Cuando Benton había entrado en la sala de conferencias varias horas antes, había reconocido de inmediato a la Abuela y sus notas. La caligrafía era tan perfecta que parecía una fuente impresa. El FBI dijo que era casi idéntica a una fuente llamada Gotham, la letra sencilla, sin pretensiones, de los paisajes urbanos, el diseño básico que solía verse en las señalizaciones, la misma letra utilizada por quienquiera que hubiese escrito la dirección del sobre FedEx que contenía la felicitación musical de Dodie Hodge y posiblemente la misma caligrafía del paquete FedEx que contenía la bomba. Acerca del último, era difícil saberlo. Según la oleada de correos de Marino, la etiqueta no había sobrevivido al cañón de agua. Pero tal vez no tuviera importancia.
Las imágenes de Dodie Hodge con varios disfraces y su caligrafía estaban en todas las paredes de la sala de conferencias, imágenes procedentes de vídeos donde aparecía con su atuendo de ancianita inocente, entrando y saliendo de bancos. Benton la habría reconocido en cualquier parte, pese a sus esmerados disfraces. Dodie no podía librarse de su gran cara con papada, sus labios finos, nariz bulbosa y orejas de soplillo. Y poco podía hacer para ocultar su cuerpo de matrona y sus piernas desproporcionadamente flacas. En la mayor parte de los robos era blanca. En unos pocos, negra. En uno de los recientes, el octubre pasado, marrón. Una vecina inofensiva, una abuela de aspecto dulce e inocente. En algunas de las imágenes, sonreía mientras salía apresuradamente con más de diez mil dólares dentro de su bolsa resistente al fuego, de un color diferente en cada ocasión: rojo, azul, verde, negro, todas ofrecían la protección adecuada si desobedecían sus instrucciones escritas y explotaba en su interior una bomba de tinta, humo rojo, y, posiblemente, gas lacrimógeno.
Era posible que Dodie Hodge nunca hubiese llamado la atención de nadie y hubiera seguido robando bancos, quizá por mucho tiempo, si su compinche en los atracos, cuyo verdadero nombre era Jerome Wild, no hubiera decidido hacerse un tatuaje inconfundible en el cuello durante su estancia en la base de Camp Pendleton el pasado mayo, antes de ausentarse sin permiso y no volver. Era un tatuaje que nunca lograba cubrir, aunque tampoco lo intentaba, ni con un cuello alto o un pañuelo, ni con el maquillaje profesional que usaba Dodie, del que se habían encontrado residuos en los vehículos abandonados tras la huida. Maquillaje mineral, había explicado Marty Lanier. Los laboratorios del FBI en Quantico habían identificado nitruro de boro, óxido de zinc, carbonato cálcico, caolín, magnesio, óxidos de hierro, sílice y mica, los aditivos y pigmentos utilizados en sombras de ojos, pintalabios, bases y polvos de maquillaje técnicamente sofisticados y populares entre actores y modelos.
El tatuaje de Jerome Wild era grande y complejo; empezaba justo encima de la clavícula izquierda y terminaba detrás de la oreja izquierda. Quizás él nunca lo consideró un problema. Era el chófer del atraco y posiblemente supuso que nunca lo grabaría una cámara. Supuso mal. En uno de los robos, una cámara de seguridad situada en la esquina de otro banco en la acera de enfrente lo grabó claramente al volante de un Ford Taurus blanco robado, ajustando el retrovisor con una mano fuera de la ventana. Llevaba guantes negros forrados de piel de conejo.
Esa fotografía, que fue su caída, estaba en una pantalla de la sala de conferencias del FBI, y era una cara que Benton había visto antes, precisamente la noche anterior, en las imágenes de la cámara de seguridad del propio edificio de Benton y Scarpetta. Jerome Wild con gafas oscuras, una gorra y guantes de cuero negro forrados de piel de conejo. Unos esqueletos que salían de un ataúd le cubrían el lado izquierdo del cuello. La imagen del atraco al banco y la imagen de la noche anterior estaban una junto a la otra en las ventanas de la gran pantalla plana. Era el mismo hombre, un pez piloto, un pequeño depredador, un recluta tan ingenuo e imprudente que creyó que nunca lo atraparían, o ni siquiera se lo planteó. Wild no sabía nada, ni le importaba, de bases de datos de tatuajes y, por lo que parecía, Jean-Baptiste tampoco.
Wils sólo contaba veintitrés años, era listo y le gustaba la emoción y el riesgo, pero carecía de valores o creencias. No tenía conciencia. No era patriótico y le importaban un carajo su país o quienes luchaban por él. Cuando se alistó en los Marines, lo hizo por dinero, y cuando lo enviaron a Camp Pendleton no sirvió lo suficiente para sufrir la pérdida de camaradas en combate. No había subido al C—17 que iba a llevarlo a Kuwait, no había hecho nada más que disfrutar de California con todos los gastos pagados. Lo único que le había inspirado para hacerse un tatuaje profundamente simbólico y serio había sido la idea de hacerse un tatuaje, cualquiera, siempre que fuese
cool
, había dicho otro soldado que el FBI había entrevistado en varias ocasiones.
