agitaron en su interior—. Estoy segura de que aparecí en esa maldita pared de datos del RTCC para que todos lo vieran. Es más que una amiga. Sé que no eres tan ingenua.
—Los analistas, por respeto, no pusieron la información de Lucy en la pared. Ni nada acerca de usted. Estábamos en una estación de trabajo analizando datos y descubriendo vínculos. No pretendo meterme en sus asuntos. No me importa lo que la gente hace en privado a menos que sea ilegal y no esperaba que el RTCC encontrara lo que encontró de Finanzas Bay Bridge. Eso relaciona a Lucy directamente con Hannah. No digo que Lucy esté involucrada en un fraude.
—Vamos a averiguarlo.
—Si nos lo dice, o si lo sabe. —Bonnell se refería a Bobby—. Y puede que no lo sepa, por la misma razón que no lo sabía Lucy. Algunas personas con mucho dinero no conocen los detalles porque son otras personas las que invierten y administran por ellos. Eso es lo que sucedió con las víctimas de Bernie Madoff. Lo mismo. No lo sabían y no hicieron nada malo.
—Lucy no es del tipo que no se entera —dijo Berger, que también sabía que no era de las que olvidan.
Finanzas Bay Bridge era una inversora supuestamente especializada en operaciones de carteras tan diversas como madera, minería, extracción de petróleo e inversiones inmobiliarias, entre las que había pisos de lujo en primera línea del mar en el sur de Florida. Por lo que Berger sabía de la magnitud del fraude perpetrado mediante el esquema Ponzi en que se basaba la entidad, hecho público recientemente, era muy probable que las pérdidas de Lucy fuesen enormes. Pretendía averiguar cuánto pudiera de Bobby Fuller, no sólo de las finanzas de Hannah, sino también de su relación con Hap Judd, cuyas inclinaciones sexuales eran profundamente turbadoras y posiblemente peligrosas. Había llegado el momento de hablar con Bobby acerca de Hap y de otros asuntos, enfrentarlo al sinnúmero de vínculos con la esperanza de que pudiera iluminarla, y él parecía dispuesto. Cuando Berger lo había localizado en el móvil hacía menos de una hora, Bobby dijo que estaría encantado de hablar con Bonnell y con ella, siempre que no fuera en un lugar público. Como la última vez, tenían que verse en la mansión.
—Vamos —dijo Berger a Bonnell; ambas salieron del coche.
Hacía frío, mucho viento y unas nubes oscuras surcaban el cielo como era habitual cuando entraba un frente. Probablemente un sistema de altas presiones, y mañana el cielo estaría despejado, lo que Lucy llamaba luminosidad excesiva, pero el frío sería intenso. Siguieron el paseo que dejaba atrás la avenida. En la majestuosa entrada de la mansión ondeaba una bandera verde y blanca con el escudo de armas de los Starr, un león rampante y un casco con el lema «Vivre en espoir», vive con esperanza. Una ironía, pensó Berger. Esperanza era la única emoción que no sentía precisamente ahora.
Pulsó el botón de un interfono que rezaba «Starr» y «Residencia Privada». Hundió las manos en los bolsillos del abrigo y esperó con Bonnell en silencio, mientras el viento zarandeaba ruidosamente la bandera, conscientes de que eran observadas por cámaras de circuito cerrado y de que todo lo que dijeran sería escuchado. Un sonoro chasquido y la ornamentada puerta de caoba se abrió; vislumbraron una figura ataviada con un uniforme blanco y negro de ama de llaves entre los barrotes de la cancela de hierro forjado.
Nastya, supuso Berger, las dejó entrar sin preguntar quiénes eran porque lo sabía, las había observado por el monitor y las esperaba. Su estado legal de inmigrante había aparecido en todas las noticias y circulaban varias fotografías de ella, acompañadas de rumores acerca de los servicios que ofrecía a Bobby, además de prepararle la cena y hacerle la cama. El ama de llaves a quien la prensa apodaba Nasty, «chunga», tendría unos treinta y cinco años, pómulos pronunciados, piel aceitunada y unos magníficos ojos azules.
—Pasen, por favor.
Nastya se apartó para que entraran.