Wild se hizo el tatuaje
cool
y poco después volvió a su ciudad natal, Detroit, para pasar un fin de semana de permiso antes de que desplegaran su tropa. Nunca volvió a la base de los Marines. Fue visto por última vez por un conocido del instituto que reconoció a Wild en el casino del hotel Grand Palais jugando en las tragaperras, y las grabaciones de la seguridad del hotel lo habían confirmado. Lo grabaron en las tragaperras, en la ruleta y andando nerviosamente con un anciano bien vestido que el FBI había identificado como Freddie Maestro, a quien se suponían vínculos con el crimen organizado y que era dueño de —entre otros— el High Roller Lanes de Nueva York. Dos semanas después, a principios de junio, una mujer blanca vestida con un anticuado traje de lino que huyó en un Chevy Malibu robado conducido por un hombre negro, atracaba una sucursal bancada próxima al centro comercial Tower Center de Detroit.
Benton estaba atónito y se sentía estúpido. Necesitaba reexaminar su vida y ahora no era el momento adecuado, no durante una discusión como ésta, con personas como éstas, en el interior de una sala de conferencias del FBI. A efectos prácticos, él había pasado de ser un agente de la ley, un investigador, a convertirse en un puto académico. Una atracadora de bancos había sido su paciente y él no había tenido ni idea porque no le estaba permitido investigar los antecedentes de Dodie Hodge, no le estaba permitido consultar nada referente a quién o qué era, aparte de saberla una mujer odiosa con un grave trastorno de la personalidad que aseguraba ser la tía de Hap Judd.
Benton no cesaba de repetirse que, aunque hubiese investigado minuciosamente su pasado, ¿qué habría encontrado? Lógicamente, la respuesta era nada. Benton se sentía enojado y humillado; deseaba volver a ser un agente del FBI, deseaba llevar un arma y una placa y tener permiso para investigar lo que le diera la gana. «Pero no habrías encontrado nada», no dejaba de decirse mientras seguía sentado ante la mesa de la sala de conferencias, que era, claro está, azul, de la moqueta a las paredes pasando por el tapizado de las sillas. «Nadie había descubierto nada hasta que viste sus imágenes en la pared», se dijo. No la habían reconocido. Era imposible encontrarla en los ordenadores.
No había en Dodie nada que la identificara, como un tatuaje, que pudiera acabar en una base de datos. Nunca la habían acusado de nada más grave que el altercado en el autobús del Bronx y de hurto y alteración del orden en Detroit el mes pasado; en ninguna de tales ocasiones hubo razones para vincular a esa mujer desagradable y exagerada con una serie de atracos bien ejecutados, que no habían cesado por casualidad cuando ella ingresó como paciente en McLean. Benton se recordó repetidas veces que, por mucho que la hubiera investigado, nunca habría podido relacionarla con Jerome Wild o los Chandonne. Habían llegado a vincularlos por pura casualidad. Por casualidad y la ayuda de Jean-Baptiste, que nunca tenía bastante. Había dejado descuidadamente su ADN en el asiento trasero de un Mercedes robado, había hecho varias cosas que iban demasiado lejos. Se hallaba en un proceso de descompensación, y ahora estaba ante él, ante Benton, de nuevo. No sólo un vínculo, o una rama, sino la raíz.
La fotografía de su ficha policial estaba en una pantalla plana al otro lado de la mesa, frente a Benton. Era su última fotografía conocida, tomada por el Departamento de Justicia de Tejas casi diez años antes. ¿Qué aspecto tendría ahora el cabrón? Benton no lograba apartar la vista de la imagen de la pantalla instalada en la pared. Parecía que ambos se miraban, enfrentados, confrontados. La cabeza afeitada, el rostro asimétrico, un ojo más bajo que el otro y la carne que los rodeaba inflamada y enrojecida debido a una quemadura química que Jean-Baptiste aseguraba que lo había cegado. No era así. Dos guardias de la unidad Polunsky lo habían descubierto del peor modo posible, cuando Jean-Baptiste los arrojó contra un muro de cemento y les aplastó el cráneo. En la primavera de 2003, Jean-Baptiste salió de su celda del corredor de la muerte con el uniforme, la identificación y las llaves del coche del guardia que había asesinado.
—No es una ramificación, sino una continuación —decía Lanier a Berger; las dos hablaban mucho y Benton no había estado escuchando.
Llegó otro correo electrónico de Marino:
De camino al edif ADN a encontrarme lucy y doctora
—Será más evidente cuando tengamos una visión de conjunto, estoy de acuerdo con Benton. Pero Jerome no es violento, nunca lo ha sido —decía Lanier—. Es tan poco violento que desertó. Se alistó en el ejército porque no encontraba trabajo y luego se marchó porque le salió una oportunidad ilegal.
Benton respondió a Marino:
¿Por qué?
Lanier seguía hablando:
—Los tentáculos de los Chandonne están en Detroit. También los hay en Luisiana. Y en Las Vegas, Miami, París, Montecarlo. Ciudades portuarias. Ciudades de casinos. Quizás, hasta en Hollywood. Todo lo que atraiga al crimen organizado.