El vestíbulo era de mármol travertino con arcos abiertos y un techo artesonado de casi siete metros en cuyo centro destacaba una antigua araña de amatista y cristal de cuarzo ahumado. A un lado, una escalera de compleja barandilla de hierro se curvaba hacia las plantas superiores, y Nastya les dijo que la siguieran a la biblioteca. Berger recordó que estaba en la tercera planta, en la parte trasera de la mansión, una enorme sala interior donde Rupe Starr se había pasado la vida acumulando una biblioteca de libros antiguos digna de una universidad o un palacio.
—El señor Fuller se acostó muy tarde y se ha levantado muy temprano, y estamos muy alterados por lo que ha aparecido en las noticias. —Nastya se detuvo en la escalera y miró hacia atrás, a Berger—. ¿Es verdad?
El sonido de sus pies en la piedra al reemprender la marcha. Siguió hablando dándoles la espalda, con la cabeza levemente vuelta a un lado.
—Siempre me preocupa quién conduce los taxis. Te subes a uno sin saber nada y te vas con un extraño que puede llevarte a cualquier parte. ¿Puedo ofrecerles algo de beber? ¿Café, té, agua o algo más fuerte? Pueden beber en la biblioteca, siempre que no dejen el vaso cerca de los libros.
—No, gracias —respondió Berger.
En la tercera planta, siguieron un largo pasillo cubierto por una alfombra antigua de seda en diferentes tonalidades de rojo oscuro y rosa. Pasaron ante una serie de puertas cerradas de camino a la biblioteca, que olía más a moho de lo que Berger recordaba de su visita anterior, tres semanas antes. Las arañas de plata eran eléctricas, la iluminación tenue y la habitación estaba fría y falta de calor humano, como si nadie la hubiese habitado desde que Berger estuvo allí el día de Acción de Gracias. Los álbumes de cuero florentino que había ojeado seguían apilados en la mesa de la biblioteca, y delante vio la silla de costura donde se había sentado cuando descubrió las fotografías de Lucy. En una mesa más pequeña con base en forma de grifo había la copa vacía que, Berger recordaba, Bobby había dejado allí después de beber unos dedos de coñac para sosegarse. Tampoco nadie había dado cuerda al reloj que había junto a la chimenea.
—Recuérdeme su situación aquí —dijo Berger mientras ella y Bonnell se sentaban en un sofá de cuero—. Tiene un apartamento, ¿en qué planta?
—Cuarta planta, en la parte de atrás —respondió Nastya, mientras su mirada captaba los mismos detalles que había observado Berger. El reloj parado y la copa sucia—. No he estado aquí hasta hoy. Con el señor Fuller ausente...
—En Florida —dijo Berger.
—Me avisó de que vendría y volví a toda prisa. He estado en un hotel. El señor ha tenido la amabilidad de alojarme en uno cercano para que esté disponible si me necesita, pero sin tener que dormir sola en este sitio. Comprenderá por qué ahora mismo eso sería incómodo.
—¿Qué hotel? —inquirió Bonnell.
—El hotel Elysée. La familia Starr lo utiliza desde hace años cuando tiene invitados de fuera de la ciudad o socios de trabajo que no quiere alojar en la casa. Está a unos minutos a pie. Comprenderán por qué no quería quedarme aquí sola. Bueno, estas últimas semanas han sido muy estresantes. Lo que le ha pasado a Hannah y los periodistas, las furgonetas con sus cámaras. Nunca se sabe cuándo aparecerán y ahora es peor, por la mujer que dijo esas cosas anoche en la CNN. Todas las noches, no habla de otra cosa, molesta al señor Fuller, no para de pedirle entrevistas. La gente no tiene ningún respeto. El señor Fuller me ha dado tiempo libre, porque ¿por qué iba a querer quedarme aquí sola?
—Carley Crispin. ¿Molesta a Bobby Fuller? —preguntó Berger.
—No la aguanto, pero miro el programa porque quiero saber. Aunque ya no sé qué creer. Lo que dijo anoche fue terrible. Me eché a llorar del disgusto que tuve.
—¿Cómo molesta al señor Fuller? —quiso saber Bonnell—. Supongo que no es fácil contactar con él.
Nastya acercó una butaca y se sentó.
—Sólo sé que ella estuvo antes aquí. En un par de fiestas, hace tiempo. Cuando trabajaba para la Casa Blanca, ¿cómo se dice? Como secretaria de prensa. Yo no estaba aquí, fue antes de que me contrataran, pero sé del señor Starr y sus famosas cenas y fiestas. —Señaló los álbumes de fotos apilados en la mesa de la biblioteca—. Y hay muchos, muchos más en las estanterías. Treinta años de álbumes, ¿ustedes no los habrán visto todos? —preguntó, porque no había estado allí el día que fueron Berger y Marino.