Benton recordó a todos en la mesa:
—Pero ya no se trata del padre, ni del hermano de Jean-Baptiste. Cortamos la manzana podrida en 2003; no llegamos al corazón, pero Jean-Baptiste es de otra cosecha.
La respuesta de Marino:
El reloj de Toni Darien
Benton continuó:
—Hablamos de alguien que se excita matando, de alguien demasiado compulsivo, demasiado dominado por sus impulsos para dirigir con éxito un cártel criminal, algo tan complejo como ha sido el negocio familiar durante casi un siglo. No podemos abordar esto como una acción del crimen organizado, sino como un caso de asesinatos sexuales en serie.
—La bomba era viable —dijo Berger a Lanier, como si Benton no hubiese hablado—. Podría haber herido gravemente y hasta matado a Kay. ¿Cómo puedes interpretar eso como no violento?
—No entiendes adonde quiero ir a parar —replicó Lanier—. Depende de la intención y, de hecho, Wild es sólo el mensajero, quizá ni supiera lo que había en el paquete.
—¿Y el modus operandi del tío en todos esos atracos? No ha hecho nada violento. Es un cobarde, se queda en el coche. Hasta el arma es falsa —dijo Stockman mientras intentaba colocar el árbol de decisiones, o el bosque de decisiones, como él lo llamaba, en la pantalla plana—. Tengo que coincidir con Marty en que él y la Abuela...
»La tal Dodie, disculpadme. Llevo seis meses llamándola abuela. De todos modos, Jerome y Dodie son lacayos.
—Dodie Hodge no es lacayo de nadie —intervino Benton—. Actúa si recibe una gratificación a cambio. Si se divierte. Pero no es una sierva. Sólo coopera y se la puede supervisar hasta cierto punto, que es por lo que Jean-Baptiste se equivocó al reclutarla, al reclutar a Jerome, al reclutar a cualquiera de los que probablemente haya reclutado. Todos saldrán defectuosos, porque él lo es.
—¿Y por qué robó los DVD? ¿Valía la pena que la arrestaran por unos vídeos de Hap Judd? —preguntó Berger a Lanier.
—Esa no fue la razón —replicó Benton—. Simplemente no pudo controlarse. Y ahora la organización tiene un problema. Acaban de arrestar a una de sus atracadoras. Llaman a un abogado compinchado con ellos que, a su vez, intenta que se encargue del asunto un experto forense compinchado con ellos. En lugar de eso, acaban viéndoselas conmigo debido al histrionismo de Dodie, a su narcisismo. Quería ir al mismo hospital al que iban los ricos y famosos. Repito, no es una lacaya. Es una mala recluta.
—Un mal movimiento, robar esos DVD. —Stockman coincidió con Berger—. Aún estarían robando bancos, de no haberse metido esas malditas películas bajo el pantalón.
—Un mal movimiento, hablar de Hap Judd —añadió Benton—. Tampoco pudo reprimirse, pero está causando problemas, llamando la atención en exceso. Desconocemos cómo encaja Hap Judd en todo esto, pero está relacionado con Dodie, y está relacionado con Hannah Starr, y aparece en una fotografía con Freddie Maestro en High Roller Lanes, lo que también podría vincular a Hap con Toni Darien. Necesitamos el árbol, visualizarlo. Os mostraré cómo todo está relacionado.
—Volvamos a la bomba, para poner las cosas en claro —dijo Berger a Lanier—. Pensáis que hay alguien más detrás de la entrega del paquete bomba, Jean-Baptiste, y esta teoría se basa en...
—No querría decir en el sentido común... —empezó a decir Lanier.
—Es justo lo que querías decir, y acabas de hacerlo —replicó Berger—. Y la condescendencia no sirve de nada.
—Déjame acabar. No pretendía ser condescendiente contigo, Jaime, en absoluto; ni contigo, ni con nadie de esta mesa. Desde una perspectiva analítica —y lo que Lanier quería decir en realidad era «desde el punto de vista de un analista de investigación criminal, de un elaborador de perfiles del FBI»—, lo que se hizo a la doctora Scarpetta, o se ha intentado, es personal.
—Lanier miró a Benton—. Yo diría que íntimamente personal.
Casi implicando que Benton podría haber sido quien había enviado una bomba a su esposa.
Berger miró a Lanier a los ojos:
—No comprendo la parte del sentido común.
A Berger no le gustaba Lanier. Seguramente no era por celos, ni inseguridad, ni ninguna de las razones habituales por las que se enfrentan las mujeres poderosas. Había un problema práctico. Si el FBI se hacía cargo de toda la investigación, incluidos los posibles vínculos de Dodie Hodge o Hap Judd, o de quienquiera que se mencionase en aquella sala en relación con Hannah Starr, sería la Oficina del Fiscal de Estados Unidos la que se encargaría del caso y no el fiscal de distrito del condado de Nueva York, no Berger. «Supéralo», pensó Benton. Esto abarcaba mucho más que Nueva York. Esto era federal. Era internacional. Era siniestro y sumamente peligroso. Si Berger reflexionaba un instante, ni querría acercarse a un kilómetro del caso.