Sólo Bobby había estado en la casa y Berger no había mirado todos los álbumes, sólo algunos. Tras descubrir las fotografías de 1996, había dejado de mirar.
—Tampoco me extraña que Carley Crispin haya cenado aquí —siguió Nastya con orgullo—. En un momento u otro, seguramente la mitad de los famosos del mundo han pasado por esta casa. Pero Hannah la conocía, o al menos se la habrían presentado. Odio lo tranquilo que ha estado esto. Desde la muerte del señor Starr, bueno, esos días son cosa del pasado. Y antes había tantas celebraciones, tanta emoción, tanta gente... El señor Fuller es menos sociable y casi nunca está.
El ama de llaves parecía de lo más cómoda, sentada en una biblioteca que no había ordenado ni limpiado en las últimas tres semanas. De no ser por el uniforme, podría haber sido la señora de la casa. Era interesante que llamase a Hannah Starr por el nombre de pila y que hablara de ella en pasado. Sin embargo, Bobby era el señor Fuller, y llegaba tarde. Eran las cuatro y veinte y no había señales de él. Berger se preguntó si estaría en casa, si finalmente había decidido no verse con ellas. La mansión estaba de lo más silenciosa, ni el distante sonido del tráfico penetraba por las paredes de caliza, y allí no había ventanas; aquel espacio era como un mausoleo o una cámara acorazada, quizá para proteger los libros singulares y las antigüedades de la exposición al sol y la humedad.
—Lo más terrible es cómo ella habla de Hannah, noche tras noche. —Nastya seguía hablando de Carley Crispin—. ¿Cómo puede hacer eso, cuando es alguien que has conocido?
—¿Tiene idea de cuándo estuvo aquí Carley por última vez? —preguntó Berger, sacando el teléfono.
—No lo sé.
—Ha dicho que molestaba al señor Fuller. —Bonnell volvió a ese tema—. ¿Lo conoce? ¿Quizás a través de Hannah?
—Yo sólo sé que ella ha llamado aquí.
—¿Cómo ha conseguido el número? —quiso saber Bonnell.
Berger quería llamar al móvil de Bobby Fuller para saber dónde estaba, pero en la biblioteca no había señal.
—No lo sé. Ya no contesto las llamadas. Me da miedo que sea un periodista. Ya saben lo que ahora puede llegar a descubrir esa gente. Nunca se sabe quién puede conseguir tu teléfono —respondió Nastya mientras su mirada se desplazaba por un cuadro enorme de veleros que parecía un Montague Dawson y llenaba un panel de caoba de la pared, entre librerías que iban del techo al suelo.
—¿Por qué Hannah pararía un taxi? ¿Cómo solía desplazarse cuando salía a cenar? —inquirió Bonnell.
—Conducía ella misma. —Nastya no despegaba la vista del cuadro—. Pero si iba a tomar unas copas, no. A veces, sus clientes o sus amigos la llevaban, o ella usaba una limusina. Pero ya se sabe, si vives en Nueva York, seas quien seas, te subes a un taxi si eso es lo que hace falta. Y ella lo hacía a veces, si lo decidía a última hora. Con todos sus coches, muchos muy antiguos y que nunca han pisado la calle. La colección del señor Starr. La habrán visto. ¿Se la enseñó el señor Fuller, cuando estuvieron aquí?
Berger no la había visto y no respondió.
—En el garaje del sótano —añadió Nastya.
Cuando Bobby Fuller había mostrado la mansión a Berger y Marino, no habían visto el sótano. Entonces una colección de coches antiguos no había parecido importante.
—A veces alguno se queda bloqueado dentro —dijo Nastya.
—¿Bloqueado?
—El Bentley, porque el señor Fuller había estado cambiando cosas de sitio ahí abajo. —La atención de Nastya regresó a la marina—. Está muy orgulloso de sus coches y pasa mucho tiempo con ellos.
—Hannah no pudo llevarse el Bentley a la cena porque otros coches le cerraban el paso —repitió Berger.
—También hacía mal tiempo. Y todos esos coches, la mayoría ni se pueden sacar. El Duesenberg. Bugatti.
Ferrai.
—Nastya no pronunció bien.
—Quizás esté confundida. Creía que Bobby no estaba en casa esa noche —dijo Berger.